Funcionaba como nueva. En instantes, remendó la camisa.
Miró de frente el rostro de Marcus, sintiéndose infantil por su comportamiento, no sólo con él sino con todo el mundo.
– Gracias, Marcus.
El joven asintió y sonrió, e hizo gestos que no entendió.
– Lo siento, ¿puede repetir?
Miró alrededor buscando, divisó el calendario que colgaba en la puerta de atrás, y la tomó de la mano, llevándola a él. Le señaló la lata de aceite, y marcó siete días en el calendario.
– Todas las semanas. ¿Tengo que echarle aceite una vez por semana?
Asintió, sonrió, e imitó con el codo un volante que andaba con fluidez, ilustrando cómo funcionaría la máquina si seguía sus indicaciones.
– Lo haré, Marcus. -Le estrechó el dorso de las manos-. Y gracias.
Llevó la mano al bolsillo como para sacar el dinero, pero Agatha lo detuvo.
– No, no es nada. Gracias otra vez, por arreglarme la máquina.
Sonrió, saludó con el sombrero y salió.
Después de eso, el ánimo de Agatha se suavizó pero, a la hora de la cena, en vez de comer, durmió más de la cuenta y llegó tarde a la reunión de los miembros de la U.M.C.T. para la ronda nocturna.
Al dar las diez, estaba ansiosa a más no poder.
La conciencia no la dejaba en paz.
Fuiste áspera y desagradable con todo el mundo, todo el día, y sabes por qué. Es por ese maldito agujero que perforaste en la pared. ¡Si no lo soportas, tápalo!
Pero la atrajo como la lámpara de Aladino.
En mitad de la noche, arrastró los pies en la oscuridad de la familiar trastienda, pasó los dedos por el maderamen. Otra vez, los dedos percibieron el ritmo de la música que estremecía la pared. Le llegaba débilmente a través de los zapatos. Con cuidado, quitó la muestra. En medio de su mundo silencioso y solitario, parecía un diminuto punto de luz. Se acercó y puso un ojo en el orificio. Ahí estaban Jubilee, Ruby y Pearl bailando el cancán.
Las espléndidas faldas, de negro resplandeciente por fuera y con pliegues rojos por dentro, se agitaban a izquierda y derecha. Las largas piernas formaban pantallazos de red negra por triplicado. Con botas hasta el tobillo de color ébano, hacían cabriolas, se pavoneaban, meneaban las pantorrillas y las levantaban. Los pies apuntaban al cielo. Los torsos se inclinaban hacia adelante, luego atrás, después giraban, gritaban y sacudían las cabezas, haciendo temblar los tocados de plumas.
Era una danza pícara, pero Agatha veía más allá de su audacia, y encontraba en las piernas largas la simetría, la gracia y la agilidad que ella no poseía desde los nueve años de edad.
La música se acalló, y Jack Hogg fue obligado a actuar como presentador, gritando para ser oído por encima del barullo. Aunque Agatha no distinguió las palabras, miró todo. Las muchachas circulaban por la taberna, atrapando manos de seis hombres de rostros radiantes, ansiosos, que arrastraron hacia la barra. Ruby y Jube acomodaron a los vaqueros en una fila, a intervalos regulares, y alinearon con coquetería los sombreros en las cabezas. Jack sacó un par de címbalos e imitó una fanfarria a la que se unieron los instrumentos.
Y allá fue Pearl con las faldas levantadas hasta la cintura, las largas piernas flexibles y fuertes, girando frente a los hombres alineados.
Chocaron los címbalos. Pearl lanzó un pie al aire formando un arco, y el primer sombrero cayó al suelo. Giró, alzó la pierna, y cayó otro.
Recorrió la fila hasta que los seis Stetson quedaron a los pies de los hombres.
El corazón de Agatha palpitó con fuerza. El entusiasmo la hizo cerrar el puño y proyectarlo al aire junto con las dos últimas patadas increíbles. Por la pared, oyó el estruendo de los aplausos, los agudos silbidos y el golpear de los pies contra el suelo.
Jubilee y Ruby se unieron a Pearl para un coro final, rematando con una pose de lo más impúdica en la que las tres separaron las piernas, levantaron las faldas sobre los traseros y espiaron al público entre las rodillas. Unas últimas contorsiones impactantes, un floreo final de pliegues rojos, y las tres cayeron al suelo con las piernas separadas y los brazos levantados.
Agatha quedó tan agitada como las bailarinas. Vio cómo los pechos casi desnudos subían y bajaban bajo los breves corpiños de seda y las sienes perladas de transpiración. Se sintió como si hubiese bailado con ellas. El cuerpo se le aflojó contra la pared. Se dejó deslizar y cayó sobre el taburete de Willy.
