Usaba la bata turquesa, que se entreabrió cuando levantó los brazos con los puños en ristre y ladeó la cabeza. Agatha captó una visión del hueco entre los pechos y el costado lo suficiente para comprender que había dormido desnuda. El tono de voz se le agudizó.
– En cuanto se levante, puede decirle al señor Gandy que lamento haberlo sacado de la cama.
Levantándose las faldas, giró e hizo una salida con toda la dignidad de que fue capaz.
Menos de cinco minutos después, llegaron al mismo tiempo a la tienda: la señora de Alphonse Anderton, para probarse el vestido nuevo; Violet, a trabajar; Willy, llorando y Gandy, aún descalzo, abotonándose la camisa, con los faldones aleteando.
– Escuche, Agatha, me molestó su… -la apuntó con un dedo, enfadado.
– Bueno… -La señora Anderton los examinó con altanería, finalizando con los pies descalzos-. Buenos días, Agatha.
– Tt-tt.
– Mi p… papá d… dice que n… no p… puedo v… venir más aquí a… v… veeerteee…
Agatha se quedó de pie, detrás de una vitrina, y Willy corrió hacia Gandy. Este se apoyó en una rodilla y alzó al pequeño lloroso, abrazándolo contra sí. Willy se aferró al cuello del hombre. Éste olvidó el enfado con Agatha, y a ella se le partió el corazón escuchando los sollozos del niño.
– Me quitó l… las b… botas n… nuevas.
– Por favor, Violet, ocúpate de la señora Anderton -ordenó Agatha, en voz baja.
Se acercó a Gandy, que se incorporó con Willy en brazos.
– Llévelo a la trastienda.
Cuando quedaron solos, el niño seguía sollozando y hablando entrecortadamente:
– Mi c… camisa n… nueva y m… mis p… pantalones… m… me dijo q… que…
– ¡Sh! -murmuró Gandy, arrodillándose otra vez. Willy hundió la cabeza rubia en el pecho sólido y oscuro del hombre con la camisa blanca a medio abotonar.
Agatha sintió que se ahogaba. Se sentó en el pequeño taburete junto a ellos y le acarició el cabello, sintiéndose impotente y desdichada. Sobre el hombro estremecido de Willy su mirada se topó con la de Gandy. Parecía impresionado. Le tocó el dorso de la mano. Él alzó dos dedos, los entrelazó con los de ella y los llevó a la nuca del niño.
¿Por qué no podría ser nuestro? ¡Seríamos tan buenos con él, tan buenos…! Fue una idea fugaz, pero dio a Agatha la amarga certeza de las injusticias de este mundo.
Por fin, Willy se calmó. Agatha separó los dedos de los de Gandy y sacó de un bolsillo oculto entre los pliegues del vestido un pañuelo perfumado.
– Ven, Willy, déjame limpiarte la cara.
Se volvió, lagrimeando, los ojos y los labios hinchados. Mientras le enjugaba las mejillas y lo hacía sonarse, se preguntó qué podrían hacer Gandy o ella para curar el corazón destrozado del pequeño.
– No debes culpar a tu padre -comenzó-. Fue un error nuestro, de Scotty y mío. -Hasta entonces, nunca lo había llamado así, y hacerlo le dio fuerza y una sensación de comunión con él y con Willy-. Ofendimos su orgullo al darte ropa nueva y llevarte a bañar, ¿entiendes? ¿Sabes lo que significa el orgullo?
Willy se encogió de hombros, esforzándose por no llorar otra vez.
Agatha no se creyó capaz de seguir hablando sin romper a llorar ella misma y miró a Gandy en busca de ayuda.
– El orgullo significa sentirse bien contigo mismo. -Los largos dedos morenos peinaron las mechas rubias sobre las orejas-. Tu padre quiere comprarte las cosas él mismo. Cuando lo hicimos nosotros, creyó que le insinuábamos que no te cuidaba bien.
– Ah -dijo el niño. Lo dijo en tono casi inaudible.
– Y en cuanto a que vengas a visitarnos… no sé qué podría impedírtelo. Seguimos siendo amigos, ¿no es así?
Willy esbozó la sonrisa esperada, pero dubitativa.
– Pero tal vez sea conveniente que te metas por la puerta de atrás, y te cerciores de no venir cuando tu papá está en la taberna, ¿de acuerdo? Y ahora, ¿qué opinas de una barra de orozuz?
Sin alzar el rostro, respondió con poco entusiasmo:
– Puede ser.
Gandy se incorporó, con el niño en un brazo. Esperó a que Agatha también se levantase, le pasó un brazo por los hombros y los tres fueron hacia la puerta de atrás. Agatha se sintió incómoda chocando contra el pecho y la cadera a cada paso que daba, pero a él no le importó. En la puerta, sacó el brazo y le dijo:
– Willy bajará después, pero lo mandaré de vuelta a la hora de la cena y haré que Ivory vaya al restaurante de Paulie y traiga comida de picnic.
