Willy no derramó una lágrima durante la ceremonia. Cuando el reverendo Clarksdale tiró un puñado de tierra sobre el ataúd y recitó: «…Ceniza a las cenizas, polvo al polvo», Agatha le echó un vistazo, temerosa de que se desmoronara. Pero aunque se aferraba, tenaz, a la mano enguantada de Agatha y a la de Scott, mucho más grande, los ojos permanecían secos.
A medida que avanzaba la ceremonia, Agatha miraba cada vez más a menudo la palidez insólita de Scott, evidente incluso bajo la piel tostada. Al comenzar el servicio, tenía el sombrero en la mano derecha, y reservaba la izquierda para Willy. Pero después de un rato, se lo puso en la cabeza como sí, hasta el esfuerzo de sostenerlo en la mano del brazo herido, lo fatigase.
Cuando concluyó la última plegaria, y se esfumó el llanto estrepitoso de Hattie Twitchum, Agatha dio las gracias al reverendo Clarksdale, que preguntó por el bienestar de Willy.
– Por ahora, cuidaremos de él -repuso.
– ¿En plural?
– El señor Gandy y yo.
Los verdes ojos saltones del reverendo Clarksdale parecieron sobresalir más aún, pero Agatha resolvió que no le debía ninguna explicación. Más aún, estaba convencida de que Scott se había excedido en sus esfuerzos.
– Gracias, otra vez, reverendo Clarksdale. Ahora, si me disculpa, el señor Gandy necesita sentarse.
Cuando subieron a uno de los coches negros que los aguardaban, el rostro de Scott ya parecía de cera. Se recostó en un rincón del asiento. Ivory lo vio, y se acercó a tomar las riendas. Marcus también lo vio, y dio un codazo a Jube, haciendo gestos entre sí mismo, la muchacha, el niño, y su propia carreta, señalando hacia la pradera y haciendo ademanes de ir a pasear.
Jube se tocó el pecho:
– ¿Yo también?
Marcus asintió, y Jube sonrió.
Fue a decírselo a Willy.
– Marcus pagó el coche por todo el día. Es una pena devolverlo al establo sin aprovechar lo que costó. ¿Que dices si vamos los tres a dar un paseo?
Willy se encogió de hombros y miró, primero, a Scott, luego a Agatha.
– Apuesto a que encontraremos alguna liebre o un perro de la pradera -lo tentó Jube.
Agatha confirmó que constituían un grupo notable. Scott necesitaba descansar. Willy, divertirse. Entonces, aparecieron Marcus y Jube para ofrecer ambas cosas.
Pero Willy no se mostró tan entusiasta como esperaban. Era obvio que estaba ansioso de instalarse en su nuevo alojamiento.
Agatha le rodeó los hombros con el brazo.
– Scott necesita ir a la casa y acostarse -explicó-. Está doliéndole el brazo. ¿No te gustaría ir con Marcus y Jube, un rato?
– Creo que sí -respondió, sin entusiasmo. Haciéndose sombra en los ojos, Jube alzó la vista hacia Willy.
– Todavía no comiste. Podríamos llevarnos comida y hacer un almuerzo campestre.
La sugerencia provocó la primera chispa de interés en los ojos castaños.
– ¿Un picnic?
– ¿Por qué no?
– ¿Con limonada?
– Sí, si es que Emma Paulie preparó. Y si Marcus está de acuerdo.
Le dirigió una sonrisa hechicera.
– Eh, Marcus -exclamó Willy-, ¿podemos ir de picnic?
Marcus estuvo de acuerdo, y en diez minutos estaban los tres ante el restaurante de Paulie en un coche pequeño, de resplandecientes ruedas amarillas y un mullido asiento tapizado de cuero negro.
Ese día, Emma Paulie no había hecho limonada. Pero tenía pollo asado, pan fresco, y pastel de calabaza. Acomodó todo en un cesto abierto, y también llevaron una jarra de zarzaparrilla y el banjo de Marcus.
Giraron la carreta hacia el norte, cruzando los rieles del ferrocarril Union Pacific, y avanzando por la pradera, dejando atrás carretas de ganado, el pueblo y el cementerio.
Era un día despejado, y sentían el sol tibio en las espaldas. El cielo, muy azul, estaba salpicado de algodonosas nubes blancas. Alrededor, Kansas se extendía plana como la tapa de una olla. La hierba ondulante cantaba una canción sibilante y, desde arriba, un águila los observaba al pasar. Un frailecillo se apartó del camino de la carreta y oyeron cómo se perdía su canto desafinado. Willy preguntó qué era. Jube dijo que no sabía, pero después señaló un pájaro triguero encaramado en un almez.
