Antes de que pudiese abrir, Calvin Looby, el mozo de la estación, asomó la cabeza. Llevaba una gorra de ferroviario a rayas azul marino y blanco, y gafas redondas de marco metálico. Parecía que hubiese puesto la barbilla en un yunque y la hubiese hecho retroceder unos centímetros. Los dientes eran como agujas, y los labios, casi no existían. Siempre le dio pena la fealdad del pobre Calvin.

– Una entrega para usted, señorita Downing.

– ¿Una entrega?

– Sí. -Controló la boleta de carga-. Desde Filadelfía.

– Pero yo no encargué nada a Filadelfía.

Calvin se sacó la gorra y se rascó la nuca.

– Qué raro. Aquí dice, tan claro como un molino de viento en la pradera: Agatha Downing. ¿Ve?

Examinó el papel que le tendía Calvin.

– En efecto. Pero debe de haber un error.

– Bueno, ¿qué quiere que haga con esto? El ferrocarril lo entrega en destino. Hasta aquí llega nuestra responsabilidad. Si quiere que lo lleve otra vez a la estación, tendré que cobrárselo a usted.

– ¿A mí? Pero…

– Me temo que sí. Ésas son las normas, ¿sabe?

– Pero yo no lo pedí.

– ¿Y la señorita Violet? ¿Puede ser que lo haya pedido ella?

– Casi seguro que no. Violet no encarga las cosas en mi nombre.

– Bueno, es un misterio. -Calvin miró sobre el hombro hacia el patio-. Entonces, ¿qué quiere que haga con esto?

– ¿Sabe qué es?

Agatha fue hasta la puerta trasera.

– La tarjeta dice: «Máquina de Coser patentada por Isaac Singer».

– Máquina…

El corazón de Agatha comenzó a golpear con fuerza. Ansiosa, salió afuera. Ahí estaba la vieja yegua soñolienta enganchada al carro verde del ferrocarril. Sobre el carro, un embalaje de tablas de gran tamaño se erguía contra el fondo del cobertizo y el «imprescindible».

– Pero, ¿cómo… quién…?

De pronto, lo supo. Dirigió una mirada a la parte de atrás del edificio. En el rellano no había nadie, pero tuvo la sensación de que estaba en algún lado, riéndose de su confusión. Miró hacia la ventana de la oficina que daba al patio de atrás, pero estaba vacía. Se volvió hacia Calvin.

– Si se lo lleva de vuelta, ¿qué pasará?

Atraída contra su voluntad, se acercó más a la caja.

– Lo pondremos en el próximo tren que salga para Filadelfia. No se puede dejar un bulto tan grande ocupando lugar en la estación.

La mujer fue hasta el carro y se estiró para apoyar la mano sobre el costado de la caja. El sol del mediodía la había entibiado. Sintió una punzada de ambición. Deseaba esa máquina con una intensidad que no habría creído posible el día anterior. Gracias a Gandy, tenía el dinero, pero gastarlo era demasiado definitivo. Acordar con el enemigo. El cielo sabía en qué medida reviviría su alicaído negocio con una máquina.

Se volvió hacia Calvin, retorciéndose las manos.

– ¿Cuál es el costo exacto de los gastos de envío?

Calvin examinó otra vez el papel.

– Aquí no dice. Sólo dice dónde entregarlo.

Agatha tenía el catálogo en la pared desde hacía mucho tiempo… ¿y si el precio había aumentado mucho?

Tomó una rápida decisión.

– ¿Puede entrarla a la tienda, señor Looby? Quizá, si abro el embalaje, los papeles estén dentro.

– Seguro, señorita Downing.

Calvin subió al carro, empujó y empujó hasta descargar el voluminoso cajón en una carretilla plana con ruedas, con la que lo transportó hasta la puerta trasera de la sombrerería. En el taller, sacó la tapa de madera con un martillo tenaza. Encima del envoltorio, estaba la factura. Un nítido sello blanco decía: Completamente pagado.

Confundida, Agatha miró la factura, y después a Calvin.

– No entiendo.

– En mi opinión, alguien le hizo un regalo, señorita Downing. ¡Cómo saberlo!

Agatha miró fijamente el papel.

¿Gandy? ¿Por qué? ¿Por tres vestidos de cancán? Quizá. Pero en esa mente retorcida podía haber otros motivos. Soborno. Encubrimiento. Subversión.

Si era soborno, no quería tomar parte en él. Ya se sentía incómoda por haber aceptado la generosa suma que le pagó por la funda roja de la jaula.

Y si tenía la intención de encubrir sus juegos nocturnos secretos, le resultaba extraño que gastara tanto dinero para lograrlo.