Quizás ése fue el momento en que Agatha comprendió por primera vez que estaba enamorándose de Gandy. Lo miró el cabello aún revuelto, las mejillas sombreadas por las patillas del día anterior, los hombros y los brazos que le daban la apariencia de poder vérselas con todos los Alvis Collinson de este mundo, sosteniendo a Willy.
– Gracias -le dijo con suavidad-. Y lamento haberlo tratado mal, arriba.
– Entiendo. En ocasiones, yo también me siento así.
Por un momento, los ojos de Scott se demoraron en los de Agatha con expresión suave, mientras Willy miraba de uno a otro, y rodeaba el cuello del hombre con un brazo pecoso.
– ¿Tú no vienes, Gussie? -preguntó, quejumbroso.
– No, Willy. -Se enjugó una lágrima con el pulgar-. Nos vemos después.
Se puso de puntillas y le besó la mejilla brillante. Cuando se fueron, supo que se había puesto en riesgo doble: estaba enamorándose del hombre, pero también del niño.
Más tarde, ese día, las chicas fueron a hacer la prueba final de los vestidos de cancán, y Agatha aprovechó la oportunidad para disculparse con Jubilee por su brusquedad de esa mañana.
Jube le restó importancia con un ademán:
– Todavía estaba tan dormida que no sé qué dijiste.
Todo el tiempo, mientras abotonaba el corpiño ajustado del vestido de Jubilee, recordaba la manera en que había aparecido a la puerta de Gandy, tibia y desarreglada del sueño, más hermosa que muchas mujeres después de haber pasado una hora ante el tocador. Recordó el pecho desnudo de Gandy, el cabello despeinado, los pantalones con el botón de la cintura sin cerrar, los pies descalzos.
Echó una mirada a Jubilee, que giraba ante el espejo de pared. La radiante, hermosa Jubilee.
«Gandy ya está destinado, Agatha, -se dijo-. Además, ¿para qué querría a una como tú, si tiene a esta gema resplandeciente?»
– ¿Esta noche bailarás el cancán?
– Esta es la noche-respondió Jubilee-. Pero en la segunda función. Los haremos esperar, para que estén muy ansiosos.
– ¿Irás? -le preguntó Pearl.
A nadie le pareció extraña la pregunta. Las muchachas se habían acostumbrado a ver a Agatha y sus tropas aparecer en Gilded Cage en uno u otro momento de la noche.
– Iré más temprano -respondió, ocultando su desencanto.
Después de todo el trabajo que se tomó con los vestidos, quería verlos lucirse al compás de la música.
Pero esa noche, fieles a su palabra, las muchachas reservaron lo mejor para el final, y Agatha les dio las buenas noches a las damas de la U.M.C.T. en la acera sin ver ni un atisbo de rojo ni una sola pierna en alto. Era una noche tibia, bochornosa para comienzos del verano. La taberna estaba más atestada que de costumbre. El olor a estiércol junto al riel de atar los caballos parecía invadirlo todo. Tomó el atajo por la tienda, hizo el último viaje al imprescindible, y subió las escaleras.
El diminuto apartamento parecía sofocante. Llevó una silla de madera al rellano y se sentó a escuchar la música que llegaba de abajo, abanicándose con un pañuelo de encaje. De la puerta trasera abierta de la Gilded Cage llegaba una vivaz canción nueva que no conocía. Lo más probable era que fuese el cancán. Siguió el ritmo con los dedos sobre el muslo y trató de imaginarse a Pearl dando su famosa patada alta con los pliegues de tafeta roja susurrando y ondulando alrededor.
A lo lejos, aulló un coyote.
«Sí, yo siento lo mismo, -pensó-. Tengo ganas de aullar de soledad».
Pensó en Gandy y en Willy: era una locura involucrarse en las vidas de dos candidatos tan improbables, pero temió que ya fuese demasiado tarde para apartarlos de sus afectos. Estaba destinada a que se le rompiera el corazón por los dos, pues Collinson había dejado bien en claro que Willy era suyo, y Jube que Gandy era de ella.
Pensó en Jube, la hermosísima Jube, bailando el cancán abajo, en ese mismo momento, con Ruby y Pearl. Se imaginó las piernas alzándose en el aire, y se sintió pesada y rígida. Se preguntó cómo sería quitarle a un hombre el sombrero de un puntapié. Cómo se vería el cancán y la asaltó una súbita idea que la dejó nerviosa, pero decidida.
Entró la silla pero, en lugar de prepararse para la cama, encontró una de sus enaguas viejas y la extendió sobre la mesa. Puso en ella las cosas que necesitaba, y se acostó en la cama totalmente vestida, a esperar.
Le pareció que nunca terminaba el alboroto de abajo, y que el bar nunca cerraba. Y que pasaba una eternidad hasta que todos los vecinos de al lado se iban a sus cuartos a dormir. Permaneció acostada, como si cualquier movimiento fuese a traicionar sus planes.