Escuchando la charla de Jube y Willy, Marcus estaba contento y, cada tanto, echaba un vistazo a la cabeza rubia del niño, junto a su codo, y la blanca de Jube en el otro extremo del asiento. Era uno de los escasos días que no vestía de blanco. En contraste con el severo azul violáceo del vestido, el cabello tan claro brillaba como una estrella en el cielo nocturno. Era la criatura más bella que Dios había creado. Y, sin duda, sabía tratar a Willy. El chico había olvidado por completo la vacilación inicial, y en ese momento la contemplaba arrobado, mientras señalaba las nubes y cantaba con voz plena:
Oh, vuela por el aire con gran facilidad,
Este joven audaz en el trapecio.
Sus gráciles movimientos agradan a las muchachas
Y mi amor lo arrebató…
– ¡Cántalo otra vez, Jube! -exigió Willy, cuando terminó.
Jube lo miró bajo el ala del sombrero azul:
– Lo haré, pero necesito un poco de ayuda.
– Pero yo no lo sé.
– Es fácil…
Le enseñó los versos.
Oh, una vez yo era feliz,
pero ahora soy desdichada…
Pronto, los dos cantaban a voz en cuello y sus voces resonaban en la pradera infinita, la de Jube, rica y genuina, la de Willy, desafinada, y salteando una que otra palabra. Al terminar el último estribillo, el chico frunció la nariz y preguntó:
– ¿Qué es arrebató?
– Robó.
– Ah. Entonces, ¿por qué no dice, directamente, robó?
Jube lo pensó un instante y, dirigiéndose al conductor, le dijo:
– Yo no lo sé. ¿Y tú, Marcus?
Si bien Marcus lo ignoraba, le encantó sonreír a esos ojos almendrados. Y la curva de esa nariz preciosa, y el lunar en la sima entre los pechos, y la boca en forma de corazón que siempre parecía sonreír. Aunque se esforzó por recordar un momento en que Jubilee hubiese estado malhumorada o enfurruñada, no lo logró. Tenía un carácter tan luminoso como el resto de su persona. Por unos minutos, las miradas se encontraron sobre la cabeza de Willy, mientras los cuerpos se mecían al compás del carruaje. Marcus pensó: «¿Cuándo, en mi vida, fui tan feliz?». Se sentía vivo, vibrante, y disfrutaba cada instante con ella.
Lo único que arruinaba tanta bendición, era no poder decirle lo que sentía. Lo hermosa que era. Cómo la reverenciaba, que estaba dispuesto a hacer cualquier cosa por ella, a darle lo que estuviese en su poder.
Comieron en medio de la pradera, entre una profusión de flores de fines del verano. El violeta claro de las reina Margarita, las estrellas flamígeras de los heliotropos, el amarillo intenso de las varas de San José. Pero ninguna flor silvestre resistía la comparación con la belleza de Jubilee.
Mientras la muchacha tendía la manta y se arrodillaba para sacar la comida, Marcus se sentó con las piernas cruzadas sobre la hierba y tomó el banjo. De inmediato, Willy se le abalanzó y le rodeó el cuello desde atrás.
– ¡Toca algo rápido, Marcus!
Se decidió por «Pequeña Jarrita Marrón», y Willy se puso a saltar en círculo alrededor de Marcus, al ritmo de la canción. Jube interrumpió lo que estaba haciendo y comenzó a acompañar con las palmas. Willy rió y, a cada paso, las nuevas botas marrones subían más.
Jube se levantó, se acercó a Marcus, golpeó el suelo con un pie y curvó los hombros para palmotear, riendo de las cabriolas del chico.
– Eh, Willy, ¿qué te parece si bailamos?
Sin perder el paso, gritó:
– ¡No sé!
– ¡Oh, todos podemos bailar!
– ¡Yo no!
– ¡Tú también… vamos!
Puso el codo junto al del niño y lo hizo balancearse en círculos, cantando:
Mi esposa y yo vivíamos solos
En una pequeña cabaña de troncos que era nuestra.
A ella le gustaba el gin y a mí el ron.
Les digo que nos divertíamos un montón.
¡Ja, ja, ja!, tú y yo,
Cuánto te amo, pequeña jarrita marrón
¡Ja, ja, ja!, tú y yo,
Cuánto te amo, pequeña jarrita marrón.
Cantó cada verso, y Willy la acompañaba en los estribillos. Marcus captó el ritmo y rió sin ruido mientras los otros dos, de la mano, giraban alocados hasta que las cabezas se echaron hacia atrás y a Jube se le cayó el sombrero.
Qué cuadro formaban, despreocupados y entusiastas, girando y cantando, y cayendo luego al suelo, sin aliento, riendo. Willy cayó a gatas y Jubilee de espaldas, con un brazo sobre la cabeza.
– ¡Uh, qué divertido! ¡Vaya, Willy, qué buen bailarín eres!
Willy se levantó riendo, y enjugándose la frente con la mano pequeña.
