– Si me dices tu apellido -lo instó con suavidad-, trataré de encontrarlo.
Sin dejar de frotarse los ojos, alzó la vista inseguro, mostrando sus enormes ojos brillantes, la nariz arrugada y la boca trémula. Lo vio luchar contra la indecisión.
– En verdad, soy una señora muy buena. -Le dirigió una sonrisa bondadosa-. No tengo hijos propios, pero si los tuviese nunca los golpearía con puertas vaivén. -Ladeó la cabeza-. Por fortuna, rodaste como un erizo.
El pequeño trató de contener la risa, pero no pudo, y le salió como un resoplido.
– Eso está mejor. ¿Me obligarás a adivinar tu nombre?
– Willy.
– ¿Willy, qué?
– Collinson.
De golpe, entendió. «Tómalo con calma Gussie. Ahora, no pierdas su confianza».
– Bueno, Willy Collinson, si te sientas en ese escalón, yo entraré y veré si encuentro a tu padre y le digo que estás esperándolo para volver a casa. ¿Qué te parece?
– ¿Eso haría? Se pone furioso cuando lo persigo.
– Claro que sí. Tú siéntate aquí y yo volveré enseguida.
Se detuvo ante las puertas y miró por encima el jolgorio de ahí dentro. Evelyn se había ido. Tras la barra, Gandy y Jack Hogg servían bebidas. Jubilee y las chicas circulaban conversando con los clientes. En el rincón cercano, Dan Loretto repartía suerte en el blackjack. Agatha entró y se abrió paso entre el gentío buscando a Collinson, sin encontrarlo. Trató de recordar si lo había visto antes, pero no pudo. Al pasar junto a una mesa redonda llena de hombres, sintió una mano que le rozaba el muslo. Otra, le apretó el brazo. Se soltó de un tirón, asustada, y avanzó hacia la barra. Gandy reía de algo que había dicho un cliente, y miraba el whisky ambarino que estaba sirviendo en un vaso medidor.
– Señor Gandy.
Alzó la cabeza con brusquedad, y la risa se esfumó.
– Pensé que se había ido.
– Estoy buscando al señor Collinson. ¿Está aquí?
– ¿Alvis Collinson?
– Sí.
– ¿Para qué lo quiere?
– ¿Está aquí?
– Usted vive en Proffitt hace más tiempo que yo. Búsquelo.
Tenía la mandíbula tensa y la mirada dura y desafiante.
Alguien la empujó de atrás. Perdió el equilibrio y se aferró de un hombro cubierto de cuero para no caer.
– Eh, ¿qué es esto? -El vaquero se dio la vuelta con lasitud, le rodeó las caderas con un brazo y la apretó contra el costado. Cuando se inclinó, el aliento hedía-. ¿Dónde estabas escondida, pequeña dama?
Lo empujó, haciendo fuerza para apartarse.
– Suéltala, compañero -ordenó Gandy.
El desconocido pasó una mano por el torso de Agatha, apretándola.
– No quiero soltarla, me gusta.
Gandy pasó encima de la barra con tal velocidad que tiró dos vasos al suelo.
– Dije que la sueltes. -Apartó la mano del hombre del cuerpo de Agatha y la echó atrás-. No es una de las chicas.
– Está bien, está bien. -El hombre alzó las palmas como si Gandy hubiera sacado una pistola-. Si era de tu propiedad, tendrías que haberlo dicho, amigo.
En la mejilla de Gandy se contrajo un músculo. A Agatha le tembló el estómago y parpadeó, con la vista baja.
Gandy tomó un Stetson color hueso de encima de la barra y lo empujó contra el vientre del vaquero.
– La calle está repleta de prostíbulos, si eso es lo que estás buscando. ¡Ahora, vete!
– ¡Jesús, hombre, qué susceptible!
– En efecto. Dirijo una taberna decente.
El vaquero se encasquetó el sombrero, se embolsó el cambio y lanzó a Agatha una mirada rabiosa. Ella sintió que otros ojos la escudriñaban desde todas direcciones y se dio la vuelta para que Gandy no pudiese ver las lágrimas de mortificación.
– Agatha.
Irguió los hombros.
– ¿Para qué quiere a Collinson?
Lo miró.
– Afuera está su hijo esperándolo para volver a la casa.
Por un instante, la resolución de Gandy vaciló. En la frente le sobresalía una vena y tenía los ojos clavados en Agatha. Indicó con la cabeza una mesa en un rincón, al fondo.
– Collinson está ahí.
Se volvió.
Gandy la retuvo por el codo. Agatha lo miró en los ojos de expresión disgustada:
– No lo irrite. Tiene el temperamento de un jabalí salvaje.
– Ya lo sé.
