– ¡Dios mío, si hubiese sabido que iba a recibir tanta atención, la habría hecho hace mucho tiempo!
– Y me limpié muy bien las orejas, como dijo Scotty, y me restregué todo y él me peinó el cabello. ¿Ves? -Corrió junto a Gandy, lo tomó de la mano y tironeó de él-. ¿No' cierto?
Agatha levantó la vista hacia Scott Gandy, de pie junto a ella. Nunca se había sentido tan parecida a una esposa y madre. Sintió el corazón colmado. El niño se apoyaba en su rodilla y la acariciaba, oliendo a jabón, la camisa… con amplitud para que creciera, se separaba del cuerpo pequeño y delgado en picos almidonados. Cerca, estaba el hombre que, junto con ella más había hecho para que esa pequeña alma abandonada se sintiera más feliz y cuidada que nunca en su vida.
Extendió una mano, incapaz de expresar en palabras lo que le desbordaba el corazón. Scott Gandy la tomó, la sostuvo sin apretarla y le sonrió.
Gracias, dijo en silencio, con los labios, encima de la cabeza de Willy.
Asintió y le apretó los dedos con tanta fuerza que le rebotó en el corazón.
De pronto, los dos adultos se sintieron embarazados. Gandy le soltó la mano y retrocedió.
– Necesita calcetines y ropa interior nueva. Pensé en ir con él a la tienda de Harlorhan y comprársela.
Agatha los vio alejarse de la mano, y le ardieron los ojos de alegría.
Junto a las cortinas, el niño se dio la vuelta y le hizo un saludo rápido con la mano.
– Ta', luego, Gussie.
Los ojos castaños de Gandy se posaron en los verde claro. Los de él tenían una expresión que oscilaba entre la broma y la caricia.
– Sí, ta 'luego, Gussie.
Agatha se ruborizó y bajó la mirada. El corazón le palpitaba como una bandada de mariposas revoloteando en el aire. Cuando alzó la vista, en la entrada sólo quedaba el ondular de las cortinas.
Capítulo 9
Alvis Collinson sufría de gota crónica. La mañana siguiente al baño de Willy, se despertó con los pulgares de los pies palpitando. Tenía tendencia a culpar a Cora de todo, incluyendo la gota.
¡Maldita seas, Cora, por irte y dejarme sin una mujer que me cuide! Los dedos de los pies me palpitan como unas perras en celo, y tengo que levantarme y hacer las cosas. No hay un desayuno caliente esperándome. Ni camisas limpias para ponerme. Ni una mujer que vaya a buscar carbón y caliente el agua. Malditas sean las mujeres, todas… no sirven cuando las tienes ni tampoco cuando no las tienes. Y, sobre todo, maldita Cora, siempre fastidiándome para que fuera algo mejor, hiciera algo más refinado que conducir vacas. Cuando decía refinado, se refería a algo elegante como el Hermano Jim, que consiguió un trabajo de afeminado, como Jefe de Registro de Eventos, justo en la época en que los agentes de tierras comenzaron a desperdiciar esta parte del país dándosela a los extraños. El hermano Jim, que viste trajes elegantes cada mañana y camina por la acera hasta su coquetona oficina, saludando con el sombrero a las mujeres, como si sus pedos no apestaran. Diablos, Cora no podía mirar a Jim sin que se le saltaran los ojos de las órbitas y se le hincharan los pezones.
Y nadie convencerá a Alvis Collinson de que ese rapaz miserable no era hijo de Jim. Más de una vez Alvis llegó inesperadamente a casa y pescó a Jim merodeando a Cora. ¡Y la nariz de ella también se le arrugaba, vaya si se le arrugaba!
Esta noche no, Alvis, estoy muy cansada. Como si una vez que había probado ai Hermano Jim, su propio marido ya no le pareciera bastante. Después, tuvo el coraje de soltar el cachorro y escaparse.
Vamos, Hermano Jim. Aparece por este pueblo una vez… ¡sólo una! Así podré darte una tunda y arrojarte a tu rapaz, porque es tuyo. Estoy hartándome de estar atado por esa espina en el costado, que ni siquiera es mía.
En la cocina, de puntillas sobre una silla, Willy se miraba en un espejo pequeño y turbio que colgaba alto, en la pared. El fino cabello rubio resplandecía de agua. Con gran esfuerzo, se pasó el peine, hizo una raya al costado y lo peinó chato sobre la coronilla, de izquierda a derecha. Intentó acomodarlo como había hecho Scotty, pero no se formaron los picos a los costados. Intentó otra vez, y fracasó. Metió el peine entre las rodillas y probó con las palmas, dando forma a una onda como una rosquilla leudada. Tras varios intentos, al fin lo logró bastante bien. ¡Muchacho, cómo va a sorprenderse papá!
