– ¿Y su nombre, señor?

El sujeto le dedicó una sonrisa de dientes marrones, encajó otra vez el cigarro en la boca pequeña y respondió:

– Heustis Dyar.

La mujer alzó una ceja y miró el cartel que lucía en el falso frente del edificio, encima de la cabeza del hombre:

– ¿Y es usted el dueño de Hoof y Horn?

– Así es -respondió, orgulloso, deslizando los pulgares bajo los tirantes y proyectándolos hacia afuera-. ¿Quién pregunta?

Con un breve gesto de la cabeza, la mujer respondió:

– Drusilla Wilson.

– Drus… -Se sacó el cigarro de la boca y dio un paso hacia ella-. ¡Eh, espere un momento! -Con el entrecejo fruncido, se volvió hacia el cantinero que apoyaba los antebrazos en las puertas vaivén-. ¿Qué está haciendo ella aquí?

Tom Reese se encogió de hombros.

– ¿Y yo cómo sé qué está haciendo aquí? Supongo que crear problemas. ¿Acaso no es eso lo que hace en cada sitio al que va?

Eso era lo que hacía Drusilla Wilson ahí, y mientras se acercaba a su «hermana» caída en el lodo, rogaba que fuesen Heustis Dyar y el dueño de Gilded Cage los primeros en sufrir el impacto de su llegada.


Agatha tenía gran dificultad en levantarse. Otra vez, la cadera. En los mejores momentos, no podía confiar en ella; en los peores, era inútil intentarlo. Atascada en el barro frío y pegajoso, le dolía y no lograba levantar el peso de la mujer. Aunque se balanceó hacia adelante, no pudo ponerse de pie. Cayó hacia atrás, con las manos enterradas hasta las muñecas, y deseó ser de la clase de mujer que echa maldiciones.

Una mano enfundada en un guante negro se extendió hacia ella.

– ¿Puedo ayudarla, señorita Downing?

Agatha levantó la vista y vio unos fríos ojos grises que se esforzaban por ser simpáticos.

– Drusilla Wilson -anunció la mujer a modo de presentación.

– ¿Drus…?

Estupefacta, Agatha miró maravillada a la mujer.

– Vamos, levántese.

– Pero…

– Tome mi mano.

– Oh… claro… claro, gracias.

Drusilla aferró la mano de Agatha y la ayudó a levantarse. Agatha hizo una mueca y se apretó la cadera izquierda con una mano.

– ¿Está lastimada?

– No, sólo en mi orgullo.

– Pero está cojeando -advirtió Drusilla, mientras la ayudaba a subir los escalones.

– No es nada. Por favor, se manchará el vestido.

– Me he manchado con cosas peores que lodo, señorita Downing, créame. Desde cerveza hasta estiércol de caballo, me han arrojado de todo. Un poco de limpio barro de Dios será un alivio.

Pasaron juntas por la puerta de la Gilded Cage. Adentro, ya sonaba el piano y se filtraban risas, únicos sonidos que perturbaban la apacible mañana de abril. Las dos mujeres caminaron hasta la tienda vecina, en cuyo escaparate se leía en brillantes letras doradas: Agatha N. Downing, Sombrerera.

Dentro, Agatha olvidó que estaba toda sucia y dijo, emocionada:

– Señorita Wilson, me siento tan honrada de conocerla… Yo… yo… pues… no… no puedo creer que sea usted, realmente, la que está en mi humilde tienda.

– ¿Eso significa que sabe quién soy?

– Desde luego. ¿Acaso no la conocen todos?

La señorita Wilson se permitió una risita seca.

– Bueno, en el estado de Kansas, sí, y me atrevería a decir en todos los Estados Unidos y, por cierto, me conoce todo aquel que haya oído la palabra templanza.

El corazón de Agatha latió, excitado.

– Me gustaría conversar un rato con usted. ¿Puedo esperarla mientras se cambia de ropa?

– ¡Oh, sin duda! -Agatha indicó un par de sillas en la parte del frente del negocio-. Por favor, póngase cómoda mientras me ausento. Yo vivo arriba, de modo que no tardaré más que un minuto. Si me disculpa…

Agatha cruzó el taller y salió por una puerta trasera. En la pared del fondo del edificio había una escalera de madera que llevaba a los apartamentos de arriba. Subió como lo hacía siempre: los dos pies en cada escalón, aferrándose con tanta fuerza al pasamanos que los nudillos se le ponían blancos. Las escaleras eran lo peor. Estar de pie o caminar sobre una superficie plana era tolerable, pero alzar la pierna izquierda era difícil y doloroso. La falda sujeta atrás le hacía la marcha aún más difícil, trabándole los movimientos. A mitad de camino, se inclinó y, metiendo la mano bajo el ruedo, desató el último par de lazos. Cuando llegó al rellano superior, estaba un poco agitada. Se detuvo, sin soltar la baranda. El rellano era compartido por los habitantes de ambos apartamentos. Echó un vistazo a la puerta que llevaba a la vivienda de Gandy.

