Estaba abierta.
En la oscuridad, golpeó con la punta del pie algo que rodó: era el picaporte.
Se le escapó un breve alarido de miedo. Se oprimió la mano contra el corazón que martilleaba y sintió que una garra de miedo le estrujaba el pecho. Vacilante, estiró una mano y abrió más la puerta. Chocó con algo y se detuvo. ¿Un hombre? No pensó, se limitó a reaccionar: ¡impulsó la puerta con todo el peso del cuerpo! Pero en lugar de lastimar a alguien, tropezó con un escalón, se cayó y se lastimó. Quedó tendida en el suelo, con el dolor atenaceándole la cadera, y el miedo explotándole en todo el cuerpo. Esperaba que alguien la pateara, le clavase un hacha, la matara.
Nada sucedió.
De abajo llegaban los sones de «Pop Goes the Weasel». Del interior de su pecho, el palpitar de su propio corazón. Se incorporó, y se abrió paso hasta la mesa, arrastrando los pies entre objetos duros y blandos. Encendió una cerilla con mano temblorosa y lo sostuvo sobre la cabeza.
¡Dios del cielo, qué desastre!
Todo había sido revuelto. Ropa, adornos, la cama, papeles. Cristales rotos y sillas volteadas, como restos después de un tornado.
La cerilla le quemó los dedos y la tiró. Con la siguiente, encendió la lámpara. Pero se quedó inmóvil, demasiado atónita para gritar, demasiado petrificada para moverse. En treinta segundos, el impacto le sacudió el cuerpo; le entrechocaban los dientes, los espasmos le estremecían los miembros, tenía los ojos vidriosos. Cuando pudo moverse, lo hizo sin una idea consciente, atraída por la posibilidad de obtener ayuda, no porque fuese lo más prudente sino porque había perdido la capacidad de idear otra cosa.
Dan Loretto cantaba los números del keno [4] en la mesa más cercana a la puerta trasera cuando ella apareció. Alzó la vista y se levantó de un salto.
– Señorita Downing, ¿qué le pasa?
– Alguien en… entró en mi a… apartamento.
Le rodeó con un brazo los hombros trémulos.
– ¿Cuándo?
– No sé.
– ¿Está usted bien?
Temblaba tanto que parecía que se le iba a desarmar el esqueleto.
– Yo…, s… sí… Esta… ba fuera… No sabía qué hacer.
– Espere aquí. Iré a buscar a Scotty.
Gandy estaba jugando al póquer cerca de la entrada, de cara a la puerta vaivén. Dan se deslizó tras él y le murmuró en el oído:
– Está aquí la señorita Downing. Alguien irrumpió en su apartamento.
Antes de que saliera la última palabra de los labios de Dan, los naipes de Gandy azotaron la mesa.
– Cúbreme. -Hizo chirriar la silla cuando se levantó, ignorando que había dejado dinero en el cuenco, sobre el paño verde de la mesa. Echó un vistazo a Agatha, que esperaba cerca del pasillo del fondo, y viró bruscamente hacía la barra. Sin detenerse, le ordenó a Jack Hogg-: Trae la pistola y ven conmigo. -Al pasar junto al piano, ordenó en voz baja-: Sigue tocando, Ivory… Tú también, Marcus. Que las chicas sigan bailando.
Cenicienta de tan pálida, Agatha parecía un fantasma.
– Agatha -dijo, antes de llegar junto a ella-. ¿Está herida?
– No.
Con un brazo sobre los hombros, la llevó a la puerta del fondo, seguido por Jack y Dan.
– ¿Hay alguien allá arriba?
– Ya n… no…
¿Por qué no dejaban de castañetearle los dientes?
– ¿Está segura?
Sin aliento, asintió, esforzándose por andar al paso de las largas zancadas de él.
– Estoy segura. Pero está todo… revuelto.
Gandy se precipitó por la puerta trasera, arrastrándola de la mano, irritado por tener que adaptarse al paso de ella. Ya la había visto subir la escalera y no había tiempo que perder.
– Sujétese -le advirtió y, sin ceremonias, la alzó en brazos-. Arriba, muchachos.
Se colgó del cuello de Gandy con las dos manos, mientras Dan y Jack subían de a dos los escalones. Se apretaron contra la pared, a cada lado de la puerta, enarbolando el arma.
– ¡Estamos apuntando con un arma cargada! -gritó Jack-. ¡Si está ahí, le aconsejo que se tire boca abajo, con los brazos y las piernas abiertos!
En brazos de Gandy, Agatha le dijo:
– Ya estuve aden… tro. Ya se fueron.
– ¡Estuvo adentro! ¿Sola? -Ahogó una maldición y la depositó, sin mucha gentileza, sobre el rellano-. ¡Ahora, siéntese ahí y no se mueva!