Se bajó de la silla, dejó el peine sobre la mesa y fue a la puerta del dormitorio, radiante de orgullo.
– ¡Pa, mira! ¡Mira lo que logré!
Alvis miró ceñudo hacia la puerta, frotándose el pie dolorido. Era el mocoso, ya levantado y vestido.
– ¿Que mire qué? -refunfuñó.
– ¡Esto! -Willy se acarició los bolsillos del pecho-. Me lo dieron Gussie y Scotty. Gussie me hizo los pantalones y la camisa, y Scotty me compró botas nuevas como las de él y me llevó a darme un baño en el Cowboy's Rest.
Collinson lo miró con ojos entrecerrados.
– ¿Scotty? ¿Te refieres a Gandy? ¿El de la taberna?
– Sí. Primero, me puso queroseno. Después, nos dimos un baño y…
– ¿Y quién diablos es Gussie?
– Agatha, la de la sombrerería. Tiene esa máquina de coser nueva que le compró Scotty, y me hizo los pantalones nuevos, y también me hizo la camisa.
Alvis tuvo la sensación de que la gota se le extendía de los dedos de los pies al resto del cuerpo.
– ¿Ah, sí? ¿Eso hizo? ¿Y qué derecho tiene a meterse con mi hijo, eh? ¿No estaba bien vestido para su gusto? -Alvis se puso de pie con esfuerzo-. Por culpa de ella ese maldito sacerdote vino a meter las narices aquí. Es ella, ¿eh?
– No sé, pa. -La cara de Willy se ensombreció-. ¿No te gusta mi ropa nueva?
– ¡Quítatela! -siseó. Revolvió entre las prendas que había tirado junto a la cama la noche anterior, buscando los calcetines-. Igual que el Hermano Jim, ¿no? -refunfuñó, y el niño, confundido, trataba de no manifestar su decepción.
– Pero son…
– ¡Quítatela, dije! -Descalzo, Alvis se levantó. De pie ante el niño, con los puños apretados, vestido con un enterizo mugriento con las perneras cortadas por la mitad, y la tapa trasera colgando, tenía el rostro deformado de furia-. ¡Nadie va a decirme que no visto bastante bien a mi mocoso! ¿entendiste? -A Willy le tembló el labio inferior y se le formó una lágrima en cada ojo-. ¡Y deja de moquear!
– No me la quitaré. ¡Es mía!
– ¡Vamos a ver si no te la quitas! -Collinson atrapó al niño de la parte de atrás del cuello y lo arrojó contra una gastada silla de madera. Chirrió, se balanceó en dos patas y cayó con estrépito sobre las cuatro-. ¿Dónde están tus botas viejas? Póntelas, y también los pantalones y la camisa. ¡Les mostraré a esos altaneros hijos de perra a no meterse en mis asuntos! ¿Dónde están esas botas? ¡Chico, ya te dije que dejes de moquear!
– Pe… pero me g… gustan estas. Son un re… regalo de Sc… Scotty.
Collinson se apoyó en una rodilla y sacó a tirones las botas de los pies de Willy. La posición le provocó una punzada de dolor que subió por la pierna, enfureciéndolo más aún.
– ¡Yo te compraré botas nuevas! ¿Has entendido, chico?
Los ojos de Willy desbordaron y el pecho se le contrajo en el esfuerzo por no llorar.
– ¡Ahora, trae las viejas!
– No'as t… tengo.
– ¿Cómo es eso de que no'as tienes?
– Así… no'as tengo.
– ¿Dónde están?
– N… no s… sé.
– ¡Maldición del infierno! ¿Cómo puedes perder tus propias botas?
Willy lo espió, asustado, el pecho delgado palpitándole por contener los sollozos. Los puños de Collinson se contrajeron más e hizo parar a Willy de un tirón.
– Perdiste las botas, vas descalzo. Ahora, dame lo demás.
Minutos después, Collinson cojeaba, rabioso, saliendo de la casa, Willy se arrojó sobre la cama y libró el llanto contenido. Las lágrimas calientes mojaron la suave piel blanca del brazo pecoso. Un pie descalzo se enroscó en el tobillo contrario, cuando se hizo una bola. La cresta en el brillante cabello rubio que Alvis ni advirtió, se deshizo sobre las sábanas inmundas.
Al oír la voz que rugía desde el salón del frente, a Agatha le palpitó el corazón.
– ¡Dónde diablos están todos!
Violet todavía no había llegado. Agatha no tenía más alternativa que atenderlo. Arrastró los pies hasta las cortinas, las separó y, de inmediato, la voz áspera gruñó otra vez:
– ¿Usted es la que llaman Gussie?
Con esfuerzo, Agatha se recompuso.
– Sí, mi nombre es Agatha Downing.
