Por la ventana abierta entraban los mugidos lejanos de las vacas, el ruido de las ruedas de las carretas y de cascos que pasaban por la calle, el resonar de las herraduras que llegaban al hotel de al lado. Pero en el apartamento de Agatha, todo era silencio.

– Bueno…

Hizo una inhalación profunda, y luego exhaló.

En el corazón de la mujer se hizo una pequeña fisura.

– Scott -rogó-, ¿qué debo hacer?

– ¿Me lo preguntas a mí? -Lanzó una carcajada dura y áspera.

– ¿A quién otro podría preguntarle?

En tono colérico, exasperado, señaló a la calle y dijo:

– ¡Prueba con esas locas cuyas marchas encabezas!

– ¡No están locas! Tienen una buena causa.

– ¡Son una banda de esposas insatisfechas que buscan un modo de hacer volver a los esposos a los hogares, sin darse cuenta de que lo único que necesitarían para hacerlos regresar es un poco de cariño!

No podía creer la ceguera empecinada del hombre.

– Oh, Scott, ¿en serio crees eso?

– Mi padre jamás holgazaneó en la taberna. Y eso fue porque mi madre sabía cómo retenerlo en casa.

– Tu padre vivía en una plantación. Seguramente no había una taberna en kilómetros a la redonda.

La crispación de Scott fue evidente. Los ojos se endurecieron como si fueran de mármol negro.

– ¿Y cómo sabes todo eso?

– Me lo contaron las chicas, hace mucho. La cuestión es que no había tabernas y, por lo tanto, tu padre se comportaba como el proveedor y se quedaba en la casa, que es donde tendrían que quedarse más hombres.

Scott resopló, disgustado.

– Estuviste demasiado tiempo con esas fanáticas, Agatha. Empiezas a hablar como ellas.

– La verdad duele, ¿no es así, Scott? Pero sabes tan bien como yo que el alcohol es adictivo y debilitante. Empobrece a toda la familia al inhabilitar al hombre para trabajar, y convierte en brutos a sujetos gentiles.

El ceño de Scott se profundizó.

– Lo malo es que comienzas a creer en esas generalizaciones. -Le apuntó la nariz con el dedo-. ¡Y eso es lo que sois vosotros! La mitad de las mujeres como tú se arrodillan ante todas las puertas vaivén del pueblo y cantan esas malditas canciones tan dignas, sin tener, siquiera, una causa.

– ¿Qué me dices de Annie Macintosh, con dos costillas rotas y un ojo negro? ¿Tiene ella un motivo?

– Annie es otra historia. No todo hombre con un vaso de whisky es como Macintosh.

– ¿Y Alvis Collinson, que se juega el dinero de los zapatos, del almacén, y deja que su hijo duerma en una cama hirviendo de piojos?

Scott rechinó los dientes, y su mentón adoptó un contorno obstinado.

– Eres limpia para discutir, ¿eh?

– ¿Qué es lo que te parece limpio? ¿Llevar a Willy al Cowboy's Rest una vez por mes, para aliviar tu culpa?

– ¡Mi culpa! -El rostro de Scott se ensombreció, apretó las manos en el mango de la escoba y echó la cabeza adelante-. ¡Yo no tengo ninguna culpa! ¡Yo aquí manejo un negocio y trato de mantener vivas a ocho personas!

– Lo sé. Y valoro lo que haces por todos ellos. Pero, ¿nunca te surgen dudas respecto de los hombres a los que vendes todo ese alcohol? ¿De las familias que necesitan desesperadamente el dinero que se derrocha en las mesas de juego?

Adoptó una expresión de complacencia consigo mismo:

– No, no me impide dormir por la noche. Si yo no les vendiera whisky, lo conseguirían en otro sitio. Si se ratifica la enmienda, las tabernas tendrán que cerrar, claro, pero Yancy Sales venderá lo mismo que yo, aunque, lo llamará bitter, y todos los que hacen la ley en el país lo comprarán afirmando que es para propósitos medicinales.

– Puede ser. Pero si la prohibición logra regenerar al menos a un tipo como Alvis Collinson, habrá valido la pena la lucha.

– ¡Entonces, ve, Agatha! -Agitó una mano hacia la estación-. ¡Ve a la jarana del gobernador! ¡Bebe el té en el jardín de rosas! -Cruzó a zancadas la habitación y le puso en las manos la escoba-. ¡Pero no esperes que venga corriendo a salvarte la próxima vez que un propietario de taberna ya harto venga a arrasar tu casa!

Salió precipitadamente por la puerta y la cerró con tal fuerza que Agatha se encogió. El nuevo picaporte actuó a la perfección; la puerta se cerró y permaneció cerrada, pero sólo pudo verla tras una cortina de lágrimas. Se dejó caer en una silla y apoyó la frente en las manos.

