– Buenas noches, pues -dijo Jack.
Un instante antes de cerrar la puerta, Jack asomó la cabeza:
– Aquí viene alguien más.
Desapareció, y Marcus tomó su lugar, con una taza humeante. La sonrisa le indicó a Agatha que era para ella.
– Oh, Marcus, qué considerado. -Aceptó la taza-. Mmm… té. Gracias, Marcus, es exactamente lo que necesitaba.
Marcus se puso radiante e hizo un gesto como de revolver azúcar y alzó las cejas con gesto interrogante.
– No, gracias. Así está bien. -Bebió un sorbo y asintió, en gesto aprobador-. Perfecto.
Marcus juntó las manos bajo la oreja y cerró los ojos, indicando dormir.
– Sí, después de esto dormiré maravillosamente. Gracias, otra vez, Marcus.
Al llegar a la puerta, saludó, y Agatha le devolvió el saludo. Salió y cerró.
Agatha sintió que se le desbordaba el corazón, que se le entibiaba por algo más que el té. Pensó que, tal vez, se había apresurado a pronunciar el deseo; quizá, lo que más deseaba en la vida era conservar para siempre este sentimiento, esta maravillosa sensación de familia.
En amistoso silencio, Agatha bebió y Jubilée fumó.
Después de un rato, Agatha comentó:
– Qué considerado fue Marcus.
El semblante de Jube se suavizó. Dejó de fumar y contempló el humo que subía.
– Es un cielo, ¿no? Siempre tiene un gesto amable para todo el mundo. Marcus es el hombre más bondadoso que conocí. Cada vez que estoy enferma me trae té con miel y coñac. Y una vez me dio friegas en la espalda. Fue un placer.
– Al principio, me afligía que no pudiera hablar -le confesó Agatha-, pero pronto descubrí que puede hacerse entender mejor que muchas personas con habla.
– Seguro. A veces me gustaría… -En el rostro de Jubilee apareció una expresión melancólica. Exhaló una nube de humo y murmuró-: Oh, nada.
– Dime, ¿qué te gustaría?
– Oh… -Se encogió de hombros y murmuró, tímida-: Que no fuese tan tímido.
– ¡Caramba, Jubilee! -Agatha levantó las cejas-. ¿Sientes… algo por Marcus? Quiero decir, ¿algo especial?
– Creo que sí. Pero, ¿cómo lo sabe una chica, si el hombre nunca le da un indicio?
– ¿Me lo preguntas a mí?
Con la mano extendida sobre el pecho, Agatha rió.
– Bueno, tú también eres una chica, ¿no?
– No creo. Ya tengo treinta y cinco años. No soy más una chica.
– Pero sabes a qué me refiero. En ocasiones, Marcus me mira… bueno, ya sabes, de un modo diferente. Y en el mismo momento en que creo que va a…
Golpearon la puerta.
– ¿Estáis vestidos? -se oyó la voz de Gandy.
Jube le murmuró a Agatha:
– Después seguiremos conversando. -Y levantando la voz-: Más que vestidos. Pasa.
La puerta se abrió lentamente, y Gandy se recostó contra el marco con la corbata floja y la chaqueta colgando del dedo, sobre el hombro. Le habló a Jube, pero mirando a Agatha.
– Veo que ya la instalaste.
– Por supuesto. Ahora se siente mucho mejor.
– Tiene mejor aspecto. -Apartó el hombro del marco y entró, arrojando la chaqueta a los pies de Agatha-. Cuando fue abajo, a buscarme, parecía un fantasma, ¿sabe? -Tomó la taza vacía-. Déme eso. -La dejó a un lado y se sentó junto a la cadera de la mujer, con un brazo del otro lado del cuerpo de Agatha-. Pero recuperó el color.
Agatha intentó subir más las mantas, pero el peso del hombre se lo impedía. Sobre el niveo camisón de cuello alto, las mejillas se le pusieron de un rosado intenso. Y el cabello era una gloria, flotando en ricas y espesas ondas que captaban la luz y la reflejaban casi con los matices del vino borgoña. La mirada admirativa del hombre se demoró unos momentos en él, y luego pasó a los transparentes ojos verdes. Eran cautivantes como ningunos que hubiese visto antes, claros como el agua del mar. Habían comenzado a perseguirlo por las noches, en la cama, y lo mantenían desvelado como si ella estuviese en el cuarto, observándolo. Dentro del pecho le brotó un calor inesperado, mientras las miradas de los dos permanecían unidas y el peso de Gandy hacía bajar las mantas con que Agatha se cubría los pechos.