La soltó. Pero no la perdió de vista mientras se abría paso entre la muchedumbre, pasaba junto a una sorprendida Ruby, que la detenía para decirle algo. Asintió, tocó la mano de Ruby y siguió. Collinson alzó la vista, sorprendido, cuando se detuvo junto a él. La escuchó, dirigió una mirada hacia la puerta, frunció el entrecejo y tiró las cartas, colérico. La apartó con brutalidad cuando se levantó de la silla. Al ver que se tambaleaba, Gandy dio un paso hacia ella, pero vio que recuperaba el equilibrio contra el costado de la mesa, y se relajó. Collinson se abrió paso a codazos entre la gente, y dejó que Agatha lo siguiera.
Cuando Agatha se encaminó a la puerta, Gandy hizo lo mismo: no confiaba en Collinson.
Afuera, el hijo de perra apaleaba al niño.
– ¿Cómo se te ocurre venir aquí, si te dije que no te acercaras a la taberna?
Levantó al niño de un tirón en el brazo. Agatha, las manos sobre los bordes de las puertas, estiró el cuerpo hacia el niño, tensa y vacilante. Silencioso, Gandy se paró detrás y le aferró el hombro. La mujer giró la cabeza. Sin una palabra, el hombre se puso delante y abrió camino hacia la acera, al mismo tiempo que sacaba un cigarro.
– ¿Ganaste esta noche, Collinson? -preguntó, en tono burlón.
Encendió el cigarro con calma engañosa.
– Iba ganando, hasta que1 esta arpía vino a fastidiarme para que volviera a mi casa.
– ¿Quién es éste? Hola, hijo. Es un poco tarde para que estés en la calle, ¿no?
– Vine a buscar a papi.
– Muchacho, te dije que iría a casa cuando estuviese listo. Dejé una mano estupenda en la mesa. ¿Cómo es que no estás en casa de la tía Hattie?
– No es mi tía, y no me gusta su casa.
– Entonces, vete a casa, a la cama.
– Tampoco me gusta estar ahí. Me da miedo estar solo.
– Ya te dije, muchacho, que esas son estupideces. Es de gallinas tener miedo de la oscuridad.
Gandy se adelantó y le habló al pequeño.
– Oh, no sé. Recuerdo que, cuando era niño, solía creer que oía voces a mi espalda, en la oscuridad.
– ¡No te metas, Gandy!
Los dos se enfrentaron, nariz con nariz, en las sombras densas. El pequeño los miraba. Agatha se puso junto a él y le apoyó la mano en el hombro.
– Lleva al chico a casa, Collinson -le aconsejó Gandy, en voz baja.
– No, mientras esté ganando.
– Yo cubriré tu apuesta. Llévalo.
Gandy tomó a Collinson del brazo.
El otro, más corpulento, se soltó y lo empujó hacia atrás.
– Yo cubro mis propias apuestas, Gandy. ¡Y el mocoso no me fastidia cuando estoy divirtiéndome! -Dio un paso, amenazante, hacia Willy-. ¿Escuchaste eso, chico?
Willy se acurrucó contra la falda de Agatha.
Gandy respondió por él.
– Lo escuchó, Collinson. Entra de nuevo. Disfruta de la partida.
– Maldito si lo haré. -Apartó a Willy de Agatha y lo impulsó hacia la calle-. Ya, deja de moquear y vete a casa, que ese es tu lugar.
Le dio un empellón que lo hizo tambalearse escalones abajo.
Willy corrió un trecho y se volvió hacia el padre. Agatha lo oyó sollozar quedamente.
Collinson giró con brusquedad y se precipitó dentro, murmurando:
– Maldito chico, que me va a dar un ataque al hígado…
Willy se dio la vuelta y corrió.
– ¡Willy, espera! -Agatha bajó con esfuerzo los tres escalones, pero no podía correr. Renqueó tras él pero no alcanzó a llegar más que hasta el travesaño para amarrar a los caballos, y desistió-. ¡Willy!
El grito angustiado se mezcló con el estrépito que salía de la taberna, mientras se agarraba la cadera dolorida.
Gandy la vio esforzarse, y oyó al niño correr llorando en la oscuridad.
Agatha se dio la vuelta y rogó:
– ¡Haga algo, Gandy!
En ese instante, empezó a entender con claridad qué quería de él esa mujer, y no quiso saber nada. Pero respondió a su propio corazón oprimido.
– ¡Willy!
Tiró el cigarro, salió a la calle y se puso a correr con el corazón agitado. Un pequeño de cinco años no era rival para las piernas largas de Gandy. Alcanzó a Willy en menos de doce zancadas y, sacándolo del medio de la calle, lo atrapó en los brazos.
El chico se abrazó a Gandy y metió la cara en el hueco del cuello.
– Willy. No llores… eh, eh… está bien.
Gandy no tenía experiencia en consolar niños y se sentía torpe y asustado. El chico no pesaba casi nada, pero los brazos flacos se le aferraban al cuello como si él fuese el padre. Tragó saliva un par de veces, pero el nudo en la garganta no se deshacía. Llevó a Willy con Agatha y se detuvo ante ella, sintiéndose fuera de lugar.
