– Permiso.
Casi chocó con él, que se mantuvo firme en su sitio.
– No abuse de su suerte -le advirtió entre dientes, encima de la oreja.
Agatha levantó el papel y retrocedió. El humo del cigarro le quemaba las fosas nasales mientras observaba la escritura.
– ¿Satisfecha?
El alivio le hizo cerrar los párpados y exhalar levemente por la nariz. Gandy permaneció ante ella, bullendo de cólera. ¿Qué diablos quería esa mujer de él?
Agatha abrió los ojos y lo enfrentó.
– Lo lamento. Tenía que estar segura.
– ¿Y lo está? -le espetó.
Aunque se ruborizó, se mantuvo firme:
– Sí.
El hombre giró hacia el escritorio, apagó el cigarro con dos movimientos coléricos de la muñeca y se abstuvo de mirarla otra vez.
– Si me disculpa, tengo mucho que hacer. Estaba encargando un lote de ron cuando me interrumpió.
Se sentó y comenzó a escribir de nuevo.
El corazón traidor le desbordó de remordimientos:
– Ya le dije que lo lamentaba, señor Gandy.
– Buenos días, señorita Downing.
Con el rostro ardiendo, se dio la vuelta y arrastró los pies hacia la puerta, la abrió y se detuvo, de espaldas a él.
– Gracias por la máquina de coser -dijo en voz queda.
Gandy alzó la cabeza con brusquedad y miró fijo la espalda. ¡Maldita arpía! ¿Qué tenía, que se le había metido bajo la piel? Agatha dio otro paso hacia la puerta hasta que un ladrido del hombre la detuvo.
– ¡Agatha!
No creyó que recordara el nombre. ¿Qué importaba si lo recordaba?
– Quisiera ver la nota, si aún la tiene.
– ¿Por qué?
El semblante se crispó todavía más.
– No sé por qué diablos me siento responsable por usted, pero así es, ¡maldición!
Si no toleraba los juramentos, ¿por qué no lo regañaba por eso?
– Yo puedo cuidarme sola, señor Gandy -afirmó, y cerró la puerta al salir.
El hombre se quedó mirándola fijo, mientras oía abrirse y cerrarse la puerta de afuera. Con una violenta maldición, arrojó la pluma, que dejó una mancha de tinta en la orden que estaba escribiendo. Lanzó otra maldición, desgarró el papel en dos y lo tiró. Encerró un puño en el otro, los apretó contra el mentón y miró ceñudo la pared de la oficina hasta que los pasos que se arrastraban al fin dejaron de entrar por la ventana abierta.
Capítulo 7
Las damas de la U.M.C.T. aprendieron una canción nueva. La noche siguiente, la cantaban con creciente entusiasmo en cuatro tabernas.
¿Quién tiene pena? ¿Quién tiene dolores?
Los que no se atreven a decir no.
Los que se dejan llevar al pecado.
Y se regodean en el vino.
Entregaban panfletos a los hombres y seguían solicitando firmas para los compromisos. Para sorpresa de todos, Evelyn Sowers se adelantó varias veces y se interpuso con audacia ante los concurrentes a las tabernas. Con sus ojos intensos y su gesticulación un tanto dramática, desplegaba un asombroso talento oratorio que nadie conocía.
– Hermano, ocúpate ahora de tu futuro. -Se acercaba a un vaquero desprevenido que casi no tenía edad para afeitarse-. ¿No sabes que Satán adopta la forma de una botella de licor? Ten cuidado de que no te engañe y te haga creer otra cosa. ¿Pensaste en mañana… y en todos los otros mañana, cuando empiecen a temblarte las manos y tu esposa y tus hijos sufran sin…?
– Señora, no tengo esposa ni hijos -la interrumpió el joven.
Con ojos inquietos, rodeó a Evelyn como si fuese una cascabel enroscada. Cuando se encaminaba a la puerta, Evelyn cayó de rodillas y alzó las manos, suplicante.
– ¡Se lo ruego, joven, no entre en ese refugio de machos! ¡El tabernero es el destructor de las almas de los hombres!
El muchacho de rostro brillante miró sobre el hombro y se escabulló dentro con una expresión que demostraba más temor por Evelyn que por los peligros que podrían aguardarlo tras las puertas de la taberna.
Otros cuatro vaqueros se acercaban por la acera vestidos a la última moda, las espuelas brillantes, las monedas tintineando. Evelyn intentó detenerlos apelando a sus emociones.
– ¿Reconocen ustedes el mal en el vil brebaje que vienen a consumir aquí? Arrebata a los hombres las facultades, el honor y la salud. Antes de que entren por esa puerta…
Pero ya habían entrado, y miraban a Evelyn con el mismo temor que el joven vaquero de antes.
