– Me engañaste.

– No. Perdiste limpiamente una partida de póquer de cuatro naipes.

– Pero si nunca había juegado, ¿cómo iba a ganar?

– Es la suerte, Willy. Sólo que en esa mano estaba conmigo. Y creo que Agatha te explicó que no digas más «juegado».

El chaleco de Gandy fue a unirse a la chaqueta. Se sacó fuera del pantalón los faldones de la camisa sin desabotonarla, y Willy aún no había levantado un dedo para desvestirse. Gandy puso el pan de jabón en el suelo y se sentó para sacarse las botas.

– Muchacho, ya hace casi una hora que no fumo, y si no quieres salir volando como fuegos artificiales, será mejor que te metas en esa bañera y te quites el queroseno.

Haciendo pucheros, Willy se sentó en el suelo y comenzó a sacarse las botas que tenían las puntas curvadas. Gandy lo miró por el rabillo del ojo y rió para sus adentros. El labio inferior del chico tenía dos veces el largo habitual. La barbilla aplastada, en gesto de fastidio. El cabello revuelto le daba la apariencia de una vieja gallina rubia que hubiese recibido demasiados picotazos de las compañeras.

– Teno un nudo.

Refunfuñó sin levantar la vista.

– Pues, desátalo.

– No puedo. Está demasiado apretado.

Sin otra prenda puesta que el enterizo hasta la rodilla, Gandy se apoyó en una rodilla, junto al chico:

– Déjame ver…

No cabía duda de que Willy tenía un nudo. En verdad, no tenía otra cosa: los cordones de las botas eran una serie de nudos. Las botas mismas parecían listas para la basura desde un mes atrás. Cuando se las sacó, el olor estuvo a punto de voltear a Gandy.

– ¡Por el amor de Dios, muchacho, hueles como la guarida de un jabalí salvaje!

Willy rió con disimulo, escondiendo la barbilla en el pecho y tratando de cubrirse la boca con la muñeca. Después, estiró un puño a ciegas y lo golpeó en la rodilla.

– No -farfulló.

– Bueno, por lo menos como una mofeta, entonces.

Otro golpe.

– ¡Tampoco!

– ¡Uff! ¡Me quitas el aliento! Si no eres tú, ¿quién puede ser?

A Willy le dolía la cara de contener la risa, y para evitarlo, dio otro golpe a Gandy que lo hizo perder el equilibrio.

Gandy le dirigió una sonrisa afectada, llena de hoyuelos:

– ¡Jesús, me parece que vi a cuatro mofetas hembras arrastrándose hacia la puerta, en este mismo momento!

Esta vez, la carcajada de Willy escapó antes de que pudiese ahogarla. Alzó la cabeza y dio un empellón con todo el cuerpo contra el pecho de Gandy.

– No me importa. Igual, me hiciste trampa, Scotty.

Era la segunda vez que Gandy tenía a Willy en sus brazos. Aun oliendo a queroseno y a pies sucios, le derritió el corazón. Con las caras a escasos milímetros de distancia, Gandy rió y le preguntó:

– ¿Ya estás listo para meterte en el agua?

– Si no hay más remedio… -Al semblante de Willy volvió la expresión angelical-. La cabeza me arde.

Uno al lado del otro, se desnudaron. Cuando terminaron se miraron cara a cara, Gandy hacia abajo, Willy hacia arriba El pene de Willy era como una diminuta bellota rosada; el de Gandy, no. Las piernas del niño, como cerillas; las del hombre largas, duras, salpicadas de áspero vello negro. Las costillas de Willy, como una marimba; el torso de Gandy, como un saco repleto de avena.

Los ojos de los dos, de un castaño intenso y largas pestañas, se parecían mucho. Willy los levantó:

– Cuando sea mayor, ¿me pareceré a ti?

– Es probable.

– ¿Tendré un gran garrote?

Gandy rió, echándose hacia atrás con las manos en las caderas. Miró sonriente la cara que estaba a la altura de su ombligo.

– Willy, muchacho, ¿dónde escuchaste semejante palabra?

– A Ruby.

– ¿Ruby? ¿Qué dice?

– Dijo que le gustaban los hombres con grandes garrotes, y como es mi amiga, quiero gustarle.

Gandy tocó la nariz del niño.

– Si quieres agradar a las damas, toma un baño al menos una vez por semana. Ahora, vamos… -Se apoyó en una rodilla, junto a la bañera-. La cabeza primero.

Willy se arrodilló, se aferró al borde de la bañera y se inclinó sobre ella. El trasero, de nalgas tan diminutas como hogazas de pan sin leudar, se acomodó entre los tobillos mugrientos. Cada una de las vértebras sobresalía como un guijarro en una orilla de la que el agua se retiró. ¡Y el pelo… por Dios!