– Ma-marcus me trajo té -tartamudeó, acalorada por la cercanía, por no estar vestida más que con el camisón, y sentir el calor del cuerpo de él contra la cadera-. Y Jubilee me cepilló el pelo. -Se lo tocó, insegura, como disculpándose-. Y todos los demás vinieron a darme las buenas noches.
– ¿De modo que ahora podrá dormir?
– Oh, sin duda. -Trató de sonreír, pero no pudo hacer otra cosa que abrir los labios, y revelar que su aliento era agitado. Manoseó con las yemas de los dedos los botones del cuello. De inmediato, él le atrapó la mano y la bajó. Se quedaron quietos, con los dedos entrelazados. El corazón de Agatha latía como un pájaro cautivo, pero quería decir muchas cosas-. No sé qué habría hecho sin todos ustedes esta noche -murmuró-. Gracias, Scott.
– No hay por qué darlas. -Cediendo a un impulso, la rodeó con los brazos y la estrechó con delicadeza contra el pecho. La retuvo así, sin moverse, por largo, largo rato-. Somos sus amigos. Para eso están los amigos.
El corazón le palpitó con fuerza contra él. No tenía otro lugar donde poner las manos que en los omóplatos de Scott. Era consciente de la presencia de Jubilee observándolos desde los pies de la cama, del intenso olor a cigarro en la ropa y la piel de Scott, y del hecho de que sus propios pechos sueltos estaban aplastados contra el pecho masculino: era la primera vez en su vida.
– Buenas noches, Gussie -susurró, y le besó el borde de la oreja-. Hasta mañana.
– Buenas noches, Scott -pudo decir, en un susurro.
Mientras el corazón de Agatha aún le palpitaba con fuerza dentro del pecho, Scott se levantó, tomó la chaqueta y bordeó la cama. Parado detrás de Jubilee, se inclinó sobre el rodapié de bronce. Jubilee alzó el rostro y le sonrió.
– Buenas noches, Jube.
Se besaron.
– Buenas noches, Scotty. La cuidaré bien para ti.
Le hizo un guiño a Jube y una sonrisa a Agatha.
– Todos lo hacen.
Luego, él también se marchó.
Cuando apagaron la lámpara y el edificio quedó en silencio, Agatha, tendida junto a la muchacha dormida, se quedó despierta por mucho tiempo, por más tiempo que nunca en su vida. Se sentía confusa, y más consciente de su cuerpo de lo que recordaba haber estado jamás. No sólo de las partes que le dolían, sino de las que no. Se sentía erizada de pies a cabeza. Dentro del pecho, el corazón golpeaba como si una fuerza mística lo hubiese despertado después de dormir todos esos años.
¿Cómo era posible que Scott le hubiese provocado algo semejante… sentado ahí, despreocupado, y tomándola en brazos sin el menor recato? ¡Y ella en camisón! ¡Y Jubilee ahí, al lado!
Pero en aquel momento, cuando le apoyó las manos en los omóplatos y su corazón se apoyó contra el de él, las preocupaciones de Agatha misma por el recato se esfumaron. Qué bueno fue sentirse apretada contra el cuerpo sólido, abrazada por un minuto. Qué ardiente sintió el rostro y qué insistente el pulso. Cuan plenos y pesados los pechos, cuando los aplastó. Recordó la sensación de tersura de la espalda de la camisa, estirada mientras la abrazaba. Y la barbilla de él contra su sien. Y el hueco del cuello contra su boca. Y el olor… ah, el aroma, tan diferente del propio, mezcla de agua de violetas y almidón…
Con la evocación, llegó el pudor.
Pero pertenece a Jubilee, ¿no es cierto?
Confundida, Agatha se dio vuelta y se acostó sobre la otra cadera. El mismo refrán le daba vueltas en la mente una y otra vez.
¿Cómo puede ser que Jubilee pertenezca a Scott, si quiere a Marcus?
Cuando al fin se durmió, lo hizo profundamente, pero sin respuestas.
Capítulo 11
Por la mañana, fueron a trabajar, tal como habían prometido. Marcus instaló un picaporte nuevo, y cuando apareció Willy lo pusieron a la tarea de recolectar las plumas y meterlas en la funda de la almohada. Agatha advirtió que se rascaba otra vez y tomó nota mental de hablar con Scott al respecto.
Al despertarse, no sabía bien como comportarse con Scott esa mañana, pero él la trató de un modo tan platónico como siempre.
Hacia las diez y media, Willy se cansó de juntar plumas, y Agatha lo mandó a la tienda de Harlorhan, a ver si le había llegado correo.
Regresó con la última edición de The Temperance Banner y un sobre con sello de correo de Topeka, y como remitente, la dirección oficial del gobernador John P. St. John.