Collinson entrecerró los ojos al reconocerla como esa «perra de la templanza» que los últimos tiempos provocaba problemas, la misma que había metido las narices en sus asuntos una vez, cuando Willy fue a buscarlo a la taberna.
– Se pasó de la raya, señora.
Tiró la camisa y los pantalones sobre el gabinete de las plumas.
– Señorita -replicó, con dignidad.
– Ah, eso lo explica: Como no tiene cachorros propios, se mete con los de otras personas. -Sosteniendo las botas de Willy en una mano, las agitó ante las narices de Agatha-. Bueno, consígase uno suyo. Mi muchacho no necesita su caridad. Tiene a su viejo que lo cuidará. ¿Entendido?
– A la perfección.
Collinson la miró con dureza y luego se dirigió a la puerta abierta. Antes de llegar, se volvió.
– Y una cosa más. La próxima vez que le murmure cosas al sacerdote, dígale que se meta en sus propios malditos asuntos. -Se puso en marcha otra vez y se detuvo a preguntar-: ¿Dónde diablos está Gandy? Tengo algo que decirle a él, también.
– Lo más probable es que esté arriba, durmiendo.
Le lanzó una última mirada ceñuda, y salió por la puerta. El corazón de Agatha todavía golpeaba con fuerza cuando oyó ruido de cristales rotos. Corrió a la puerta del frente y vio a Collinson arrojar la segunda bota por la ventana, allá arriba.
– ¡Gandy, levántate, hijo de perra! ¡Yo le compraré las botas a mi propio hijo así que, deja de meterte! ¡La próxima vez que lo lleves a bañarse al Cowboy's Rest, necesitarás tú un baño para lavarte la sangre! ¿Me oíste, Gandy?
Cabezas curiosas asomaron por las puertas en toda la manzana. Collinson iba cojeando por el medio de la calle principal, y miró ceñudo a Yancy Sales, apoyado en la puerta de su tienda Bitters.
– ¿Qué miras, papamoscas? ¿O quieres que te arroje también una bota en la ventana?
Todas las cabezas se metieron adentro.
Arriba, Gandy se despertó con el primer estrépito. Se apoyó en los codos y guiñó los ojos ante el sol de la mañana que entraba por la ventana, del lado de Jube.
– ¡Qué demonios…!
Jube alzó la cabeza como un perro de la pradera asomando por el agujero.
– Eh… mmm…
Dejó caer la cara en la almohada y Gandy, rodando encima de ella, miró la bota caída junto a la cama.
Se acostó de espaldas y exclamó:
– ¡Oh, Jesús!
– ¿Qu… qu'pasa? -farfulló la voz amortiguada de Jube.
– Las botas que le compré ayer a Willy.
Cerró los ojos y pensó cuánto hacía que no se liaba en una pelea a puñetazos. Se le ocurrió que sería bueno.
En la puerta sonó un golpe suave. Se levantó rodando de la cama, desnudo, y se puso los pantalones negros. Descalzo, fue hasta el salón y abrió la puerta.
Agatha estaba en el pasillo, nerviosa, juntando y separando las manos.
– Lamento molestarlo tan temprano.
La mirada paseó de las mejillas barbudas al pecho desnudo, bajó hasta los pies descalzos y, por fin, a la punta del pasillo. Nunca lo había visto más que impecablemente vestido. No estaba muy segura de cuáles eran las reglas de urbanidad al enfrentar el pecho velludo de un hombre descalzo. Se sonrojó.
– Aunque tal vez no lo crea, ya estaba despierto. -Se pasó los dedos por el cabello, exhibiendo por un instante el vello negro bajo los brazos-. Collinson es un amor, ¿no es cierto?
Lo miró a los ojos, con el entrecejo arrugado de preocupación.
– ¿Le parece que Willy estará bien?
– No sé.
Él también arrugó el entrecejo.
– ¿Qué podemos hacer?
– ¿Hacer? -¡Maldición, para empezar, no quería encariñarse con Willy!- ¿Qué sugiere que hagamos? ¿Ir a casa de Collinson y preguntarle si maltrató al chico?
La irritación de Agatha estalló:
– Bueno, podríamos quedarnos de brazos cruzados.
– ¿Por qué no? Vea lo que sucede cuando tratamos de hacernos las buenas samaritanas.
Mientras replicaba, Gandy recordó a Willy desnudo como el día en que nació, mirándolo con esos líquidos ojos castaños, y preguntándole: «Cuando sea mayor, ¿seré como tú?».
En ese mismo momento, vino Jubilee arrastrando los pies y se asomó detrás de Gandy bostezando, el cabello blanco revuelto.
– ¿Quién es, Scotty?… ¡Ah, eres tú, Agatha! Buenos días.
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