Tal vez otra mujer se hubiese permitido llorar, después de un momento tan duro como el que ese hombre la había hecho pasar, pero Agatha no. Agatha se limitó a exhalar con comprensible cólera y reconoció un gran anhelo de hacerlo morder el polvo. Cuando se volvía hacia la puerta, sonrió al pensar que al fin le habían llegado refuerzos.

Le llevó cierto tiempo quitarse el vestido. Tenía veintiocho botones en el frente, ocho lazos de cinta atados por dentro para formar el polisón de atrás, y la mitad que sujetaban la falda en forma de delantal alrededor de las piernas. A medida que soltaba cada cinta, el vestido perdía forma. Cuando quedó desatado el último lazo, el polisón perdió todos sus bultos y quedó tan plano como la pradera de Kansas. Con él en la mano, el corazón le dio un vuelco.

¡Ese hombre! ¡Ese sujeto maldito, enervante! No tenía idea de lo que le costaría a Agatha en cuestión de tiempo, dinero e inconvenientes. Todos esos miles de puntadas a mano, cubiertas de barro. Y sin un lugar donde lavarlo. Miró el fregadero seco y el cubo de agua que estaba junto a él. La carreta de agua fue esa mañana temprano a llenar el barril, pero éste estaba sobre un soporte de madera bajo esas larguísimas escaleras. Además, el fregadero no tenía el tamaño suficiente para lavar una prenda así. Tendría que llevarla enseguida al lavadero de Finn, pero considerando quién la esperaba abajo, eso quedaba descartado.

La ira de Agatha aumentó cuando se quitó el polisón de algodón y las enaguas. El vestido, por lo menos, era gris, pero estas prendas eran blancas… o lo habían sido. Temía que ni siquiera el jabón de lejía casero de Finn pudiese quitar manchas de lodo tan espesas.

Después. Después te preocuparás por eso. ¡La propia Drusilla Wilson está esperándote!

Abajo, la visitante veía a la señorita Downing cojear desde la parte de atrás de la tienda, y comprendió que la caída de ese día no era la causa. Al parecer, Agatha N. Downing tenía un problema de cadera desde hacía mucho tiempo.

Cuando Agatha desapareció tras la cortina, Drusilla Wilson miró alrededor. La tienda era larga y angosta. Cerca del escaparate cubierto con una cortina de encaje había un par de sillas de estilo Victoriano de respaldo ovalado, tapizadas de color orquídea pálido que hacía juego con las cortinas. Entre las sillas había una mesa de tres patas, tallada, y encima, las últimas ediciones de las revistas Graham, Godey y Peterson. Wilson descartó leerlas, y prefirió recorrer el establecimiento.

Sobre formas de papier maché, se exhibía una variedad de sombreros tanto de fieltro como de paja toscana. Algunos eran calados, otros lisos. En las paredes había filas de pulcros compartimientos en los que se veían cintas, botones, encaje y adornos. Sobre una mesa de caoba, un surtido de gasas y algodones plegados mostraban un prisma completo de colores. En una canasta de mimbre, una selección de frutas de pasta de aspecto tan real que daban ganas de comerlas. Margaritas y rosas artificiales hechas con mucho arte se veían en un cesto chato. Sobre otro mostrador había otra variedad de esclavinas de piel, y abanicos de plumas de faisán. De la pared del fondo colgaban de un cordel plumas de avestruz. En un gabinete de cristal había todo un aviario de pájaros, nidos y huevos. Mariposas, libélulas y hasta abejorros se sumaban a la colección. Adornada con un par de cabezas de zorro embalsamadas, semejaba más la vitrina de un científico que el exhibidor de una sombrerera.

A Drusilla Wilson no le llevó más de dos minutos confirmar que la señorita Downing tenía en sus manos un buen negocio… y dedujo que, también, comunicación fluida con las mujeres de Proffitt, Kansas.

Oyó que volvían los pasos irregulares de la dueña del negocio y giró en el mismo momento en que Agatha apartaba las cortinas de terciopelo color lavanda.

– Ah, es una tienda maravillosa, maravillosa.

– Gracias.

– ¿Cuánto hace que es sombrerera?

– Aprendí de mi madre. Cuando era niña, la ayudaba a coser en casa. Más adelante, cuando se hizo sombrerera y se mudó aquí, a Proffitt, yo vine con ella. Cuando murió, yo continué su labor.