– ¡Eh, es del gobernador! -exclamó.
– ¡Oooohhh, el gobernador! -repitió Ruby-. ¡Caramba, que nos codeamos con lo mejor!
Hizo girar los ojos y agitó los dedos como si se le quemaran.
Agatha abrió con cuidado el sobre y sacó una carta con el sello del Estado en bajo relieve, mientras todos se amontonaban alrededor: Marcus, con el destornillador en la mano; Scott, con el codo apoyado en el mango de la escoba; las chicas, asomadas sobre el borde del minúsculo equipo de cocina de Agatha; Ivory y Jack, espiando sobre los hombros; Dan, con Willy trepado sobre las botas para ver mejor.
Los ojos de Agatha recorrieron velozmente el papel.
– Bueno, ¿qué dice? -quiso saber Ruby.
– Es una invitación.
– ¡Bueno, léela en voz alta, antes que nos dé un ataque de tanto afligirnos!
La mirada de Agatha se posó fugazmente en Scott, y la apartó, nerviosa. De pronto, se le secó la boca. Se aclaró la voz y se humedeció los labios.
Estimada Señorita Downing:
Como miembro activo del movimiento para prohibir la venta de sustancias tóxicas en el Estado de Kansas, el representante estatal Alexander Kish me mencionó su nombre, el de la señorita Amanda Way, y el de la señorita Drusilla Wilson. Como sabe, cuando resulté electo gobernador de Kansas, prometí a mis votantes hacer todo lo que estuviese en mi poder para desterrar, no sólo el consumo de alcohol, sino también su venta dentro de las fronteras del Estado.
Con ese fin, apoyo de todo corazón la legislación reciente enviada a ambas cámaras de la legislatura, proponiendo ratificar la enmienda de prohibición de nuestra Constitución estatal.
Si aquéllos que, hasta ahora, trabajaron con celo por esta noble causa, se diesen otra vez la mano para hacer ahora un esfuerzo más agresivo que nunca, la enmienda podría y debería ser ratificada por los votantes de Kansas.
Como medio de expresar mi agradecimiento por la tarea de ustedes y para alentar el futuro apoyo al movimiento de prohibición, le extiendo esta invitación a tomar el té en el jardín de rosas de la mansión del gobernador, el quince de septiembre, a las dos en punto de la tarde.
Estaba firmada por el gobernador John P. St. John en persona.
Cuando Agatha terminó de leer, nadie dijo una palabra. Sintió un incómodo calor en el rostro y el cuello. Miró fijamente la carta, temerosa de encontrarse con los ojos de todos en medio de ese silencio incómodo. El rígido papel crujió cuando lo dobló con lentitud y lo metió otra vez en el sobre.
– ¿Qué pasa? -preguntó Willy, mirando las caras de los mayores, y su voz resonó como un trueno.
Finalmente, Agatha alzó la vista. Quiso pensar en una respuesta, pero lo único que se le ocurrió fue:
– Nada.
Pero no era cierto. Scott, aún apoyado en la escoba, la miraba ceñudo. Marcus rascaba con la uña del pulgar una burbuja de pintura seca en el mango del destornillador. Jack se rascaba la nuca evitando mirarla, y los dedos largos y negros de Ivory tamborileaban un ritmo en el muslo. Las muchachas permanecieron sentadas, desalentadas, contemplando el suelo que acababan de ayudar a limpiar.
Se podía oír volar una mosca en la habitación.
– ¿Qué pasa, eh? -insistió Willy, confundido.
Dan fue al rescate.
– ¿Qué te parece, chico? -Le puso una mano en la cabeza-. ¿Vienes abajo y me ayudas a barrer el local?
Obediente, Willy se dispuso a salir pero estiró el cuello para observar al cariacontecido grupo mientras se alejaba con Dan.
– Está bien, pero, ¿qué les pasa a todos?
– Cosas que no entenderías, cachorro.
Arriba, tras la salida de los dos, el silencio se hizo largo y pesado. Finalmente, Ruby le preguntó a Agatha:
– ¿Irás?
Agatha levantó la vista con dificultad hacia los ojos de Ruby, negros e inescrutables. De repente, se dio cuenta de que Ruby era descendiente de varias generaciones de esclavos que, como tales, habían aprendido a ocultar sus emociones. En el rostro de Ruby, en ese momento, no se traslucía nada.
– No sé -respondió, pesadamente.
Ruby apartó la vista, y se agachó a recoger un trapo de limpiar.
– Bueno, será mejor que nos vayamos. Aquí está todo hecho.
Fueron saliendo de a uno, hasta que sólo quedó Scott.
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