El corazón le dolía y el pecho también. Por su propia voluntad, la familiaridad de la noche pasada se había hecho pedazos. Sin embargo, no era su decisión. Se sentía desgarrada, confundida y acongojada de haberse enamorado del hombre equivocado… ¡que el cielo la amparase, de toda una «familia» equivocada! Pero estaba aprendiendo que uno no siempre elige de quiénes se encariña. A veces, la vida hacía la elección. Lo que provocaba dicha o pena, era lo que uno hacía después con esa elección.


El día no había sido bueno para Collinson. A la mañana, una vaca enloquecida le había aplastado la pierna contra una cerca antes de que pudiese sacarla del paso. A la tarde, el chico apareció con plumas pegadas a la camisa y admitió que había estado merodeando otra vez por la casa de la entrometida sombrerera, nada menos que ayudándole a limpiar la casa.

Y a la noche, la suerte empeoró.

Perdió ocho manos seguidas, y el vaquero que estaba al lado se llevó la banca de los últimos tres cuencos. Hasta Doc, con su cerebro obnubilado, logró ganar dos de las últimas seis.

Loretto las tenía contra él, como todos los demás en esa taberna, y Collinson tenía la impresión de que, en cierto modo, sacaba naipes de la manga. «¡Sabelotodo inútil!, -pensó-. Hace seis meses, todavía se hacía pis en la cama y ahora está ahí sentado, con su chaqueta negra de fantasía y la corbata de cordón, haciendo trampas a los que solía llamar amigos».

Contó el dinero: tenía para dos manos más y, si no ganaba, quedaría en bancarrota. Trasegó otra medida de whisky y se pasó el dorso de la mano por la boca, para luego dar un codazo a Doc.

– Eh, Doc, ¿no te sobra un cigarro?

«Doc» Adkins no era doctor en absoluto, sino un autodenominado veterinario que viajaba por el país «haciendo nacer» terneros y «desagusanando» cerdos, mezclando cenizas y trementina en el alimento. El negocio no iba muy bien desde que suministró tintura de opio a una de las marranas de Sam Brewster provocándole un sueño eterno en lugar de curarle la enteritis.

Se decía que Doc Adkins tenía la costumbre de probar él mismo la tintura de opio, a lo cual atribuían la expresión distante de los ojos amarillentos y sus torpes reacciones ante la vida en general.

Pese a todo, era agradable, y un amigo fiel para el desdichado Collinson. Doc encontró un cigarro y se lo entregó al compañero de bebidas. Mientras lo encendía, el rostro enrojecido de Collinson observó al tallador.

Loretto daba con tal agilidad que los naipes casi no se curvaban. Los arqueaba en dirección contraria, y caían en línea como por arte de magia.

– Así que a tu madre no le entusiasma que seas croupier aquí -comentó Collinson.

– Tengo veintiuno -respondió Loretto con sencillez.

– Tiene veintiuno. -Collinson codeó a Doc en el brazo con la mano que sostenía el cigarro-. ¿Oíste eso, Doc? Ya le salió bigote y todo. -Collinson rió con desdén y contempló la muestra rubia que Dan lucía bajo la hermosa nariz-. Parece un retazo de ese trigo duro que les gusta a los saltamontes, ¿no?

Toda la noche, Dan estuvo percibiendo que se formaba una tensión subyacente. Collinson estaba buscando pelea, y Dan tenía órdenes. Acomodó el mazo y alzó dos dedos haciéndole una señal a Jack, que estaba en la barra, y que sirvió al instante dos medidas de whisky dobles. Jack le hizo una seña a Scotty, que la captó e, interrumpiendo una conversación con dos vaqueros, fue a servir las bebidas.

– Caballeros, ¿no les molesta si me siento a jugar un par de manos? -dijo con estudiada indiferencia.

– Claro que no.

El joven tejano vecino de Collinson vio, aliviado, que Gandy tomaba una silla que estaba cerca con la bota y la arrimaba a la mesa.

– Tu bebida, Dan.

Se estiró para colocar uno de los tragos ante el croupier y puso el otro ante sí mismo.

– ¿Cuál es el juego? -preguntó sacando unos billetes del bolsillo.

– Blackjack -respondió Loretto-. ¿Quién juega?

Collinson empujó su penúltimo dólar al centro de la mesa.

Loretto pasó el mazo a la izquierda y Collinson observó, para estar seguro de que todas las manos estaban sobre la mesa cuando se cortara. El novato era bueno pero, tarde o temprano, se le escaparía un error y, cuando eso ocurriese, Collinson estaría viéndolo. Entretanto, se mostraría frío como una rana en un macizo de lirios.

