Las tres rieron y entraron en la tienda.
– Hola, Agatha. Hola Violet. Cómo estás, Willy.
Willy se apartó de Agatha y corrió hacia ellas.
– ¿Os probasteis los vestidos nuevos de baile?
Ruby pellizcó la nariz de Willy:
– Seguro.
– Espiaré por debajo de la puerta y os veré bailar con ellos puestos.
Con gesto cariñoso, Jubilee lo tomó del hombro y lo hizo girar:
– Oh, no, jovencito, no lo harás.
– Sí, lo haré.
– Si te pesco, te escaldaré el trasero.
Willy no se sintió amenazado. Sonrió y movió la cabeza, confiado:
– No.
– ¿Cómo sabes que no?
– Porque iré corriendo a contárselo a Scotty y a Agatha, y ellos no te dejarán.
Con los brazos en jarras, Jube se inclinó y apoyó la frente contra la de Willy:
– Bonito bribón estás hecho tú, ¿eh, Willy Collinson?
– Eso dice Agatha.
Todos rieron. Pearl revolvió el cabello de Willy.
El chico alzó los ojos hacia ella:
– He ayudado a Agatha a hacer vuestros vestidos, Pearl.
– ¡No me digas!
– ¿No'e cierto, Agatha?
Excitado, se volvió hacia ella.
– ¿No es cierto? -lo corrigió-. Ya lo creo que me ayudó. Pone los pesos sobre los moldes que yo pongo sobre las telas.
Violet agregó:
– Y ayuda a que los frunces no se ricen mientras Agatha y yo los formamos.
Ruby apoyó un puño en la cadera en una pose de falsa suspicacia:
– ¡Bueno, imagina eso!
– Y Agatha dice que me conseguirá un taburete para que yo pueda ver sobre la mesa y para que alcance hasta el barril de agua.
Más risas.
Agatha se puso a la tarea:
– Los vestidos están listos para probar. -Los trajo y los colgó de una barra alta-. Quedarán deslumbrantes.
Lo eran. Más aún sobre esos cuerpos exquisitos. Agatha no pudo evitar envidiar a las muchachas cuando se los pusieron y exhibieron sus cinturas de avispa que realzaban los corsés con ballenas en forma de cucharas en el frente. A petición de Agatha, las tres tenían puestas botas de tacón alto, para poder ajustar bien los ruedos. Nunca pudo usar zapatos de tacón alto… y qué atractivos se veían los tobillos femeninos con ellos. Verlos era casi tan divertido como usarlos.
Jubilee y Ruby estaban de pie sobre la mesa de trabajo mientras Agatha y Violet marcaban los ruedos con tiza. Pearl haraganeaba en una silla, esperando su turno.
– ¿Conocen a ese vaquero llamado Slim McCord? -preguntó Jubilee.
– ¡Ese alto, flaco, con la nariz como una zanahoria!
– Ése.
– ¿Qué pasa con él?
– Quiso hacerme creer que, a veces, cuando están en camino, hace tanto calor que tienen que sumergir en baldes con agua los frenos de los caballos para que no les quemen la lengua.
Con el rabillo del ojo, Pearl comprobó si Willy la escuchaba.
– ¿Vosotras lo creéis?
– Mmm… -Rüby adoptó aire pensativo-. Yo, no. Pero, ¿qué opináis del viejo Cuatro Dedos Thompson, que asegura que, cuando se queda sin sal en la carreta, lame el sudor del caballo en la montura?
Fascinado, Willy no se perdía palabra.
– ¡Escuchad esto! -exclamó Pearl-. El viejo Duffield me preguntó: «¿Sabes cómo averiguar cuándo se levanta viento en Texas?». -Pearl hizo una pausa dramática, y miró de soslayo a Willy-. ¿Sabes cómo, Willy?
Negó con la cabeza, y se rascó.
– Bueno, según Duffield, clavas una cadena en la punta de un poste, y cuando sopla viento calmo, queda derecha. Cuando el último eslabón se suelta, puedes esperar mal tiempo.
Todos rieron, y Willy se abalanzó alegremente sobre el regazo de Pearl.
– ¡Ah, estabas burlándote de mi, Pearl!
La muchacha le revolvió el pelo y sonrió.
Las chicas siempre llevaban consigo un aire de festividad y, además, junto con los otros empleados de la Gilded Cage, se interesaban por Willy. A Agatha le encantaba tenerlos en la tienda. Cuando terminó la prueba y se marcharon, todo pareció muy aburrido.
Willy estaba sentado en el umbral de la puerta trasera jugando con un gusano verde y rascándose. Doblado por la cintura, observaba al insecto arrastrarse por su bota, y se rascaba el cuello. Se enderezó y lo vio arrastrarse de un dedo índice al otro, y se rascó la axila. Se puso el gusano en la rodilla y se rascó la ingle. Dejó el gusano en el suelo y se rascó la cabeza.