Era una danza traviesa, sugestiva y audaz. Pero alegre y llena de fervor por la vida. Agatha cerró los ojos e intentó imaginarse sacándole el sombrero a un hombre de un puntapié. De pronto, le pareció el talento más deseable. ¡Si pudiera hacerlo, se sentiría la mujer más dichosa! Se frotó la cadera y el muslo izquierdos, preguntándose cómo sería sentirse bella, íntegra y desinhibida… reír, saltar y provocar un alboroto, con faldas rojas y negras.
Suspiró, y abrió los ojos en la oscuridad.
Agatha, estás poniéndote chocha, mirando bailar el cancán por un agujero de la pared.
Pero, por un rato, contemplándolas, se volvió joven, feliz, y llena de alegría de vivir. Por un momento, contemplándolas, hizo lo que jamás había hecho. Por un rato, ella también bailó.
Capítulo 10
El verano siguió su curso. En la pradera, la hierba del búfalo y el maicillo se tornaron secos como yesca. De noche, estallaban los relámpagos con falsas promesas. En todo el perímetro de Proffitt, los vecinos hicieron una ancha barrera contra incendios. El polvo levantado por el ganado que llegaba se infiltraba en todas partes: las casas, la ropa, hasta en la comida. Parecía que el único lugar húmedo en kilómetros a la redonda era en la base del molino de viento, en el centro de la calle principal, donde una bomba mantenía lleno el tanque para que bebiera el ganado sediento. Con tanto estiércol, aumentó la cantidad de moscas. También prosperó una colonia de perros de la pradera que decidió hacer su morada en la calle principal. De vez en cuando, una vaca se quebraba una pata en alguna de sus cuevas, y tenían que matarla allí mismo, y carnearla. Si esto sucedía entre martes y jueves, se convertía en causa de celebración, porque los viernes eran los días habituales de matanza en el Mercado de Carnes de Huffman, y con esas temperaturas, nadie se atrevía a comprar carne después del lunes.
Una banda de indios Oto acamparon en el límite sur del pueblo. Hacia el norte, la pradera estaba salpicada por las carretas de los inmigrantes, que esperaban para presentar reclamos sobre las tierras del gobierno. Todos los días, los agentes inmobiliarios alquilaban una gran cantidad de aparejos en los establos de caballos e iban a mostrar las secciones aún no reclamadas a los inmigrantes de ojos ávidos. En tren, llegaban los viajantes vendiendo de todo, desde medicinas hasta corsés para las señoras.
Gandy y Agatha veían menos a Willy. Corría descalzo con una banda de muchachos que merodeaban por la estación vendiendo bizcochos, huevos duros y leche a los pasajeros cuando los trenes paraban media hora a cargar agua. A veces, comía con Gandy, pero Agatha sospechaba que la base de su alimentación consistía en bizcochos escamoteados, leche y huevos duros y se consolaba pensando que, a fin de cuentas, no era una dieta tan desequilibrada.
El cuatro de julio, la fecha patria, los «secos» hicieron un desfile. Los «mojados», otro.
En una esquina, el editor del Wichita Tribune abogó en favor de la ratificación de la enmienda de prohibición presentada por el senador George F. Hamlin en febrero de 1879, y firmada por el gobernador en marzo de ese mismo año.
En otra esquina, un partidario del licor vociferaba: «¡La taberna es un elemento indispensable en un pueblo de frontera, y el licor mismo resulta un medio de comunicación tan poderoso como la tinta de imprenta!».
Un partidario de la templanza, con la cinta blanca, exclamaba:
– Las cadenas de la intoxicación son más pesadas que las que siempre llevaron los hijos de África.
Desde el campo de los mojados, se oía:
– Beber simboliza la igualdad. En el bar, todos los hombres son iguales.
A medida que avanzaba la plenitud del verano, el tema de la prohibición iba caldeándose junto con el clima. Desde el púlpito de la Iglesia Presbiteriana, el reverendo Clarksdale pedía bendiciones para «todos los nobles actores en el escenario humano de la templanza».
La asamblea del pueblo organizó un debate a fines de julio entre las fuerzas de la templanza y del licor. La distinguida oradora y predicadora metodista cuáquera Amanda Way fue al pueblo a hablar en nombre de los secos. La señorita Way fue tan convincente que antes de terminar la velada, las damas del capítulo Proffitt de la U.M.C.T. tuvieron un importante motivo para celebrar: George Sowers había firmado el compromiso de abstinencia.