Dejó que pasara otra hora después que todo quedó en silencio, antes de incorporarse con cautela y levantarse de la cama. En la oscuridad absoluta, encontró el lío que había preparado antes, más una vela con su candelabro y la muestra que estaba en la pared. Bajó descalza las escaleras sin hacer más ruido que una sombra.
El taller de costura estaba silencioso y oscuro. Se dirigió a tientas al taller, dejó el bulto sobre la mesa y encendió una vela. La levantó para examinar los rincones, respirando agitada.
No seas tonta, Agatha, te asustas de tu propia conciencia.
Volviendo la atención al paquete, se sintió como una ladrona. Abrió las enaguas y adentro había un martillo, clavos, berbiquí y barrena. Tomó el berbiquí, la barrena y el taburete de Willy y arrastró los pies hasta el muro medianero entre la sombrerería y la taberna. Desde el rincón, midió cuatro pasos, imaginándose las tablas de pino al otro lado, los lugares donde había ocasionales nudos en la madera. Colocó el taburete y se subió a él con dificultad. Echó una mirada atrás, con sensación de culpa pero, por supuesto, no había nadie. No era más que su conciencia la que parecía observarla desde las sombras, al otro lado del salón.
Decidida, apoyó el berbiquí contra la pared y comenzó a perforar muy lentamente. Se detenía a menudo y alzaba la vela para ver la profundidad del agujero. Por fin, la punta del berbiquí se pasó del otro lado. Cerró los ojos y se tambaleó, apoyando la palma en la pared. El corazón palpitaba como loco.
Por favor, que nadie vea el serrín en el suelo de la taberna.
Agatha, deberías tener vergüenza.
Pero sólo quiero ver bailar a las chicas.
Sigue siendo espiar.
Es un sitio público. Si fuese hombre, podría sentarme a una mesa y mirar. Miraré por este agujero, y a nadie le importará.
Pero no eres un hombre. Eres una dama, y esto es indigno.
¿A quién haré daño?
¿Qué te parecería si alguien espiara desde el otro lado del agujero?
Se estremeció ante la idea. Quizá no lo usara del todo.
Cuando sacó el berbiquí, le pareció que todo el serrín caía de su lado. Apretó la cara contra la pared y espió por el agujero. Negro total. Sintió la madera fresca contra el rostro ardiente, y experimentó otra vez la sensación de que los que vivían arriba sabían lo que estaba haciendo.
Dejó el taladro y con tres golpes secos colocó el clavo en la pared. Conteniendo el aliento, se detuvo y miró hacia el techo, procurando detectar el menor movimiento. Todo estaba silencioso. Soltó el aliento, colgó la muestra sobre el agujero y devolvió el taburete de Willy a su sitio. Luego, barrió con cuidado las virutas de madera y las ocultó bajo unos trapos en el bote de desperdicios, apagó la vela y volvió al apartamento.
Pero no pudo dormir el resto de la noche. Las actividades clandestinas a las tres de la madrugada no eran para el temperamento de Agatha. Tenía los nervios tensos y se sentía como si le hubiese dado dispepsia. Oyó un tren traquetear cruzando el pueblo. Cerca de la madrugada, el coro de aullidos de los coyotes. Vio el cielo pasar del negro al índigo, y al azul claro. Oyó pasar al que encendía las lámparas, apagándolas, cerrando las portezuelas, cada vez más cerca, hasta que pasó bajo su ventana y después, en dirección contraria. Oyó al vaquero del pueblo juntar las vacas de los cobertizos traseros y llevarlas por la calle principal a la pradera, a pasar el día. El cencerro amortiguado de la vaca líder que se iba apagando en la distancia… hasta que, por fin, se durmió.
La despertó la primera cliente de la mañana golpeando la puerta del negocio, abajo. A partir de eso, el día fue desastroso. Maltrató a la pobre Violet y se impacientó con las preguntas de Willy. En Gilded Cage estalló una riña y, cuando Jack Hogg echó a los dos rivales a la acera, el impulso los llevó en dirección a la tienda, y el codo de uno de ellos rompió uno de los paneles de la vidriera. Cuando Gandy fue a disculparse y se ofreció a pagar los daños, lo trató de una manera espantosa y se fue enfadado, ceñudo. El mudo, Marcus Delahunt, le llevó una camisa con una costura rota, pero la bobina de la máquina de coser se enredó y el hilo formó un nido al costado de la costura. Delahunt la vio golpear cosas, irritada, le tocó los hombros para calmarla y se sentó a ver de qué se trataba el problema: en la bobina habían quedado atrapadas dos hilachas azules. Le preguntó por señas si tenía aceite. Le entregó una lata con una punta larga y angosta, y Marcus colocó aceite en veinte puntos diferentes, hizo girar en las dos direcciones el volante, se levantó del taburete y le hizo un ademán florido hacia la máquina, como si se la presentara.
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