«¡Oh, Gandy!, -pensó-. ¿Cómo podré agradecértelo?»
A las cinco en punto, Agatha le dio una última caricia a la máquina, le puso encima con cuidado la tapa de madera y cerró la tienda. Al pasar, echó un vistazo a la puerta trasera de la taberna y vio que estaba cerrada, pero oía ruidos dentro. Sin duda, esa noche habría mucho más. Ése sería un mejor momento para hablar con él. Quizá pudiera entrar sin ser vista y hacerle una seña de que fuese al pasillo del fondo un momento.
Abrió la puerta y entró. No había música, pero las voces de los vaqueros creaban un rumor constante. Resonaban risas y tintinear de vasos. Justo enfrente, vio a Dan Loretto en una mesa repleta, dando cartas. El olor rancio de humo y alcohol viejo la detuvo por un momento. Pero apretó las manos y siguió caminando por el corto pasillo buscando a Gandy en el salón principal. En cuanto apareció a la vista, Jack Hogg advirtió su presencia. La mujer le hizo señas con un dedo, y el hombre se secó las manos y acudió de inmediato.
– Caramba, señorita Downing, qué sorpresa.
– Señor Hogg -lo saludó con la cabeza-. Quisiera hablar con el señor Gandy.
– Está en la oficina. Subiendo la escalera, la primera puerta a la derecha.
– Gracias.
Afuera, el aire no era mucho más fresco. El olor de los corrales de ganado ya había llegado al pueblo. El ruido incesante del ganado y el traquetear de los trenes llegaban por el aire de las últimas horas de la tarde mientras subía las escaleras. Al llegar al rellano, dirigió una mirada a la ventana de Gandy, pero el cristal rizado no permitía ver otra cosa que el reflejo del cielo azul claro. La puerta chirrió cuando la abrió y escudriñó el pasillo a oscuras.
¡De modo que ahí era donde se guardaba la jaula dorada durante el día! Sonrió ante el ingenio de Gandy.
Nunca había estado en esa parte del edificio. Había cuatro puertas a la izquierda. Dos a la derecha. Una ventana en el otro extremo del corredor, que daba a la calle. Todo en silencio. Se sintió como una de esas personas que espían por las ventanas… pero no estaba segura. Quizás estuviesen durmiendo tras las puertas en ese momento.
La puerta de la oficina de Gandy estaba cerrada. Golpeó con suavidad.
– ¿Sí?
Hizo girar el picaporte y asomó con timidez. Gandy estaba sentado ante un sencillo escritorio de roble, en una oficina austera. Escribía, inclinado hacia adelante y un cigarro humeaba junto a su codo.
– Hola.
Alzó la vista. Su rostro reflejó sorpresa. Dejó la pluma en el soporte y se respaldó en la silla giratoria.
– Bueno, estoy sorprendido.
– ¿Puedo entrar?
Sólo la cabeza de Agatha asomaba por la puerta. Esa manera de entrar tan infantil era tan poco propia de ella, que Gandy no pudo evitar una sonrisa:
– Por favor.
Se levantó a medias, mientras la mujer entraba y miraba en torno, con curiosidad.
– Así que, aquí es donde hace sus negocios.
Gandy se sentó otra vez, se apartó del escritorio, cruzó un tobillo sobre la rodilla de la otra pierna, y entrelazó los dedos sobre el estómago.
– No será muy elegante, pero cumple sus propósitos.
Agatha recorrió con la mirada los severos paneles de madera, el verde apagado de las paredes, la estufa diminuta, la ventana desnuda que daba a una vista poco interesante del patio trasero y de la pradera, más allá.
– En cierto modo, esperaba encontrarlo en un ambiente más lujoso.
– ¿Por qué?
– Oh, no sé. Quizá por el modo en que se viste. Esos chalecos de colores brillantes.
Ese día, era verde intenso. La corbata de cordón estaba floja, el botón del cuello desabrochado y las mangas de la camisa enrolladas. La chaqueta negra colgaba del respaldo de la silla. Eran las cinco de la tarde y necesitaba una afeitada. Se tomó un momento para apreciar ese semidescuido. ¡Por todos los cielos, era un hombre apuesto!
– Es curioso, creí que no lo había notado.
Lo miró de frente.
– Trabajo con vestimenta, señor Gandy. Noto todo lo relacionado con ella.
Siguió observando la habitación: la caja de seguridad, el perchero… ¿una puerta abierta? Fijó la vista en ella, curiosa. Ahí, en la sala, estaba el ambiente lujoso que esperaba. Y sobre un sofá había una bata de mujer de color verde turquesa.