¿Subversión? ¿Sería tan cruel como para minar los esfuerzos de Agatha en la U.M.C.T. insinuándoles a las funcionarias que ella hacía negocios con el enemigo? Era extraño, pero no quería creerlo de él.

Tal vez aún se sintiera culpable por haberla empujado al barro. No seas tonta, Agatha. Claro, ese día se mostró arrepentido, pero era un apostador, tenía práctica en adoptar cualquier expresión que le conviniera.

Desde luego, había otra posibilidad: la libre empresa. No cabía duda de que Jubilee y las muchachas mantendrían el bar lustroso por el roce de los pantalones, en especial con las faldas rojas de cancán. Quizás, a Gandy se le había despertado el espíritu de competencia ante la perspectiva de hacer todo lo que estuviera en sus manos para llenar la taberna con tantos hombres que estuviesen incómodos. Que quisiera sobrepasar a los otros diez propietarios de bares por puro espíritu de contradicción.

La idea la hizo sonreír, pero se puso seria enseguida. Fuesen cuales fueran los motivos, Agatha no quería formar parte de ellos.

– Señor Looby, vuelva a poner la tapa. Llévela otra vez a la estación.

– Como quiera.

– Creo que sé quién la pidió, y esa persona pagará el gasto de vuelta.

– Sí, señora.

Puso los clavos y levantó el martillo.

– ¡Espere un minuto!

Looby, impaciente, frunció el entrecejo.

– Bueno, ¿qué hago?

– Sólo quiero verla un minuto. Un vistazo. Después, puede llevársela.

Ese vistazo fue fatal. Nadie que hubiese cosido tanto tiempo como Agatha podía echar un vistazo a una maravilla del ingenio americano sin codiciarla de manera especial. La pintura negra brilló. El logo dorado resplandeció. El volante plateado la tentó.

– Pensándolo mejor, déjela.

– ¿La dejo?

– Sí.

– Pero, ¿no dijo que…?

– Le agradezco mucho la entrega, señor Looby. -Lo acompañó hasta la puerta-. Caramba, tenemos un tiempo ideal. Si se mantiene, pronto las calles estarán secas.

Looby la miró, luego a la caja, y otra vez a ella. Se sacó la gorra y se rascó la cabeza. Sin embargo, penetrar en los misterios de la mente femenina estaba más allá de su capacidad.

Cuando Looby se fue, Agatha miró la hora: eran casi las once. Violet llegaría en cualquier momento. ¡Que se diera prisa!

Cuando entró en la tienda la menuda mujer de cabello blanco, encontró a Agatha al otro lado de la cortina, con las manos bajo la barbilla.

– ¡Oh, Violet, creí que nunca llegarías!

– ¿Pasa algo malo?

– ¿Malo? ¡No! -Agatha abrió los brazos y lanzó una sonrisa radiante a los cielos-. ¡Nada podría ser mejor! -Se volvió hacia el taller-. Te lo mostraré. -Llevó a Violet directamente a la caja de madera-. ¡Mira!

Los ojos de Violet se agrandaron.

– ¡Por todos los santos, una máquina de coser! ¿De dónde ha salido?

– De Filadelfia.

– ¿Es tuya?

– Sí.

Violet no recordaba haber visto nunca a Agatha tan feliz. ¡Hasta estaba hermosa! Cosa curiosa, Violet nunca lo comprendió hasta el momento. Los claros ojos verdes estaban iluminados de excitación. Y la sonrisa… ¡cómo le transformaba el rostro esa sonrisa! Le sacaba cinco años de encima y le daba la apariencia de la edad real que tenía.

– ¿Por qué no me lo dijiste?

– Era una sorpresa.

Violet caminó alrededor del embalaje de madera. El entusiasmo de Agatha era contagioso.

– Pero… pero, ¿de dónde sacaste el din…? -Se interrumpió y la miró-. Las diez monedas de oro del señor Gandy.

– Seis. Le devolví cuatro.

En los ojos de Violet aparecieron chispas de especulación.

– Vamos a hacer los vestidos de cancán, ¿no es así, Agatha?

– ¡Por Dios, Violet! No he tenido tiempo de pensarlo. Ven, ayúdame a sacarla del embalaje. -Perdió por completo su reserva habitual y se ajetreó como una chica despreocupada, buscando un martillo y un destornillador. Estaba tan radiante que Violet no pudo dejar de observarla y sonreír. Encontró las herramientas y se dispuso a trabajar-. Voltearemos el frente de la caja y sacaremos directamente la máquina. Entre las dos, podremos hacerlo.

A Violet le costaba creer el súbito cambió en esa mujer que había visto sombría durante años.

– ¿Sabes lo que estás haciendo, Agatha?

Levantó la vista.

– ¿Lo que estoy haciendo?

– Estás arrodillada.