Mientras se daban las dos primeras rondas de naipes, inició una conversación aparentemente casual con el vaquero.

– ¿Cómo te llaman, muchacho?

– ¿A quién, a mí?

Collinson asintió, y guiñó a través del humo del cigarro.

– Slip, el Resbalizo. -El muchacho tragó saliva-. Slip McQuaid.

Collinson miró sus naipes: un par de ases. Eso era mejor. Los abrió y advirtió que el croupier también exhibía un as junto con el naipe bajado. El maldito novato tenía que haberlo sacado de la manga, pues nadie podía ser tan afortunado con tanta frecuencia, pero lo que más enfureció a Collinson fue no haber podido sorprenderlo. Se enjugó la boca con el borde de un dedo áspero y empujó su último dólar para cubrir la doble apuesta. Loretto le ganó dos veces: un nueve y un cuatro.

Los ojos de Collinson se achicaron más aún. Pasó el cigarro al otro extremo de la boca y clavó los ojos en el croupier mientras hablaba con McQuaid:

– Espero que eso no tenga nada que ver con cómo juegas a los naipes. No me gustaría jugar con alguien que tuviese reputación de dejar resbalar algún naipe.

Lanzó una risa tensa, y observó cómo Loretto revisaba la carta que había bajado sin despejar el paño verde.

– N… no, señor. Me resbalé de una montura húmeda cuando empezaba a cabalgar, y me quebré la clavícula. Mi papá me puso ese apodo.

– ¿Cartas? -le preguntó Loretto a McQuaid, ignorando la insinuación de Collinson.

Gandy advirtió el leve movimiento de las caderas de Dan bajo la mesa al cruzar el tobillo izquierdo sobre la rodilla derecha, para tener a mano la pistola escondida.

McQuaid tomó una carta y pensó, mientras Collinson seguía interrogándolo:

– ¿Qué aperos usas para cabalgar?

Gandy se abstuvo de intervenir, pese a que estaba quebrando una regla fundamental del juego: distraer a McQuaid durante el juego.

– En Rocking J., allá en Galveston.

– ¿Ahí aprendiste a jugar a los naipes?

McQuaid se puso tenso, pero trató de disimularlo.

– Jugué un poco en la barraca, con los muchachos… Uno más -le dijo a Loretto, y maldijo cuando contó veintidós.

Gandy movió una mano sobre los naipes que le quedaban, indicando que se plantaba en los trece. Enfrentó la mirada beligerante de Collinson y se obligó a relajar cada músculo. Aflójate, Gandy. Prepárate.

– ¿Y dónde aprendiste tú, Loretto? Trataré de adivinar: aquí. -Golpeó con los nudillos el cuatro dado vuelta. Loretto descubrió un siete. Los dientes manchados de Collinson mordieron la punta del cigarro mientras pensaba, y el sudor le brotaba de las axilas-. Otra vez. -El rey lo derrotó y su temperatura subió un grado. ¡Ese maldito novato no podía ser tan afortunado! Todavía tenía veinte en el otro juego, pero esperaba acertar doble en esta mano-. Sí, señor, me acuerdo cuando Danny, aquí presente, no era más alto que una lombriz. En aquel entonces, usaba mangas cortas. -Miró con los ojos entrecerrados las mangas negras que le llegaban a Dan hasta los nudillos-. ¿Te acuerdas, Doc?

– Lo recuerdo -respondió Doc con vaguedad, aunque le llevó cierto tiempo-. Dame, Danny.

Loretto lanzó ágilmente un naipe en su dirección. Doc se tomó su tiempo para pensar.

– ¡Date prisa! -le espetó Collinson-. No sé qué demonios te lleva tanto tiempo.

Gandy se contuvo una vez más. Cuando Collinson explotara, sería duro. Entretanto, Doc por fin se decidió.

– Otro -farfulló.

Con un giro de la muñeca, le mandó otro naipe. Doc lo miró con ojos miopes, suspiró, y se fue al mazo:

– Estoy fuera.

El rostro de Collinson se puso purpúreo.

– Quedo yo solo contra la banca, ¿no? ¿Cuánta suerte tiene que tener un tipo para ganar aquí?

– Si tiene algo que decir, dígalo, Alvis.

Dan mantuvo una mano sobre la mesa, pero metió la otra sobre el muslo.

– Veamos tus cartas, muchacho -lo desafió Collinson, mordiendo el cigarro.

Dan hizo otro movimiento con la mano que nunca quedó fuera de la vista, y mostró tres cartas que sumaban un veintiuno redondo.