Gandy la observó, divertido por el interés que mostraba, de pronto, hacia su sala de estar y el dormitorio que había más allá. Desde atrás, la examinó con mirada más crítica que antes. El elegante drapeado trasero del vestido de tafeta granate. La agradable «curva griega» que le daba el corsé invisible a la zona lumbar. La redondez atractiva del busto, los hombros estrechos, el cabello pulcro, los brazos graciosos acentuados por las mangas muy apretadas y el alto cuello clerical. Vestía con gusto magnífico ropa de suave elegancia. Siempre correcta.
Pero ese día había algo diferente que él no podía precisar.
Agatha comprendió su error después de haber observado demasiado tiempo el apartamento privado de Gandy. Se dio la vuelta y lo sorprendió contemplándola.
– Lo… lo siento.
– No hay problema. Creo que es un poco más espacioso que el de usted.
– Sí, bastante.
– Siéntese, señorita Downing.
– Gracias.
– ¿Qué puedo hacer por usted?
– Creo que ya lo hizo.
Gandy alzó una ceja y se le formó un hoyuelo en la mejilla.
– ¿Sí?
– Usted vio la propaganda de la máquina de coser en mi taller, ¿no es así?
– ¿Sí?
– No me eluda, señor Gandy. Usted la vio y me leyó la mente.
El hombre rió entre dientes.
– Sin rodeos, señorita Downing.
– Abajo hay una máquina de coser flamante, con patente de Isaac Singer, y en el sobre del embalaje dice que ya está pagada.
La sonrisa se hizo descarada.
– Felicidades.
– No se haga el tonto. Vine a agradecerle que se haya ocupado de encargarla y a pagarle lo que le debo.
– ¿Acaso dije que me debiera algo?
Agatha sacó cinco monedas de oro y las apiló en una esquina del escritorio.
– Creo que la cantidad correcta es de cincuenta dólares, ¿no?
– Lo olvidé.
Por más que intentó ser severa, los ojos le chispeaban demasiado y los labios se negaron a obedecerle.
– Si cree que voy a aceptar una máquina tan costosa del dueño de una taberna, está… ¿Cómo dijo Joe Jessup?…Tiene un tornillo flojo, señor Gandy.
El hombre rió y echando la silla atrás, entrelazó los dedos tras la cabeza.
– Pero es un soborno.
La carcajada de Agatha los sorprendió a los dos y rieron juntos. Gandy advirtió el cambio en el rostro de la mujer: ¡eso era lo diferente en este día! No era el peinado ni la vestimenta: era el estado de ánimo. Por una vez, era feliz y eso la transformaba. La chata polilla gris se había convertido en una brillante mariposa.
– ¿Lo admite?
Sonriendo con amabilidad, se encogió de hombros, con los codos en el aire.
– ¿Por qué no? Ambos sabemos que es verdad.
Ese sujeto era un enigma. Deshonesto y sincero al mismo tiempo. Cada vez le resultaba más difícil contemplarlo con racionalidad.
– ¿Y qué espera ganar con eso?
– Para empezar, tres brillantes vestidos rojos de cancán.
La inquietante conciencia de la pose masculina la golpeó como un puñetazo en el estómago. El color más pálido de las muñecas y los antebrazos, los tendones tensos de las manos entrelazadas bajo la cabeza, las arrugas en las sisas de la camisa blanca, la bota negra apoyada al descuido sobre la rodilla, el humo que ascendía desde el cenicero que estaba entre los dos.
– Ah -canturreó Agatha, perspicaz-, tres vestidos de cancán. -Levantó una ceja-. ¿Y después?
– ¿Quién sabe?
Abandonó el juego y se puso seria:
– Estoy comprometida con mi trabajo por la templanza. Lo sabe, ¿verdad?
Bajó los brazos y la contempló en silencio varios segundos.
– Sí, lo sé.
– No hay soborno que pueda hacerme cambiar de opinión.
– No pensé que pudiera.
– Mañana por la noche, cuando lleguen sus parroquianos, estaremos abajo repartiendo panfletos que hemos hecho imprimir, y haciendo circular relatos sobre los azares del destino con que usted comercia.
– En ese caso, tendré que pensar en una nueva forma de atraer clientes, ¿no?
– Sí, supongo que sí.
– No la vi por unos días.
– Estuve atareada. Le escribí una carta a la Primera Dama, agradeciéndole que se haya establecido la Ley Seca en la Casa Blanca.
– ¿La vieja Lucy Limonada?
Agatha estalló en carcajadas, y trató de contenerse con un dedo.
– Qué irrespetuoso, señor Gandy.