Gandy se acercó a la entrada. «¡Dios misericordioso!, -pensó-. Alguien hizo un bonito trabajo en este lugar». Dan y Jack, que ya estaban dentro, giraron y lo miraron.
– Es un lío.
– ¡Jesús! -exclamó Jack.
Gandy pisó una tetera rota, se inclinó a levantar una caja de música con la tapa retorcida y un gozne roto. En medio del silencio, comenzó a sonar una suave canción.
– ¿Qué crees que buscaban? -preguntó Dan, encaminándose al dormitorio donde una almohada rasgada había provocado una nevada de plumas que estaban desparramadas por todos lados.
Agatha dijo desde la entrada:
– Supongo que la caja de la tienda.
Gandy viró bruscamente para enfrentarla:
– Le dije que esperase ahí.
Se abrazó y levantó hacia él la mirada suplicante de los ojos verdes.
– Me siento más segura aquí dentro, con ustedes.
La caja de música seguía tocando:
Bella soñadora, despierta junto a mí,
Las estrellas y el rocío te esperan a ti…
Se acercó a él con su paso quebrado, contemplando la delicada caja de metal en las manos morenas de dedos largos. Sobre la tapa, estaba pintada una dama de peluca empolvada, con la muñeca sobre el respaldo de un banco de jardín, las faldas delicadamente onduladas, y los sauces llorones a sus espaldas.
– Era de mi madre -le dijo en voz suave, tomándola, escuchándola un momento y cerrando la tapa. Apartó la mirada y, por primera vez, se le llenaron los ojos de lágrimas. Apretó la caja contra el pecho, se tapó los labios con dedos temblorosos y dijo en voz queda-: Oh, Dios.
Gandy pasó por encima de la tetera quebrada y la tomó en los brazos, con la caja de música apretada entre los dos.
– Cálmese, Agatha -la consoló. Parecía no percatarse de su presencia. Se irguió, enderezó una silla, la obligó a sentarse, y apoyándole las manos en los hombros, dijo-: ¿Dónde guarda la caja de dinero?
– Abajo… en un cajón del escritorio. A la noche, la cierro con llave. No la traigo aquí.
– ¿Dónde está la llave?
– Con las demás… -Miró alrededor, confundida, como si esperase verla aparecer por arte de magia-. Oh, Dios -repitió. Los ojos dilatados, asustados, miraron a Gandy-. No sé… oh, Jesús, ¿dónde podrá estar?
– ¿Anoche las tenía?
– Sí, yo… recuerdo que llegué hasta la cima de la escalera y, cuando me acerqué a la puerta para abrir la cerradura, el picaporte estaba a mis pies.
Gandy lanzó una mirada a Dan.
– Revisa el rellano. Jack, tú ve a buscar al comisario. -Cuando los dos se fueron, se concentró en Agatha. A la luz cruda de la lámpara, el rostro parecía blanco como la leche. Se mantenía en una postura exageradamente rígida. Le masajeó los hombros, frotándole con fuerza el cuello tenso con los pulgares-. Descubriremos quién fue… no se preocupe. -Y un minuto después-: ¿Usted está bien?
Alzó los ojos translúcidos y asintió.
Dan entró con las llaves.
– Las encontré. Scotty, ¿quieres que revise abajo?
– Sí, Dan, por favor.
Cuando se fue, Scotty revisó el apartamento, pasando sobre los objetos privados de Agatha. Sintió una aguda desolación al mirar la ropa, los papeles, la ropa de cama… todas las cosas a las que nadie sino ella tenía derecho a acceder. En cierto modo, se sintió culpable de asediar su vida privada. Se dio la vuelta y regresó junto a ella.
– No creo que buscaran dinero.
Sobresaltada, lo miró con la boca abierta.
– Pero, ¿qué otra cosa?
– No sé. ¿Encontró una nota? ¿Alguna clave?
– Sólo llegué hasta la mesa.
Los dos miraron en torno, pero no vieron otra cosa que el desorden dejado por el asaltante.
– ¿Cree que pudo haber sido Collinson? -le preguntó.
– ¿Collinson?
La idea la aterró más que la perspectiva de que el motivo fuera el robo.
Dan subió las escaleras e irrumpió por la puerta, sin aliento.
– Abajo no encontré nada. Todo está perfectamente cerrado con llave. -Le entregó las llaves a Agatha y retrocedió un paso-. ¿Qué piensas, Scotty?
– Demonios, no sé. Pero lo que sí sé es que ella no puede quedarse aquí esta noche. La llevaremos al lado.
Agatha no pudo creer lo que oía.
– ¿Al lado?