– ¿Te gustaría darte un baño, Willy?
Giró sobre el trasero.
– ¡Un baño! ¡No me daré ningún baño!
Agatha y Violet intercambiaron miradas severas.
– ¿Por qué no?
– Pa nunca no me hace bañarme.
– Pa no me hace -lo corrigió, y se apresuró a agregar-: Bueno, pues debería. El baño es importante.
– ¡Odio los baños! -afirmó Willy, enfático.
– Sin embargo, yo creo que lo necesitas. Tengo un vale. No tienes más que dárselo al señor Kendall, en el Cowboy's Rest, y podrás tomarlo gratis.
Willy saltó como si, de pronto, hubiese recordado algo.
– Tengo que ir a ver cómo cargan las vacas en los vagones de ganado. Adiós, Violet. Hasta luego, Agatha.
Se escapó, sin acordarse del gusano que, para entonces, trepaba por el marco de la puerta.
Esa tarde, a las cuatro y cuarto, Agatha llamó a la puerta de la oficina de Gandy.
– Pase.
– Soy yo.
Entró y lo vio de cuclillas frente a la caja de seguridad, contando un fajo de billetes. Se puso de pie de inmediato.
– Creí que estaría probándoles los vestidos a las chicas, esta tarde.
– Ya terminamos.
– ¿Cuándo estarán listos?
– En uno o dos días.
Todo parecía igual, salvo un alto frasco de vidrio con barras negras de orozuz en un rincón del escritorio, que antes no estaba.
– ¿Hay algún problema?
Con gesto despreocupado, arrojó la pila de billetes al escritorio.
– No, con los vestidos no.
– Bueno, siéntese. ¿De qué se trata?
Se sentó en el borde de una silla de roble. Gandy, en la giratoria y, sin pensarlo, metió la mano en el bolsillo del chaleco. Había sacado el cigarro por la mitad cuando se dio cuenta de lo que hacía y lo guardó otra vez.
– Se trata de Willy.
En los labios del hombre jugueteó una sonrisa torcida, y los ojos se posaron en el frasco.
– Ah, ese Willy es un personaje, ¿no es cierto?
Los ojos de Agatha siguieron el recorrido de los de Gandy.
– Es un ángel. Creo que ha estado visitándolo con regularidad.
Gandy asintió y rió. Ahuecó las manos y apoyó el mentón en ellas.
– ¿A usted también?
– Sí. Todos los días.
Vio que miraba las barras de orozuz y se apresuró a explicar:
– No sólo son para él: a mí también me gustan.
Agatha sonrió, al comprender la renuencia del hombre a que lo sorprendieran demasiado encariñado con el muchacho.
– Sí, me imagino.
Como para demostrarlo, destapó el frasco, se sirvió una barrita y le ofreció:
– Tome una.
Tenía la negativa en la punta de la lengua, pero la boca se le hacía agua. ¿Cuánto tiempo hacía que no disfrutaba de una barrita de orozuz?
– Gracias.
Gandy tapó el frasco, mordió el dulce y se sentó otra vez, masticando. Agatha mordisqueó la propia y observó, distraída, la blanda barra pegajosa en los dedos. Alzó la vista y puso el vale de madera sobre el escritorio,
– Quisiera cambiarle esto.
Gandy le lanzó una mirada fugaz al redondel de madera, y luego miró fijo a Agatha. Reaparecieron los hoyuelos y una sonrisa burlona:
– Me temo que tendrá que ir al Cowboy's Rest para eso. Aquí no damos baños.
– Para Willy -explicó.
– ¿Willy?
– Hiede. -Hizo una pausa elocuente-. Y necesita más un baño que cualquier otro ser humano que yo haya conocido.
– Mándelo allá.
– No quiere ir.
– Ordéneselo…
– No soy la madre, señor Gandy, ni su padre. Willy dice que el padre no lo hace bañarse, cosa bastante obvia. Cuando le sugerí que fuera solo, salió corriendo a ver cómo cargaban el ganado.
Gandy dio otro mordisco al dulce.
– ¿Y qué quiere que haga?
– Willy iría con usted.
– ¡Conmigo!
Gandy alzó las cejas.
– Adora el suelo que usted pisa.
– Espere un minuto. -Gandy se levantó de la silla y se alejó de Agatha lo más que pudo. En el rincón, cerca de la ventana, se dio la vuelta y la señaló con la barra de dulce ablandada-. Yo tampoco soy el padre del chico. Si necesita un baño, que se lo dé Collinson.
Agatha habló sin alterarse:
– Eso sería lo mejor, ¿no?
Dio otro recatado mordisco al orozuz. Gandy tiró el suyo sobre el escritorio.
– ¿Por qué tengo que hacerlo yo? -preguntó, exasperado.
