Orgulloso, Willy mostró un puño diminuto. Ya no se resistía a la cura y estaba quieto, fascinado. Con el rabillo del ojo, Gandy la vio tomar el frasco de iodo y reanudó el relato.

– Además, me quedé desmayado como una almeja. Mi amigo Cleavon me sacó del agua y fue gritando a pedir ayuda. Mi padre fue hasta el río y me cargó hasta la casa. Teníamos a esa vieja dictadora llamada Leatrice… -Agatha sonrió al oír el nombre: Li-a-tris-. Era negra como la bola ocho del billar, y más o menos de la misma forma, pero mucho, mucho más grande. Leatrice me regañó. Me dijo que no tenía un ápice de sentido común.

»Te digo, Willy, que yó me creía más astuto que ella. -Agatha le aplicó el iodo, y Willy apenas se encogió-. A fin de cuentas, yo era el que iba a nadar al río en verano, cuando hacía casi treinta y ocho grados. Leatrice, en cambio, se quedaba en la cocina caldeada.

– ¿Cómo? -preguntó Willy.

– ¿Cómo es que Leatrice se quedaba en la cocina, dices?

Willy asintió con bríos. Por un instante, los ojos de Gandy se toparon con los de Agatha y se preguntó si sería del Norte o del Sur. Quince años después de la guerra, ¿todavía le importaría, como pasaba con algunos?

– Porque trabajaba para nosotros. Era la cocinera.

– Ah. -Willy gozaba de la bendita ignorancia infantil con respecto a los matices. Con indisimulado interés, insistió-: ¿Qué pasó con tu huevo de ganso?

Gandy rió.

– Leatrice me puso un emplasto maloliente de caléndula y me hizo beber té de tilo para el dolor de cabeza.

– ¿Se te pasó?

Gandy rió de nuevo.

– Casi por completo. -Se inclinó y se tocó con un dedo el nacimiento del cabello-. Todavía tengo una pequeña cicatriz aquí, para recordarme que nunca tengo que zambullirme en el río sin saber qué hay bajo el agua. Después de eso mi padre hizo cavar una piscina y, desde entonces, nadaba ahí.

Cuando se irguió, Agatha le observó la raíz del cabello buscando la cicatriz.

Gandy miró en su dirección y ella bajó la vista.

En el silencio, Willy preguntó:

– ¿Todavía te duele?

– No. No me acuerdo casi nunca. A ti también se te pasará.

Willy se palpó con vivacidad la herida de la frente y declaró:

– Tengo hambre.

Si fuese por Agatha, tendría una despensa llena de cosas para deleitar a un chico, y hacerlo olvidar los golpes en la frente y los raspones. Si fuese por ella, atiborraría a Willy hasta que le estallara el estómago. Pero lo único que pudo ofrecerle, fue:

– ¿Te gustarían unas tostadas?

Asintió con entusiasmo.

Encontró las tostadas con canela y dejó a Willy sentado en el borde de la mesa, con la lata entera.

– Me gustaría tener una cocina -le dijo a Gandy-. Siempre lo deseé.

Por primera vez, el hombre examinó la vivienda. El apartamento tenía la mitad de tamaño que el propio… y el suyo parecía atestado. Había una estufa, el fregadero seco, pero ninguno de los elementos necesarios para cocinar. Los muebles eran viejos y macizos. De la pared colgaba una muestra, en las ventanas, cortinas de encaje. La pulcritud era casi dolorosa.

– ¿Cuánto hace que vive aquí?

– Trece años. Desde que murió mi padre. Cuando él estaba, vivíamos en Colorado. Cuando murió, mi madre quiso empezar de nuevo, alejarse de los malos recuerdos. Vinimos aquí y abrió la sombrerería. Desde entonces, vivo aquí.

– Pero, ¿le gusta?

Lo miró en los ojos.

– ¿Acaso a alguien le gusta lo que la vida le depara? Aquí es donde trabajo. Me quedo, igual que muchos otros.

Gandy siempre se había sentido libre de ir y venir según se le antojara, de arrancar sus raíces y plantarlas en un sitio nuevo, y no se imaginaba permaneciendo tanto tiempo en un lugar que no le gustara. Si bien no consideraba Proffitt como el Jardín del Edén, pensaba quedarse ahí lo suficiente para hacer su agosto, y después marcharse.

Mientras recorría con la vista la morada, la de Agatha estaba fija en él.

– Se le manchó el cuello.

Gandy salió de sus meditaciones y advirtió que le hablaba.

– ¿Qué?

– Dije que se le manchó el cuello. -Bajó la barbilla pero no pudo ver-. Un poco de sangre de Willy -le aclaró.

Gandy se miró en un pequeño espejo ovalado que había sobre el fregadero, y tuvo que flexionar las rodillas para hacerlo. Se frotó el cuello.