La mujer acarició la espalda estremecida de Willy, la frotó para tranquilizarlo.
– ¡Shh! ¡Shh! -El tono era suave y tranquilizador-. No estás solo, pequeño.
Le acarició el remolino de la coronilla. La mano de Gandy se extendió sobre la camisa arrugada del pequeño, el torso flaco que se sacudía al ritmo de los sollozos. La de Agatha, bajó. Los dedos de ambos se rozaron un instante. Entonces, pasó una corriente de buenas intenciones y entre los dos tuvieron que contener las ganas de enlazar los dedos y unir esfuerzos para ayudar al niño. Se dieron la vuelta y se sentaron juntos uno al lado del otro, con Willy en el regazo de Gandy.
– Willy, no llores más.
Sin embargo, no podía detenerse. Se acurrucó sobre Gandy, que miró a Agatha, impotente, sobre la cabeza rubia. Vio el brillo de las lágrimas en los ojos de la mujer y frotó el brazo delgado de Willy.
– Lo llevaría yo misma si pudiera, pero… -En la breve pausa, él recordó los lastimosos esfuerzos de ella por correr tras el niño-. ¿Podría cargarlo hasta mi casa?
Asintió.
Pasaron por la sombrerería oscurecida, salieron por la puerta trasera y subieron la escalera. A Gandy nunca le había llevado tanto tiempo subir. Con Willy en brazos, acomodándose al paso de Agatha, la vio subir con dificultad, aferrándose con fuerza a la baranda. Entretanto, se sorprendió recordando su juventud en Waverley: sano, fuerte y rodeado de todo el amor y la seguridad que un niño necesitaba para crecer feliz. En el rellano, Agatha abrió la puerta y entró primera, en una oscuridad total.
– Espere aquí. Encenderé una lámpara.
Gandy se quedó quieto, escuchando los pasos de Agatha arrastrándose y a Willy que lloraba contra su cuello.
Una lámpara se encendió en mitad de un cuarto de las proporciones de una caja de fósforos. Gandy casi no tuvo tiempo de formarse una idea cuando volvió a hablar.
– Tráigalo aquí.
Apoyó al niño en la mesa plegadiza más diminuta que hubiese visto.
– Si le pido otro favor, será el último. -Le alcanzó un balde esmaltado de blanco-. ¿Podría llenar esto, por favor?
Corrió escaleras abajo y llenó el balde con agua del barril que estaba bajo los escalones. Cuando subía otra vez con el cubo pesado, pensó en Agatha en lugar de pensar en el chico. Si le resultaba difícil subir con las manos vacías, ¿cómo se las arreglaría con un cubo de agua?
Cuando volvió, Willy estaba más tranquilo. Los dos conversaban en voz baja. Apoyó el balde en un banco bajo, junto al fregadero seco y cuando se volvió vio que Agatha enjugaba los párpados inferiores del pequeño con los pulgares. Gandy se acercó y contempló la cabeza rubia y los hombros angostos. La suciedad de Willy era innegable. El pelo, la ropa, las uñas, el cuello, a todo le hacía falta más que un balde de agua fría. Los ojos de Gandy se toparon con los de Agatha y comprendió que estaba pensando lo mismo.
– Ahora, nos ocuparemos de ese golpe en tu cabeza.
Se dio la vuelta y agarró un trapo de un toallero que estaba en la pared, lo echó sobre el hombro y volcó un poco de agua en la palangana. El agua chapoteó casi hasta el borde cuando la llevó hasta la mesa. Gandy se quedó ahí, de pie, sintiéndose demasiado grande e inútil, al verla sumergir el paño, estrujarlo y aplicarlo a la frente de Willy.
El niño se echó atrás, gimiendo.
– Ya sé que duele. Tendré cuidado.
Gandy se apoyó colocando una palma sobre la mesa, junto a Willy, y le habló:
– Me acuerdo de una vez, cuando yo tenía más o menos tu edad, tal vez un poco más. Donde yo vivía había un río. El Tombigbee, se llamaba. Mi amigo y yo solíamos nadar ahí en el verano. Era en la zona del Mississippi, y ahí hace mucho calor en mitad del verano. -Acentuó «mi», en «mitad», cosa que hizo alzar la vista y sonreír a Agatha-. De hecho, hace tanto calor que a veces ni nos deteníamos a quitarnos los pantalones. Nos tirábamos con ropa y todo. En la época de la que hablo, Cleavon y yo… -Dirigiéndose a Agatha, le aclaró-: Cleavón es el verdadero nombre de Ivory. -Volvió la atención al niño-. Bueno, el caso es que Cleavon y yo corríamos hacia el río a toda velocidad. Nos tiramos de cabeza al agua y yo me golpeé contra una roca y me hice un huevo de ganso en la frente del tamaño de tu puño. Tienes puño, ¿no es cierto?
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