Agatha miró abajo. ¡Qué día tan glorioso! Pero estaba demasiado excitada para dejar de hacer palanca con el destornillador entre dos tablas de madera.

– Es cierto. Me duele un poco, pero no importa. Vamos, Violet, mete los dedos aquí y tira.

Pero Violet tocó con ternura el hombro de Agatha, y ésta levantó el rostro.

– ¿Sabes, querida?: tendrías que hacerlo más a menudo.

– ¿Qué cosa?

– Sonreír. Comportarte como una joven atolondrada. No tienes idea de lo bonita que te pones así.

Las manos de Agatha se inmovilizaron.

– ¿Bonita?

– Sin la menor duda. Si pudieras ver tus ojos ahora: están brillantes como un trébol primaveral bajo el rocío de la mañana. Y tienes rosas en las mejillas que nunca te vi antes.

Estaba estupefacta.

– ¿Bonita? ¿Yo?

Desde la muerte de la madre, nadie le había llamado bonita. Las rosas de las mejillas se intensificaron al pensar en sí misma bajo esa luz. Como no estaba acostumbrada a recibir elogios, incómoda, reanudó el trabajo.

– Violet, creo que estuviste demasiado tiempo bajo el sol del mediodía, ¿sabes? Ayúdame con esto.

Trabajaron juntas para desembalar la máquina de coser y la arrastraron hasta el taller. Agatha la tocó con ademán reverente, los ojos resplandecientes.

– ¿Te imaginas lo distinto que será para el negocio? Si bien no quería admitirlo, últimamente estaba preocupada. Casi no había ganancias. Pero ahora… -Probó el bruñido volante de acero, rozó casi con afecto el terso gabinete de roble-. Dejemos de lado los sombreros. Podemos hacer vestidos, ¿no te parece, Violet?

Violet sonrió con cariño a la amiga tan cambiada que tenía delante:

– Sí, podemos. Tan extravagantes como quieran.

De súbito, Agatha se puso seria, y su rostro expresó preocupación:

– Estoy haciendo lo correcto, ¿no?

– ¿Lo correcto?

Realista, Violet apretó los labios y afirmó:

– Ganaste ese dinero, ¿no?

– No sé. ¿Lo gané?

– Sin la menor duda, jovencita. Hiciste un trabajo urgente que ninguna otra persona en el pueblo podría haber hecho. Y lo hiciste con el mejor satén que se puede conseguir. El precio de esa tela tendría que elevarse, ¿no?

– ¿En serio lo crees, Violet?

– Lo sé. Y ahora, ¿piensas pasarte toda la tarde ahí parada, o vas a enhebrar ese aparato y a ponerlo en marcha?

Con ayuda del manual de instrucciones, cargaron la bobina, la metieron en el compartimiento en forma de bala según el diagrama, y colocaron el hilo en la parte de arriba. Cuando enhebraron la aguja y colocaron un trozo de tela bajo el pie, se miraron, expectantes.

– Bueno, aquí va. -Agatha puso los pies en el pedal, dio un impulso y saltó hacia atrás-. ¡Ay! ¡Retrocedió!

Levantó la vista hacia Violet en busca de ayuda, pero ésta se encogió de hombros:

– Yo no sé. Prueba otra vez.

Probó otra vez, pero de nuevo la tela fue hacia atrás. Se levantó de la silla.

– Prueba tú.

Violet la reemplazó y probó con vivacidad el pedal: otra vez la tela retrocedió. Se miraron y rieron.

– Cuarenta y nueve dólares por una máquina de coser que sólo funciona hacia atrás.

Cuanto más reían, más divertido se volvía todo. Al siguiente intento, la máquina dio una puntada para adelante, una atrás, otra adelante. Las dos rieron hasta quedar sin aliento.

Por fin, Agatha exclamó:

– ¡El manual! Leamos el manual.

En un momento dado, comprendieron que para que la máquina marchara en la dirección correcta tenían que darle un impulso al volante. Agatha se sentó, una larga tira de algodón que estaba bajo el pie de la aguja comenzó a avanzar con fluidez. La correa zumbaba suavemente arrastrando el mecanismo. El brazo de la aguja seguía una cadencia rítmica. Casi como si fuese magia, hermosas puntadas regulares y apretadas aparecieron a una velocidad que aturdía. Al pedalear, a Agatha le dolía la cadera pero estaba demasiado entusiasmada para notarlo. Tuvo que esforzarse para cederle el lugar a Violet y dejarle probar la máquina por segunda vez.

– ¿No es milagroso?

Se inclinó sobre el hombro de Violet, mirando cómo la tela azul se movía sin tropiezos, escuchando el maravilloso sonido de la maquinaria bien aceitada que funcionaba a una velocidad increíble.