– Puedo quitársela con un poco de agua fría.

Gandy se dio la vuelta.

– ¿Lo haría?

«No», quiso responder Agatha, arrepentida de haberse ofrecido. ¿Qué trataba de demostrar, preocupándose por la ropa de Gandy? Lo provocó el hecho de tener ahí al niño y al hombre… casi como si los tres constituyesen una familia. Sería preferible que no llevara el argumento demasiado lejos.

Pero la oferta estaba hecha, y Gandy esperaba:

– Espere que traiga un poco de agua limpia. -Llevó la palangana al fregadero y se detuvo frente a él, que estaba delante de las puertas-. Permítame.

Miró hacia abajo.

– Oh… disculpe.

Se apartó de un salto.

Volcó el agua sucia en un cubo de residuos, cerró las puertas y llenó de nuevo la palangana. Cuando se volvió hacia él con un paño húmedo, los ojos chocaron un instante y después se apartaron.

– Sería mejor que se afloje la corbata.

– Ah… claro.

Le dio un tirón y la soltó con un dedo, se la quitó y se quedó esperando.

– Y el botón del cuello.

Lo soltó.

Agatha levantó las manos, y Gandy la barbilla. Por extraño que pareciera, sintió que él estaba tan incómodo como ella. Metió la punta de una toalla limpia detrás del cuello y lo mojó por delante con la mojada. Era la primera vez en su vida que tocaba el cuello de un hombre. Era tibio y suave. Las patillas le cosquillearon el dorso de la mano, en un contacto áspero aunque agradable… también por primera vez. La barba era muy densa y negra. Casi siempre parecía necesitar una afeitada. Tenía el aroma de tabaco pegado a la ropa. En dosis pequeñas, resultaba muy agradable.

Gandy observó el techo de hojalata acanalada. ¿Qué diablos estás haciendo aquí, muchacho? Esta mujer te traerá dificultades. ¡Hace una hora, ella y sus infernales «secos» molestaban a tus clientes y trataban de hacerlos volver a las casas! Y ahora estás aquí, con el mentón al aire, dejándote malcriar.

– Es extraño, ¿sabe? -comentó, sin sacar la vista del techo.

– ¿Qué cosa?

– Lo que estamos haciendo ahora, y lo que hacíamos una hora atrás.

– Lo sé.

– Tengo sentimientos contradictorios al respecto.

Bajaron las manos y también el mentón. Los ojos se encontraron. Los de ella se apartaron.

– Yo también -admitió con suavidad. Levantó otra vez el rostro y enfrentó su mirada-. Esto no lo decidimos nosotros, ¿verdad?

Gandy miró a Willy y luego a ella.

– No exactamente.

– Y no porque le haya limpiado el cuello sucio me pasé de su lado.

– Ya volverá, con más municiones.

Al responderle, Agatha sintió un fugaz pinchazo de arrepentimiento.

– Sí.

– Y yo seguiré vendiendo whisky.

– Lo sé.

Willy seguía sentado en la mesa, comiendo tostadas; Agatha y Gandy se miraban. Eran enemigos. ¿Lo eran? ¡Sin duda, no eran aliados! Tampoco se podía negar que, por misteriosos caminos, se habían hecho amigos.

Agatha tenía algo en mente que necesitaba decir. Dejó los paños mojados en el borde del fregadero y se puso de costado a él.

– Quiero que sepa que me avergonzó lo que hizo Evelyn Sowers en la taberna, esta noche. Está convirtiéndose en una fanática, y no sé si puedo detenerla. -Se volvió, mostrándole la expresión preocupada-. Ni estoy segura de que sea mi responsabilidad frenarla. Yo no pedí ser presidenta de la U.M.C.T, ya sabe. Drusilla Wilson me obligó, con engaños.

En la estrecha, tranquila y solitaria habitación, de pronto Gandy advirtió con cuánta claridad llegaban desde abajo los sonidos de la música y las voces. Agatha abría la tienda a la mañana, temprano. Supuso que muchas mañanas lo haría cansada y malhumorada, mientras él y su banda dormían profundamente al otro lado de la pared.

– Escuche, lamento lo del ruido.

No esperaba que dijera algo así, ni tampoco oírse a sí misma responder:

– Y yo lamento lo de Evelyn Sowers.

Los dos tomaron conciencia al mismo tiempo y sonrieron.

Gandy fue el primero en recobrarse:

– Será mejor que vuelva. Ahí abajo está lleno y me necesitan.

Agatha observó las sombras que proyectaba la lámpara en el cuello abierto de la camisa.

– No pude quitarle toda la mancha de sangre.

Se tocó y miró.

– Está bien. Pasaré por mi apartamento y me pondré una limpia.