– Puede dormir con Jube.
– ¿Con Jube?
¡Pero si dormía con él…!
– Aquí, con el picaporte roto, no está segura. Y además, usted no está en condiciones emocionales para quedarse sola.
En ese momento, entró el comisario Ben Cowdry por la puerta. Un hombre muy áspero que, sin perder tiempo en amabilidades, examinó la escena con los brazos en jarras, los ojos entrecerrados, no dejó escapar casi nada.
– Hogg me contó lo que pasó aquí. -Caminó hacia dentro, alzando los tacos de las botas para no pisar los objetos tirados. Los ojos registraban con cuidado cada sitio donde iba a poner los pies. Miró a Agatha-. ¿Usted está bien, señorita Downing?
– Sí.
– El dinero sigue abajo, en un cajón del escritorio cerrado con llave -intervino Loretto.
– Ahá.
El comisario, con los pies separados, giró con lentitud y los ojos pequeños examinaban todo bajo el ala del Stetson castaño.
– ¿Alguna idea?
– Una -dijo Gandy-. La señorita Downing y yo hemos tomado a Willy Collinson bajo nuestra ala, y al viejo no le gusta mucho. Nos hizo una visita de la que, estoy seguro, usted se enteró.
– ¿La de la bota arrojada por la ventana?
– Esa misma.
– ¿Qué dijo?
Gandy contó lo sucedido aquel día, mientras el sheriff revisaba el apartamento casi sin tocar nada, pero sin dejar nada de lado. Cuando se detuvo otra vez ante Agatha, no desperdició palabras:
– Se me ocurre que hay muchos tipos furiosos con usted por el grupo de la templanza que inició. ¿Le parece que puede haber sido uno de ellos?
– N… no lo sé.
Gandy intervino:
– Antes de esto, una vez recibió una visita. -Se volvió hacia ella-. Agatha, ¿conservó la nota?
– Sí, está en la puerta de arriba del tocador. -Se levantó a buscarla y se la entregó al comisario con mano trémula-. La encontré clavada en mi puerta trasera una noche, después de una reunión de templanza.
La leyó con detenimiento, examinando el papel más tiempo del necesario para entender el contenido.
– ¿No le importa si me la llevo?
– Por supuesto que no.
El comisario la plegó, la metió en el bolsillo de la camisa y revisó una vez más el perímetro del apartamento, observando con detenimiento el friso, los muebles, las ropas de cama, y hasta detrás de la pequeña estufa. Cuando llegó a la puerta, la enganchó con un dedo y la apartó de la pared.
– Creo que lo encontré.
El pulso de Agatha se aceleró. Gandy le apretó el hombro.
– ¿Qué?
Con un gesto brusco de la cabeza, Cowdry indicó a Jack que saliera del camino. Jack salió del umbral y el comisario cerró la puerta sin decir una palabra. Sobre la pintura parda, raspadas en el revés de la puerta, se leían las palabras:
Ojo, Templanza
El comisario parecía frío, pero tanto Agatha como Gandy sabían que bajo el exterior impasible funcionaba una mente sagaz.
– ¿Se le ocurrió algo? -preguntó.
Podría ser cualquiera: Mustard Smith, Angus Reed, cualquiera de los dueños de tabernas de Proffitt. O cualquiera de sus clientes. La lista era tan larga que, de sólo pensarlo, Agatha se sintió aturdida.
Gandy permaneció junto a ella, y vio que las cejas adquirían expresión de abatimiento. Se dio cuenta de que estaba abrumada. Tenía buenos motivos para estar asustada: una mujer sola, con un enemigo tan peligroso. Lo sorprendió el impulso de protección hacia ella que lo asaltó.
– Agatha.
Levantó los claros ojos verdes, todavía asustados.
– Podría ser cualquiera -admitió, en voz chillona y temblorosa.
Gandy se dirigió a Cowdry:
– Tiene razón. Podría ser Mustard Smith, Didier, Reed, Dingo… cualquiera de ellos. Casi el único que se podría descartar es Jesús García: no creo qué sepa escribir en inglés.
– Haré que el agente pase una o dos veces por noche por el callejón. Hasta que tenga pruebas concretas, no es mucho más lo que puedo hacer. Por eso, manténgame al tanto de cualquier hecho peculiar, por favor.
Agatha le aseguró que lo haría, y le dio las buenas noches. Cuando se fue, Gandy mandó a Jack y a Dan abajo, con instrucciones de hacer subir a Jubilee. Después, se dirigió a Agatha.
– Junte lo que necesite para pasar la noche. Vendrá conmigo.
– Por favor, Scott… no me parecería bien entrometerme con Jubilee.
– No la dejaré aquí, sola. Haga lo que le dije.
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