Al parecer, Evelyn había hallado su verdadera vocación. El resto de la noche, mientras las señoras iban pasando por las cuatro tabernas, ella se abrazaba al recién descubierto ministerio con creciente fervor.
– ¡Abstinencia es virtud; indulgencia es pecado! -gritaba, sobreponiéndose al ruido del Lucky Horseshoe Saloon. Y como no pudo, condujo sus tropas al interior, fue directamente hasta Jeff Didier, y afirmó-: Hemos venido en misión moralizadora, a despertar su conciencia.
Cuando sacó un compromiso de abstinencia y le exigió a Didier que lo firmase, el tabernero de rostro colorado respondió sirviéndose un trago doble de centeno y tragándolo ante los ojos de Evelyn.
Agatha no comulgaba con la exageración histriónica de Evelyn, pero la mujer había tenido éxito con dos clientes de Jim Starr, que se avergonzaron y le firmaron el papel. Este éxito impulsó a cuatro «hermanas» a arrodillarse junto con ella y a cantar a voz en cuello. Agatha lo intentó, pero se sintió como una tonta, arrodillada en la taberna. Por suerte, tras unos minutos de sufrir dolor, de rodillas en el piso duro de la taberna, tuvo que levantarse otra vez.
En el The Alamo Saloon, Jack Butler y Floyd Anderson se avergonzaron tanto al ver a sus respectivas esposas con la fanática Evelyn que se escabulleron por la puerta y desaparecieron. Animada por otra victoria, Evelyn se volvió más audaz en el hablar y en los gestos.
Cuando el contingente de la U.M.C.T. llegó a la Gilded Cage, el local estaba muy concurrido, y Evelyn, muy enfervorizada. Se abrió paso a codazos entre los hombres amontonados, alzó las manos y vociferó:
– ¡Este ejército de ebrios caerá girando en el infierno!
Las danzas y cantos se interrumpieron, Ivory se dio la vuelta desde su puesto en el piano, las partidas de naipes se detuvieron. Evelyn estaba enloquecida. Los ojos llameaban de fervor desusado; aporreó con los puños varias mesas.
– ¡Vete a casa, Miles Wendt! ¡Vete a casa, Wilton Spivey! ¡Vete a casa, Tom Ruggles! ¡Vayanse todos a sus hogares, con sus familias, infelices pecadores!
Evelyn arrebató una jarra de cerveza y la sostuvo sobre los pies de Ruggles.
– ¡Eh, mírenla!
El hombre se levantó de la silla.
– ¡Bazofia! ¡Nuez vómica! ¡Esto no lo bebería ni un cerdo!
A Agatha le ardió la cara. Los miembros de la U.M.C.T. se enorgullecían de la no violencia y la gracia. Alzó la vista, se topó con la mirada de Gandy y se apresuró a desviarla, para encontrarse con otros tres pares de ojos atribulados: los de Jubilee, Pearl y Ruby.
En medio del súbito silencio, Gandy habló con su habitual savoir vivre:
– Bienvenidas, señoras.
Estaba de pie detrás de la barra, sin sombrero, vestido totalmente de negro y blanco.
Evelyn se volvió con brusquedad hacia él.
– ¡Ah, el aliado de Lucifer, empapado de ron! ¡El traficante de licores ardientes! Ruego al Señor que lo perdone por causar negligencia y bestialidad en los hogares de familias inocentes, señor Gandy.
Dos vaqueros que se habían hartado, se levantaron y se encaminaron hacia la puerta.
Gandy ignoró la perorata de Evelyn.
– Todavía están a tiempo. -Alzando la voz, gritó-: ¡La casa invita a beber!
Los vaqueros giraron sobre sus talones. Se alzó un clamor que casi ensordeció a Agatha. Con los gritos resonándole en los oídos, miró otra vez a Gandy. Quizá los otros no supieran qué había tras esa superficie encantadora, lo vio sonreír muchas veces para no reconocer la ausencia de alegría en la expresión de ese momento. Los ojos la punzaron como trozos de hielo. Ya no estaba el brillo divertido que se había acostumbrado a esperar. Lo que pasaba por una sonrisa era, en realidad, un desnudar de los dientes.
Mientras las miradas se encontraban, Gandy encontró el cuello de una botella, llenó un vaso con el líquido ambarino, y lo levantó.
«¡No, Gandy, no!»
Le hizo un gesto de saludo tan leve que nadie más lo advirtió. Después, echó atrás la cabeza y convirtió el saludo en un insulto.
Nunca hasta entonces lo había visto beber. Le dolió.