«¡Qué facha!, -pensó el hombre-, puro piel y huesos, piel de gallina y suciedad». Tomó un puñado de jabón, sonrió, apoyó el codo en la rodilla levantada y se dispuso a la tarea.

Hubo algo de honda satisfacción en frotar la pequeña cabeza. Las manos anchas de Gandy parecían tan oscuras en contraste con la palidez de Willy, los antebrazos tan poderosos junto al cuello flaco… Pensó en su propia hija, si la habría bañado en caso de estar viva.

Olvídalo, Gandy, ya pasó.

Dobló hacia atrás una oreja de Willy y escudriñó dentro:

– Muchacho, ¿qué es lo que te crece aquí dentro? Ya es hora de cosechar, ¿no crees?

Willy gorgoteó, con los codos hacia el techo.

– ¡Date prisa!

– Estoy haciéndolo, pero tendría que haber traído una pala.

El chico rió otra vez.

– Eres divertido, Scotty -se oyó, en sordina.

Era extraño, pero un elogio tan insignificante de parte de un pequeño lo hizo profundamente feliz. Cuando el cabello quedó limpio, hizo que se llevaran el agua sucia y trajeran otra limpia.

– Métete para calentarte.

El mismo Gandy tembló, agradecido, cuando metió sus largos miembros en una de las bañeras, mientras Willy se sentaba a lo indio en la otra. Se enjabonó y se enjuagó, alzó los brazos y curvó los hombros, para mostrarle al niño cómo se daba un buen baño.

– Escarba bien esas orejas, ¿me oíste?

– Lo haré -repuso el niño, disgustado, siguiendo las indicaciones.

– Y no sólo dentro, también detrás.

– ¿Y si me quedo surdo? N'os bueno que se te meta agua en las orejas.

– Te aseguro que no quedarás surdo.

– Eso es lo que dice Gussie, pero…

– ¿Gussie?

Las manos de Gandy, que frotaban el pecho, se detuvieron.

– Sí, me revisó las orejas y…

– ¿Quién es Gussie?

– Agatha. Dice que cuando era pequeña la mamá siempre la llamaba Gussie, y dice que yo tamién puedo llamarla así. Bueno, Gussie me revisó las orejas y dijo que…

Gandy sólo oyó trozos de lo que Agatha había dicho. ¿Gussie? Se respaldó en la bañera, echándose distraídamente agua sobre el pecho, y tratando de adaptar el sobrenombre al rostro. Dejó las manos quietas. Claro… Gussie. Sonrió, sacó un brazo largo, se secó los dedos y sacó un cigarro del bolsillo del chaleco. Lo encendió, y holgazaneó contento, con las rodillas emergiendo como montañas, los brazos en el borde de la bañera, y pensó en ella.

Una mujer poco común. Moralista hasta la exageración, pero con un respeto subyacente hacia todo aquel que se ganara primero el respeto de ella. Tenía un modo divertido de desafiarlo en lo que se refería a la templanza. Había llegado a esperar impaciente la aparición de Agatha, todas las noches, en el Gilded Cage. Sí, claro que hacía la campaña junto con las demás, pero en su caso estaba atemperada por una firme convicción de que el ser humano tenía derecho de vivir como mejor le pareciera. Cuando lo pensaba, le parecía admirable; por un lado, cantaba, repartía panfletos y pedía firmas para un compromiso de abstinencia; por otro, admitía que Gandy tenía todo el derecho de hacer su negocio, igual que los demás propietarios de tabernas del pueblo.

Se puso a pensar en otra de las dicotomías de Agatha. Estaba fascinada por Jubilee y las chicas. Aunque fingía que no lo estaba, en ocasiones la sorprendía observándolas como si le parecieran las criaturas más maravillosas de la tierra.

Y el niño. Era muy buena con él. Era una pena que no hubiese tenido hijos. Los habría criado mucho mejor que un réprobo como Collinson.

Echó una mirada a Willy y rió entre dientes. El chico estaba doblado hacia adelante, con la barbilla y los labios bajo la superficie del agua, y disfrutaba cada minuto del baño. Lanzó una nube de humo hacia el techo.

– Agatha te hizo unos trapos nuevos.

La cabeza de Willy emergió de golpe, los ojos dilatados de escepticismo.

– ¿En serio?

– Pantalones y camisa. -Gandy indicó con la cabeza al costado-. Ahí en la silla, con los míos.

– ¡Jesús…! -Willy se transfiguró al ver la pila de ropa plegada, y le chorreó el agua por el mentón-. No me dijo nada.

– Creo que quería darte una sorpresa.

Los ojos de Willy no se apartaban de la silla y se puso de pie:

– ¿Puedo salir, ya?