– ¡Espera a que le cuente a Gussie que estuvimos bailando y cantando!
Alarmada, Jube se incorporó apoyándose en una mano:
– ¡Willy, no te atrevas… salvo que quieras meternos en problemas a Marcus y a mí! ¡Una luchadora por la templanza, como Agatha, se escandalizaría si supiera que te enseñamos semejante canción! ¡Prométeme que no se lo contarás!
A Willy no lo perturbó la canción. Estaba más preocupado por la sed.
– ¡Quiero zarzaparrilla! -exigió.
Marcus dejó el banjo en el estuche, y los tres comieron casi toda la comida, holgazaneando en la áspera hierba amarillenta. Después, Willy se sentó cerca y comió demasiado pastel y bebió demasiada zarzaparrilla.
Apoyado en un codo, Marcus mordisqueaba un tallo y contemplaba a Jube a sus anchas. Estaba tan cerca que las faldas le rozaban los tobillos cruzados. Había dejado el sombrero donde cayó, y el alfiler arrastró un mechón de cabello. El sol resaltaba el mechón blanco caído, dándole el aspecto de una tela de araña hilada. Imaginó que le quitaba las hebillas restantes y lo dejaba caer sobre los hombros, peinándolo con los dedos, hundiendo en él la nariz, y que después la besaba.
Willy lo trajo de vuelta a la tierra.
– ¡Toca mi panza! -Se acercó andando sobre las rodillas-. Está dura como una piedra.
Marcus tocó. Jube tocó.
– Te pondrás enfermo -le advirtió.
– No-o. -Negó con la cabeza, en amplias sacudidas-. Nunca me pongo enfermo.
– Pero sería conveniente que no comas más pastel, por un rato. Ni tampoco zarzaparrilla.
Willy se dejó caer sobre la hierba, resoplando, panza arriba.
– ¡Uf!
La boca le brillaba, grasienta. Se le había salido la camisa de los pantalones y le dejaba al aire una porción de estómago. Los cordones de las botas nuevas estaban desatados. Pero no le importaba un ardite. Después de unos minutos, lanzó un resonante eructo. Jube rió, Marcus sonrió y Willy rió entre dientes.
– Se supone que debes decir: «discúlpenme» -le recordó.
– Descúlpenme.
Volvió a eructar, más fuerte aún, esforzándose por hacer más ruido. En medio de las carcajadas de todos, Jubilee guardó los elementos del picnic.
La taberna quedaría cerrada hasta la noche. No había prisa por regresar, y se quedaron sentados, oyendo el bullir de la vida a su alrededor.
– ¿Son blandas las nubes? -preguntó Willy después de un rato, contemplando los blancos retazos esponjosos.
– No lo sé. -Jubilee se apoyó en los codos para mirarlas-. Lo parecen, ¿no?
– ¿Ves ésa? -señaló el chico-. ¿No parece una gallina con la panza sucia?
Jube la observó, con la cabeza hacia atrás, el rostro al sol. Una hebilla resbaló y cayó en la hierba.
– Puede ser. Tal vez sea una tetera con el asa rota.
– No, no. Tampoco.
Jube levantó la cabeza y lo tocó con un dedo del pie.
– Pues, a mí me parece.
Willy lanzó unas risitas y se puso a gatas, encima de ella haciendo muecas, procurando más atención, más bromas.
– Parece una gallina.
– Una tetera.
– Una gallina.
– Una tetera. -Le aplastó la nariz con la punta de un dedo-. Para mí, es una tetera, Willy Collinson.
El niño se abalanzó sobre el torso de la muchacha y la hizo caer de espaldas, y golpearse la cabeza contra la cadera de Marcus. En lugar de moverse, se acomodó.
– ¿Cómo es que tú eres tan hermosa, y otras mujeres no? -preguntó Willy, con una mueca absurda de los labios y las cejas.
– Qué chico tan halagador eres. Pero, ¿cómo creer a un niño que dice que una gallina tiene el mismo aspecto que una tetera?
Willy se incorporó para contemplar otra vez el cielo, y terminó con la cabeza sobre el vientre de Jube. El lugar apropiado para la cabeza de la muchacha era el de Marcus, que no protestó cuando ella se acomodó mejor.
Permanecieron acostados sobre la gruesa hierba de la pradera, mirando las nubes con los ojos entrecerrados, apoyados uno en otro como troncos apilados. La brisa revoloteaba sobre ellos y hacía aparecer y desaparecer de la visión las briznas de avena silvestre. Una mariposa monarca pasó volando y se posó en un arbusto, donde quedó agitando las alas. En alguna parte, una gallina de la pradera sumó su cloqueo entrecortado al zumbido de las chicharras. La tierra tibia los acunaba desde abajo, el sol cálido los bañaba desde arriba, y holgazanearon, contentos.
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