Agatha prosiguió, serena:
– Yo lo llevaría, pero no es apropiado. Las mujeres no vamos a los baños públicos. De todos modos, usted va bastante a menudo, ¿no es cierto?
Gandy adoptó una expresión colérica.
– No me molesta que venga de vez en cuando, pero no pienso atender a ese golfo y llevarlo a todos lados como si fuese mío. Podría llegar a convertirse en una molestia espantosa. Y tampoco voy a quedarme siempre en este pueblo, usted lo sabe. No conviene que se encariñe conmigo.
Agatha se sacudió una pelusa inexistente de la falda y dijo, sin rodeos:
– Tiene piojos.
– ¡Piojos!
Apabullado, Gandy miró a Agatha.
– Se rasca sin cesar. ¿No lo ha notado?
– Yo…
¡Maldita mujer! ¿Por qué no lo dejaba en paz? Gandy comenzó a pasearse y a mesarse el cabello.
– Señor Gandy, ¿tuvo piojos alguna vez?
– Claro que no.
– ¿Lo picó una mosca, entonces?
Tenía el poder de hacerlo contestar lo que no quería.
– ¿A quién no? Teníamos perros y gatos cuando yo era niño.
– Entonces, sabe que estar infestado de picaduras no es lo más agradable del mundo. Las moscas pican y se van. Los piojos se quedan y chupan. Se mueven constantemente sobre la persona…
– ¡Está bien! ¡Está bien! -Cerró los ojos con fuerza, y alzó las manos, en gesto de rendición-. ¡Lo haré!
Abrió los ojos, se puso ceñudo y dirigió la mirada hacia un rincón del techo y maldijo en voz baja.
Agatha sonrió:
– Antes, habrá que frotarle la cabeza con queroseno.
– ¡Jesús! -farfulló, disgustado.
– Y la ropa necesita una lavada. Yo me ocuparé de eso.
– No se mate, Agatha -le aconsejó, sarcástico.
– Dejé el vale para pagar el baño. -Tenía un aspecto ridículo en el escritorio, junto a los fajos de billetes-. Bueno… -Se levantó-. Gracias por la barra de orozuz. Estaba deliciosa. Hacía años que no comía una.
– ¡Bah!
La ganó el humor, y sonrió, halagadora.
– Vamos, Gandy, no es para tanto. Imagine que el queroseno es esa porquería que usted vende allá abajo.
El hombre contrajo los puños. Los ojos negros, con esa expresión furiosa, no perdieron un ápice de atractivo.
– Agatha, usted es una condenada fastidiosa, ¿lo sabía?
Le miró la boca y rompió en carcajadas.
Los labios contraídos de Gandy estaban rodeados de un anillo negro, como un ojo de un mapache. Se crispó, y trató de parecer duro. ¡Maldita entrometida! Viene aquí, con esos perturbadores ojos verde claro, manipula mi conciencia y luego se ríe de mí!
– ¿Qué le parece tan divertido?
Sin dejar de reír, Agatha le sugirió sobre el hombro:
– Limpíese la boca, Gandy.
Cuando la cola del polisón desapareció, se precipitó a su apartamento y se miró en el espejo que había sobre el lavatorio. Enfadado, se limpió el orozuz de la boca. Pero un instante después, lo atacó un deseo caprichoso de reír. Pensó en silencio unos momentos. Esa maldita empezaba a perturbarlo.
Repasó uno por uno los atributos físicos: la boca atractiva; la piel sin defectos; la línea decidida de la barbilla; la arrebatadora opacidad de los ojos verdes; el brillo sorprendente del cabello caoba rojizo, arreglado con arte; la vestimenta, siempre formal e impecablemente cortada que, en cierto modo, era la ideal para ella; los altos polisones. Hasta entonces, nunca se había fijado mucho en polisones pero, sin duda, a Agatha le daban un aspecto elegante.
Se observó a sí mismo en el espejo.
Ten cuidado, muchacho, podrías enamorarte de esa mujer, y no es de ésas con las que se puede jugar.
El delgado muchachito, oliendo a queroseno, y el hombre alto y fornido oliendo a cigarro, estaban en un cuarto que olía a madera húmeda. En el medio del suelo de madera mojada había dos bañeras, también de madera, con agua caliente que los esperaban. En una esquina, en una silla de respaldo arqueado, dos toallones turcos, un tazón de jabón amarillo suave de lejía, y una pila de ropa limpia.
– Bueno, muchacho, desnúdate. ¿Qué esperas?
Gandy se sacó la chaqueta y la dejó sobre el respaldo de la silla.
Willy proyectó hacia fuera el labio inferior.
"Juegos De Azar" отзывы
Отзывы читателей о книге "Juegos De Azar". Читайте комментарии и мнения людей о произведении.
Понравилась книга? Поделитесь впечатлениями - оставьте Ваш отзыв и расскажите о книге "Juegos De Azar" друзьям в соцсетях.