Miró hacia la mesa. Willy masticaba, se rascaba la cabeza y balanceaba los pies cruzados. Le habló a Agatha en voz baja:

– ¿Qué piensa hacer con él? No puede tenerlo aquí.

– Lo acompañaré a la casa. Me gustaría no tener que hacerlo, pero… -Miró al chico, a Gandy, y se le entristeció el semblante-. Oh, Gandy, es tan pequeño para quedarse solo…

Estiró la mano y le oprimió el antebrazo.

– Ya lo sé, pero no es nuestro problema.

– ¿No?

Los ojos se comunicaron por un lapso prolongado e intenso. Gandy bajó la mano.

– Pienso pedirle al reverendo Clarksdale que hable con Alvis Collinson.

– ¿Cree que servirá de algo?

– No lo sé. ¿Se le ocurre una idea mejor?

No se le ocurría. Más aún, no quería meterse en los problemas de Willy. No era ningún cruzado. Ése era el fuerte de Agatha. Pero se acercó al niño.

– ¿Ya estás más o menos lleno?

Resplandeciente, Willy negó con la cabeza.

– Llevaremos una para el camino. Agatha te acompañará a tu casa.

Willy dejó de masticar, y el rostro se le ensombreció. Habló con la boca llena de tostadas:

– Pero no quiero irme a casa. Me gusta estar aquí.

Gandy se endureció, le dio a Willy otra tostada, tapó la lata y lo levantó de la mesa.

– Tal vez tu papá ya esté en casa. En ese caso, debe de estar preocupado por ti.

«Difícil», pensó, mirando a Agatha, cuyos ojos reflejaban el mismo pensamiento.

Dejaron la lámpara encendida y salieron al rellano, de la mano, Willy en el medio, uniéndolos. Agatha esperaba que Gandy los dejara ahí y fuera a su apartamento, pero lo que hizo fue agarrar al niño de las axilas:

– ¡Arriba! -Lo cargó escaleras abajo, manteniendo pacientemente el paso de Agatha. Al llegar abajo, dejó a Willy en el suelo y se puso de cuclillas ante él-. Te diré una cosa. Ven a visitarme una tarde de estas. -Giró sobre los talones y lo señaló con el largo dedo índice-. ¿Ves esa ventana, ahí arriba? Es mi oficina.

Willy miró y sonrió.

– ¿En serio?

– En serio. ¿Alguna vez viste algodón… quiero decir, de verdad, como crece en la planta?

– No.

– Bueno, ahí tengo un poco. Ven a visitarme y te lo mostraré.

Impulsivo, Willy echó los brazos al cuello de Gandy y le dio un enorme abrazo.

– Iré mañana.

Gandy rió e hizo girar al chico hacia Agatha.

– Ahora, vete a casa y duerme bien.

Willy volvió junto a Agatha y tomó sin vacilaciones la mano que le tendía. Al hacerlo, la mujer sintió que se le estrujaba el corazón y después, un ramalazo de felicidad.

– Dale las buenas noches al señor Gandy.

Willy se volvió, sin soltarle la mano y lo saludó sobre el hombro:

– Buenas noches, señor Gandy.

– Buenas noches, Willy.

Gandy tuvo una súbita ocurrencia:

– ¡Espere, Agatha!

Se detuvo. Gandy levantó un dedo.

– Un minuto. -Desapareció en las sombras y entró por la puerta de atrás de la taberna. Un momento después estaba de regreso, saliendo a la luz de la luna-. Está bien -dijo, en voz queda.

Así que Alvis Collinson aún estaba dentro. Por instinto, Agatha apretó los dedos en torno de la mano pequeña.

– Buenas noches, Gandy -dijo con suavidad.

– Buenas noches, Agatha.

Con el entrecejo fruncido, el hombre alto de patillas negras los vio irse en la oscuridad, tomados de la mano.


La casa de Collinson era un chiquero. El piso estaba sucio y una estufa herrumbrada. Los platos sucios con restos de comida en descomposición, viciaban el aire. Había ropa sucia tirada por todas partes. Tuvo que ignorar el estado de la cama en la que metió a Willy.

– Ahora estarás bien.

Los luminosos ojos castaños le dijeron que la valentía estaba esfumándose, ahora que iba a dejarlo solo.

– ¿Te vas, Agatha?

– Sí, Willy. Debo hacerlo.

Le tembló la barbilla. Agatha se arrodilló junto a la cama y le apartó el cabello de la sien.

– Cuando visites al señor Gandy, no te olvides de pasar por mi tienda a saludarme.

El niño no respondió, y apretó los labios. Le asomaron lágrimas a las comisuras de los ojos.

Que tu alma arda en el infierno, Alvis Collinson, por tratar a este niño hermoso como si no desearas que viviera, mientras que yo daría mi cadera sana por tener uno como él.