Se volvió para alejarse, sintiéndose vacía sin saber por qué. Alrededor, los hombres empujaban para llegar a la barra y levantaban las copas, reclamando los tragos gratis. Tras ella, el piano y el banjo reanudaron la música. Jubilee y las Gemas arrancaron a coro con «Champagne, Charlie», que terminaba con el verso: «Ven conmigo a la parranda». En mitad del jolgorio, Evelyn, de rodillas, oraba por los depravados. Con las manos cruzadas sobre el pecho y los ojos en blanco, parecía una persona mordida por un perro rabioso. En la mesa de lotería, los hombres se burlaban. Desde la pared, Delicia sonreía con benevolencia al caos.
Tenía que haber una forma mejor.
Agatha les hizo señas a las otras de que la siguieran a la puerta, pero sólo Addie Anderson y Minnie Butler le hicieron caso. Cuando llegaron a la salida, se volvió para echar una última mirada, y los ojos de obsidiana de Gandy la flecharon. Giró con brusquedad y salió empujando las puertas vaivén.
Fue entonces cuando conoció a Willy Collinson.
Había estado en cuclillas, espiando debajo de la puerta persiana hacia la taberna cuando la puerta lo golpeó en la frente y lo hizo rodar como una pelota de bolos.
– ¡Aaaay! -chilló, sosteniéndose la cabeza y gimiendo-. ¡Aaaay!
Agatha se acuclilló para ayudarlo, y Addie y Minnie se inclinaron, lanzando exclamaciones de preocupación.
– Yo me ocuparé de él. Ustedes vuelvan a casa con sus esposos.
Cuando se fueron, Agatha hizo levantar al niño. De pie, tenía la misma altura que ella arrodillada.
– Dios mío, chico, ¿qué estabas haciendo tan cerca de la puerta? ¿Estás bien?
– Mi c… cabeza -lloriqueó-. Me g… golpeaste la c… cabeza. ¡Aaay! ¡Me duele!
– Perdóname. -Trató de ver cuan grave era el daño, pero el niño se agarró la cabeza y la apartó-. Déjame ver.
– Nooo. Qui… quiero a mi p… papá.
– Bueno, como tu papá no está aquí, ¿por qué no me dejas a mí, a ver si puedo curarte?
– Déjame tranquilo.
A pesar de la obstinación del niño, le apartó las manos y lo hizo girar hacia la luz tenue que provenía de la taberna. El cabello rubio podría haber estado un poco más limpio. El mono estaba manchado y era demasiado corto. Le corría un chorro de sangre por la frente.
– ¡Cielos, chico, estás sangrando! Ven, que te lavaré.
Se incorporó, pero el niño se soltó de un tirón.
– ¡No!
– Pero vivo ahí al lado, ¿ves? Ésa es mi tienda de sombreros, y mi apartamento está encima. Podría curarte la cabeza enseguida.
– Mi papá dice que no tengo que irme con desconocidos.
Agatha dejó las manos a los lados. El pequeño estaba un poco más tranquilo.
– ¿Qué te dice con respecto a las emergencias?
– No sé lo que son.
– Que te golpee una puerta en la cabeza… eso es una emergencia. En serio. Hay que lavarte la frente y ponerte un poco de iodo.
Willy retrocedió y los ojos se le pusieron redondos como castañas.
– Ten cuidado. Alguien podría salir y golpearte otra vez. Ven. -Le ofreció la mano en gesto práctico-. Por lo menos, apártate de la puerta mientras hablamos.
En lugar de obedecerle, se arrodilló y espió por abajo.
– ¡Eres muy pequeño para espiar por ahí!
– Tengo que encontrar a papi.
– Así no lo encontrarás. -Lo puso de pie sin demasiada gentileza y el niño empezó a moquear otra vez-. Ahí hay cosas que un chico de tu edad no tiene que ver. ¿Cuántos años tienes?
– ¡Qué te importa! -le contestó, desafiante.
– Bueno, pues me importa, jovencito. Te llevaré derecho a casa, con tu madre, y le diré qué te encontré haciendo.
– No tengo madre. Se murió.
Por segunda vez en la noche, el corazón de Agatha se estrujó.
– Oh -dijo con suavidad-, lo… lo lamento. No sabía. En ese caso, tenemos que encontrar a tu padre, ¿no es cierto?
Willy apoyó la barbilla en el pecho.
– No volvió a casa del trabajo. -Empezó a temblarle el mentón y se frotó un ojo con los nudillos sucios-. Dijo que esta noche iría a casa… p… pero… n… no fue.
Le tembló la voz y Agatha se sintió arrasada por la pena. Acarició con torpeza el cabello rubio. Había tenido tan pocas oportunidades de estar con niños, que no sabía cómo hablarle a uno de… ¿cinco años? ¿Seis? Fuera cual fuese la edad, no era lo bastante mayor para estar vagabundeando por la calle de noche. Tendría que estar metido en la cama tibia, después de una cena caliente.
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