Existía una sola manera en que podía cumplir la promesa, y era apartarse de la tentación: George se dedicó a juntar huesos de búfalos. Como en los quince años que siguieron a la Guerra Civil fueron masacradas setenta y cinco mil de esas criaturas, la pradera parecía un inmenso osario que esperaba ser cosechado. La mañana siguiente a la firma del compromiso, se vio a George conduciendo hacia el oeste, con un rocín de lomo hundido, enganchado a una carreta destartalada. Al día siguiente, se lo vio yendo hacia el este a vender lo recogido a los fabricantes de abonos y de porcelana de hueso de la ciudad de Kansas. Si bien la venta de los huesos no restauró a George en la posición de barón del oro que una vez tuvo, Evelyn estaba satisfecha. Por un tiempo, se dulcificó.
Ese verano, las filas de la U.M.C.T. se desbordaron. Crecieron demasiado para reunirse en el salón de Agatha, y comenzaron a hacerlo los lunes, en el edificio de la escuela. A comienzos de agosto, Annie Macintosh apareció en la reunión con un ojo negro, el labio cortado y dos costillas rotas. Cayó en brazos de las «hermanas», y les contó la verdad, llorando: el esposo, Jase, le pegaba cada vez que se embriagaba.
Eso dio por terminado el período de moderación de Evelyn Sowers. Esa misma noche, encabezó la marcha hacia el Sugar Loaf Saloon, arrastrando consigo a Annie, rodeada de un muro protector de mujeres frenéticas, enfurecidas. Se dirigió hasta Jase Macintosh, enarboló el puño y le asestó un golpe en el que puso sus ciento trece kilos y que dio a Jase en la mandíbula y lo hizo caer de espaldas de la silla. De pie sobre él, le plantó el zapato negro de tacón alto en medio del pecho, y siseó:
– ¡Esto fue por Annie, aliado de Satán empapado de ron! ¡Eres un excremento gangrenoso, que envenena la vida de esta comunidad! -Señaló a Annie y vociferó, para la concurrencia, en general-: ¿Ven lo que le causó esto a una buena esposa que no hizo nada para merecerlo, excepto criar los dos hijos de él, lavarle la ropa y limpiar la casa? -Echó a Jase una mirada colérica-. Bueno, se acabó. Ahora, Annie vivirá con George y conmigo, y nunca más le pondrás una mano encima. -Al pasar por la barra, apoyando todo el peso sobre Macintosh, a riesgo de quebrarle las costillas, dijo-: En cuanto a usted -le espetó a Mustard Smith, con los puños en las caderas gruesas- ¡pedazo de canalla! ¡Destructor de hogares! ¡Es la causa de la ruina humana que ve ante usted casi todos los días! ¡Me asombra que pueda mirarse todas las mañanas en el espejo!
Mustard Smith sacó una Colt 45, y apretó el cañón contra la nariz de Evelyn:.
– ¡Salga, perra! -refunfuñó, en tono gutural.
A Evelyn no se le movió una pestaña. Apretó hacia adelante, hasta que el cañón de la pistola le aplastó la nariz en forma grotesca y, cuando habló, no le salía aire de las fosas nasales.
– Vamos, dispáreme, lagartija resbaladiza. No me asusta ni usted, ni ninguno de los otros propietarios de tabernas de este pueblo. Dispáreme, y brotarán miles como yo, y se arrastrarán encima de usted como gusanos sobre una calavera.
Sin alterarse, Smith apretó el gatillo.
El arma estaba descargada.
Evelyn permaneció impávida ante el aterrador patrón de la taberna, pero sus compañeras de la unión lanzaron una exclamación ahogada.
– La próxima vez, estará cargada.
– Puede matar a un miembro de la U.M.C.T. o a una docena, pero no podrá matar a toda la legislatura, Smith. -Evelyn se volvió con una sonrisa satisfecha, en la punta de la nariz, la marca roja circular del caño-. Vamos, hermanas. ¡Al próximo vendedor de estricnina!
Cuando Agatha volvió a su apartamento, a las diez de esa noche, estaba débil de emoción y de miedo. Tal vez Evelyn no temiera a enemigos como Mustard Smith y Jase Macintosh, pero ella sí.
Mientras subía las escaleras, sintió en las piernas doloridas cada minuto de tensión de las tres horas pasadas. Había ocasiones en que se sentía hondamente cansada de la batalla por la templanza. Esa noche era una de ellas. Ansiosa, se acercó a la puerta con la llave en la mano.
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