La señorita Wilson observó la ropa limpia de Agatha. Para su gusto, el azul que usaba era demasiado colorido y moderno, con sus remilgados lazos a la espalda e innumerables filas de alforzas en el frente. Y tampoco comulgaba con esas faldas estilo delantal tan apretadas que marcaban la forma de las caderas femeninas con demasiada nitidez, ni con el corpiño ajustado que revelaba con excesiva crudeza la amplitud de los pechos. Pero a la señorita Downing no parecía preocuparle mostrar ambos contornos con escandalosa claridad. Sin embargo, al menos el ajustado cuello clerical era recatado, si bien el borde de encaje que se repetía en las muñecas le daba un aire pecaminoso.

– Señorita Downing, ¿se siente mejor?

– Mucho mejor.

– Una se acostumbra a esto cuando lucha por nuestra causa. Como sea, no tire el vestido manchado. Si las manchas de lodo no salen, podría usarlo cuando enfrente al enemigo en la próxima batalla. -Sin aviso previo, la señorita Wilson atravesó con agilidad el salón y tomó las manos de Agatha-. Querida mía, estoy tan orgullosa de usted, tan orgullosa… -Le oprimió los dedos con firmeza-. Yo me dije: «He aquí una mujer que no retrocede ante nada. ¡He aquí a una mujer a la que quiero luchando a mi lado!».

– Oh, no fue nada. Sólo hice lo que haría cualquier mujer en la misma situación. Pero si estaban esos dos niños…

– Pero ninguna lo hizo, ¿no es verdad? Usted fue la única que defendió la virtud.

Dio otro apretón de simpatía a las manos de Agatha, las soltó y retrocedió.

Agatha se ruborizó de placer ante semejante elogio en boca de una mujer tan famosa como Drusilla Wilson.

– Señorita Wilson -declaró con sinceridad-, cuando dije que era un honor tenerla aquí, hablaba en serio. Leí mucho sobre usted en los periódicos. ¡Dios mío!, si la consideran la más alta autoridad en la lucha por la causa de la templanza.

– No me importa mucho lo que dicen de mí. Lo que más importa es que estamos haciendo progresos.

– Eso he leído.

– Sólo en el 78 se formaron veintiséis grupos locales de la Unión de Mujeres Cristianas por la Templanza en todo el Estado. La mayoría, el año pasado. ¡Pero todavía no hemos terminado! -Levantó el puño, lo bajó y los labios finos dibujaron una sonrisa apretada-. Desde luego, por eso estoy aquí. Me llegaron noticias de su pueblo. Me dicen que se nos está yendo de las manos.

Agatha suspiró, fue cojeando hasta el escritorio de tapa corrediza apoyado contra la pared trasera de la izquierda, y se hundió en una silla, junto a él.

– Usted vio con sus propios ojos hasta qué punto. Y también puede oír por sí misma lo que pasa en el local de al lado.

Señaló con un gesto a la pared que la separaba de la taberna, a través de la cual llegaban los sones ahogados de «Ángel caído, cae en mis brazos».

La señorita Wilson apretó los labios y alrededor le aparecieron arrugas, como en un budín de dos días.

– Debe de ser penoso.

Agatha se tocó las sienes.

– Por decirlo con discreción. -Movió la cabeza con expresión apesadumbrada-. Desde que vino ese hombre, hace un mes, cada vez; es peor. Tengo que confesarle algo, señorita Wilson. Yo…

– Por favor, llámeme Drusilla.

– Drusilla… sí. Bueno, como le decía, mis motivos para enfrentarme al señor Gandy no fueron estrictamente altruistas. Me temo que sus elogios fueron un poco apresurados. Desde que se abrió la taberna al lado, mi negocio comenzó a tener dificultades, ¿entiende? A las señoras no les agrada pasar por esta acera por temor a que las moleste algún borracho antes de llegar a mi puerta. -Agatha frunció el entrecejo-. Es muy perturbador. Surgen peleas espantosas a cualquier hora del día y de la noche, y como ese Gandy no las permite en su local, el tabernero arroja a los borrachos a la calle.

– No me sorprende, pensando en lo que valen aquí los espejos y la cristalería. Pero, continúe.

– Las riñas no son lo único. El lenguaje… Oh, señorita Wilson, es escandaloso. Absolutamente escandaloso. Y con esas medias puertas, los ruidos se filtran a la calle y es indecible las cosas que tienen que oír las señoras cuando pasan. Yo… en verdad, no puedo decir que las culpo por vacilar en seguir siendo clientes mías. En su lugar, yo sentiría lo mismo. -Agatha entrelazó los dedos y bajó la vista-. Además, hay una razón más humillante para evitar la zona. -Alzó la mirada, con auténtica expresión de pesar-. Los maridos de algunas de mis clientas frecuentan la taberna más que sus propias casas. A varias de ellas las espanta de tal modo la perspectiva de toparse con los esposos en la calle… en semejante condición, que la sola idea las avergüenza.