– ¿Estás seguro de que te frotaste hasta quedar limpio?

Willy alzó los codos y revisó fugazmente cada axila.

– Sí.

– Está bien.

Un trasero resplandeciente apuntó hacia Gandy y dos talones mojados resonaron sobre el suelo. Gandy tomó las toallas, le arrojó una a Willy y se levantó para usar la otra. El chico dio unas pasadas rápidas a su cuerpo con la toalla enrollada, la tiró en un charco y se fue en busca de la ropa.

– Eh, no tan rápido, muchacho. Todavía estás chorreando. Ven aquí.

Gandy se puso su propia toalla en el hombro y se acuclilló, con el niño entre las rodillas. Sonrió al ver cómo temblaba y se acurrucaba. Pero, al parecer, no veía otra cosa que la ropa nueva que lo aguardaba en la silla. Mientras Gandy lo zamarreaba para un lado y para otro secándole la espalda, las axilas, las orejas, el muchacho estiraba el cuello hacia la silla como si su cabeza estuviese montada sobre un resorte.

– Date prisa, Scotty.

Gandy sonrió y lo soltó, con una palmada en el trasero.

– Está bien, ve.

Los pantalones eran de muselina azul. Willy ni pensó en la ropa interior. Apoyó las nalgas en el borde de la silla y se metió, impaciente, en los pantalones nuevos. Agatha les había pasado un cordón por la cintura para ajustarlos. Willy tironeó y fue hasta Gandy mirándose el vientre.

– Átame.

– Primero, métete la camisa dentro y después lo ataremos.

La camisa cerraba por delante con botones de nácar. Estaba hecha de zaraza rayada y las mangas eran demasiado largas.

– Abotóname.

Gandy sonrió con disimulo y obedeció. Los botones impedían que los puños resbalaran por las manos pequeñas de Willy. Ató el cordón, metió lo que sobraba para adentro, y lo sujetó de las caderas.

– Luces muy elegante, muchacho.

El chico se apretó la camisa contra el cuerpo con las manos.

– ¿No son preciosos? -Se miró, maravillado pero, de pronto, se soltó de las manos de Gandy-. ¡Eh, tengo que ir a enseñárselo a Gussie!

– No tan rápido; ¿Y los zapatos?

– Ah… eso.

Willy se tiró al suelo y se puso las botas en los pies desnudos: no había llevado calcetines.

– ¿No te parece que tendríamos que peinarte?

– Yo no traje peine.

– Yo sí. Espera un minuto.

Una vez vestido, Gandy se sentó en la silla de respaldo curvo con un Willy impaciente entre los muslos. Dividió el limpio pelo rubio con cuidado y lo acomodó en un arco perfecto sobre la frente, lo peinó hacia atrás encima de las orejas y en una pequeña cola en la nuca. Cuando terminó, lo sujetó de los brazos para inspeccionarlo.

– Agatha no te reconocerá.

– Sí, me reconocerá… ¡suéltame!

– De acuerdo, pero espérame.

Afuera, el hombre tuvo que alargar los pasos para mantenerse junto al chico.

– ¡Vamos, Scotty, apresúrate!

Gandy rió para sí y se apresuró. El día era sereno. La puerta del frente de Agatha estaba abierta. Si no hubiese sido así, Willy podría haber roto la ventana y sacado la puerta de quicio.

– ¡Eh, Gussie, Gussie! ¿Dónde estás?

Corrió a través de la cortina lavanda cuando Agatha exclamó:

– ¡Aquí atrás!

Gandy lo siguió a tiempo para ver a Willy de pie junto a la silla de Agatha, el pecho hinchado mientras se inspeccionaba a sí mismo y alardeaba:

– ¡Mírame, Gussie! ¿No'stoy lindo?

Agatha dio una palmada y juntó las manos bajo el mentón.

– ¡Válgame Dios! ¿A quién tenemos aquí?

– Soy yo, Willy.

Convencido, se palmeó el pecho.

– ¿Willy? -Lo observó con expresión de duda, y negó con la cabeza-. El único Willy que conozco es Willy Collinson, pero él no está tan radiante como tú. Tampoco huele a jabón.

Casi sin aliento, las palabras del chico se atropellaron unas a otras.

– Scotty y yo, nosotros nos bañamos y nos lavamos el pelo y el me trujió mi ropa nueva que tú me hiciste y me ató el cordón y… bueno… pero yo no podía abotonarme y él me ayudó… ¡y me encantan, Gussie!

Se le arrojó encima y la abrazó con fervor.

Gandy permaneció en la entrada, mirando. Willy estampó un beso en la boca de Agatha, y la mujer rió y se sonrojó de felicidad.