Medio país llamaba así a la Primera dama, pero nunca le había parecido tan gracioso.
– Yo y muchos más. La mantiene más seca que el gran Sahara.
– Como sea, le escribí, pues The Temperance Bannemos insta a los miembros a hacerlo. También le escribí al gobernador St. John.
– ¡A St. John! -No se mostró tan despreocupado ante esa novedad. Los rumores acerca del proyecto de enmienda a la Constitución estatal ponían muy nerviosos a los propietarios de bares de Kansas-. Caramba, caramba. Qué activas, ¿no?
Observándola, tomó el cigarro y dio una honda calada. El humo se elevó entre los dos antes de que se diera cuenta de lo que hacía.
– Oh, perdóneme. Olvidé que usted odia estas cosas, ¿no es cierto?
– Después de la máquina de coser, ¿cree que puedo negarle el placer, más todavía teniendo en cuenta que estamos en su territorio?
Gandy se levantó, fue a la ventana con el cigarro entre los dientes y subió el bastidor de la ventana. Agatha observó cómo el chaleco de satén se tensaba en la espalda y se preguntó quién de los dos ganaría a la larga. Scott permaneció mirando afuera, fumando y preguntándose lo mismo. Después de unos momentos, apoyo una bota en el alféizar, un codo sobre la rodilla y se dio la vuelta para mirarla sobre el hombro.
– Usted es distinta de lo que me imaginé al principio.
– Usted también.
– Está… esta guerra en la que estamos enzarzados, le parece divertida, ¿no?
– Quizás, en cierto modo. Nada resulta como lo imaginé. Es decir, ¿qué general le revela sus planes de batalla al enemigo?
Agatha sonrió y su rostro se convirtió en el semblante joven y hermoso que Violet había comentado antes. Los ojos claros se suavizaron. La austeridad se esfumó.
– Cuénteme, ¿qué nombre le puso el señor Potts a su «Dama del Óleo»?
– Me extraña que no lo haya oído la otra noche, cuando entró con sus huestes invasoras.
Otra vez, la hizo reír.
– Sólo éramos cuatro.
– ¿Nada más?
– Además, ¿cómo podíamos oír nada con ese barullo?
– El nombre completo es Dierdre en el Jardín de las Delicias, pero los hombres le pusieron de sobrenombre Delicia.
– Delicia. Ah… Estoy segura de que la señora Potts está encantada de que su esposo haya ganado el concurso. La próxima vez que la vea debo recordar felicitarla.
Gandy respondió con una carcajada franca.
– Ah, señorita Downing, usted es una digna rival. Debo confesarle que he llegado a admirarla. Por otra parte, la otra noche no duró mucho en la taberna.
– Nos superaron.
– Qué contrariedad -dijo, chasqueando la lengua y moviendo la cabeza lentamente.
La mujer resolvió que era hora de dejar de jugar al gato y al ratón.
– Usted es mi enemigo -afirmó con calma-. Y cualquiera sea mi opinión personal sobre usted, y cómo está cambiando lentamente, nunca debo perder de vista ese hecho.
– ¿Por qué vendo alcohol?
– Entre otras cosas.
Era difícil creer esas otras cosas al verlo reclinado en el alféizar de ese modo, desbordando encanto, buen humor y atractivo masculino. Pero entendía con toda claridad con cuánta desvergüenza aprovechaba ese encanto, ese humor y ese atractivo para desviarla de sus buenas intenciones.
– ¿Qué más?
El corazón le latió con excesiva fuerza y no se detuvo a medir la prudencia ni las consecuencias de lo que iba a decir:
– Dígame, señor Gandy, ¿fue usted el que clavó una nota amenazadora en mi puerta, la otra noche?
El buen humor desapareció del semblante de Gandy. Se le crispó la frente y el pie golpeó el piso.
– ¿Qué?
El corazón de Agatha latió con más fuerza aún.
– ¿Fue usted?
– ¿Cómo diablos puede preguntar una cosa así? -preguntó, enfadado.
Los latidos se intensificaron más. Pero se puso de pie, sacó la pluma del soporte y se la extendió:
– Por favor, ¿puede hacer una cosa? ¿Puede escribir las palabras bueno, quedarse y qué en un papel, en letras mayúsculas, ante mi vista?
Ceñudo, el hombre miró la pluma y luego a la mujer. Metió el cigarro entre los dientes y le arrebató la pluma. Flexionando la cintura, trazó las letras en un trozo de papel. Cuando se irguió, miró en los ojos de Agatha sin hablar. No le tendió el papel ni retrocedió, y se quedó tan cerca del escritorio que Agatha tuvo que apartarlo para mirar.
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