Los dedos del niño se aflojaron, abrió las palmas y, en poco tiempo, roncaba suavemente.
Marcus tenía los dedos entrelazados bajo la cabeza, gozando del peso de la cabeza de Jube sobre el estómago, sintiendo que el corazón le latía con firmeza dentro del pecho, sobre el suelo virgen, que parecía devolverle los latidos.
Se le ocurrió estirar la mano y tocarle la garganta con las yemas de los dedos… rozarle… sólo rozar… nada más.
Pero antes de que pudiese hacerlo, la cabeza se movió. Alzó la de él y la vio observándolo, perfecta y apacible, la mejilla sobre el vientre de Marcus. Entonces, hizo algo increíble: estiró la mano y tocó la garganta de él con las yemas de los dedos, con tanta suavidad como si fuesen las alas de una mariposa monarca.
Sonrió con dulzura.
Y lo colmó de embeleso.
Le hizo retumbar el corazón como un trueno de verano.
Hizo crecer dentro de él una loca y temeraria esperanza.
«Jube, -pensó-. Oh, Jube, qué cosas te diría si pudiese. Qué cosas haría. Pero eres de Scotty, ¿no?». Marcus imaginaba que un hombre como Scotty sabía todo lo necesario acerca del modo de besar y complacer a una mujer. ¿Cómo era posible que a Jube le gustara un beso de Marcus, después de haber conocido a un hombre así?
Por lo tanto, en vez de besarla, se conformó con un único consuelo. Le tocó levemente el pelo, sintió en los dedos, por primera vez, el sol atrapado en la textura sedosa y rica.
Jube. Los labios se movieron, pero no emitió ningún sonido.
Pero la muchacha lo vio pronunciar su nombre, y respondió diciendo el de él. Y aunque Marcus oía perfectamente previrió mover los labios, nada más, como él.
Marcus.
Y por ese día… por ese día dorado, era suficiente.
Capítulo 13
Por ser septiembre, el clima fue insoportablemente caluroso y húmedo, después de dos días de lluvia. Ni el menor soplo de aire entraba en el apartamento. Las sábanas parecían pegajosas, y por mucho que Gandy empujara para apartar a Jube, ella volvía a su mitad de la cama y le apoyaba la pierna tibia encima. Le dolía el brazo y los malditos coyotes no dejaban de aullar. Ya hacía una hora que no se callaban.
Empujó otra vez la pierna de Jube. Cara abajo, los brazos hacia arriba, flexionó la rodilla y la apretó otra vez contra él. Agitado, se apartó.
Entre ellos, las cosas no iban bien. Algo se había estropeado, pero Scott no sabía bien qué. Dormía con él con menos frecuencia, y cuando hacían el amor, tenía la impresión de que no siempre lo deseaba. Esa noche lo habían hecho, pero cuando le preguntó qué pasaba, Jube le contestó:
– Es el calor. Además, estoy encantada.
– ¿Quieres que lo dejemos, Jube? No es obligatorio.
– No… no, está bien -respondió, con demasiada precipitación. Y cuando se le acercó, prosiguió-: Me gustaría que alguna vez lo hiciéramos cuando no sea la una de la madrugada y yo no esté tan cansada de bailar.
Sin embargo, antes no importaba que fuese la una de la madrugada o la una de la tarde. Jube estaba dispuesta. Y entusiasta.
En esos momentos, tendido junto a ella, Scott pensó si no sería algo que él había hecho. O algo que no había hecho. Quizá quería casarse, y esperaba que él sacara a colación el tema. Se dio la vuelta, para contemplarla en la oscuridad. Los miembros desnudos eran tan blancos como las sábanas en las que yacía. Ni el cabello blanco se distinguía. Se había mezclado con su vida del mismo modo absoluto en que se mezclaba con las sábanas. Aunque era una relación cómoda, no era el tipo de vínculo que Scott quisiera conservar para siempre. ¿Casarse con Jube? No, no lo creía. La perspectiva del matrimonio debía provocar un ramalazo de ansiedad, como cuando estuvo comprometido con Delia. Pero en este caso no era así. Había dos clases diferentes de amor, y el que sentía por Jube no era para casarse con ella.
Jube se dio la vuelta y le sacudió el brazo, provocándole un espasmo de dolor en el hombro.
Se sentó, encontró los pantalones en la oscuridad, se los puso, lo abotonó hasta arriba, menos el último botón, y fue hasta la sala de estar. Tanteando, encontró el humidificador, tomó un cigarro y una cerilla, y salió del apartamento.
Cuando abrió la puerta que daba al rellano, lo sobresaltó un movimiento en rincón opuesto.
– Gussie, ¿eres tú?
Agatha se irguió en la silla y se envolvió mejor en la bata.
– Sí. Yo… no podía dormir con este calor.
El hombre salió sin hacer ruido y cerró la puerta.
– Yo tampoco.
Agatha enlazó los pies descalzos e intentó esconderlos bajo la bata.
– ¿Te molesta si te acompaño?
– No, claro que no. También es tu rellano.
Vio que él también estaba descalzo, y sin camisa. Se acercó hasta la cima de la escalera y, con las piernas muy separadas, dirigió la mirada hacia la pradera. La piel parecía pálida contra el cielo nocturno. Arriba, las estrellas guiñaban pero había luna nueva y no iluminaba demasiado.
– Malditos coyotes. Cuando empiezan, no saben cómo detenerse.
– A mí, en realidad, no me disgustan. Me han hecho compañía.
Scott miró hacia atrás sobre el hombro y vio que la mujer sentada en una dura silla de cocina puesta en un rincón, se sostenía el cuello de la bata y era la imagen misma de la virtud amenazada. La comparó con Jube, despatarrada, desnuda, sobre la cama, y aunque resultaba cómico, no tuvo ganas de reír. Se afligió.
– Tienes un aspecto muy diferente con el pelo suelto.
Más accesible. Se preguntó qué haría si él se acercaba y lo tocaba. El cabello de Agatha, lustroso y de color intenso, siempre lo había atraído. La mujer, como avergonzada, lo sujetó sin darse cuenta, como para ocultar la melena libre.
– Yo… tendría que haberlo trenzado. Por lo general… -Se interrumpió, al comprender que iba a revelar un hábito nocturno muy personal, y que no era un tema muy apropiado de conversación entre un hombre descalzo y una mujer, a las tres de la mañana-. Cuando me quedé con Jubilee, me dijo que, a veces, el cabello necesita soltarse y entonces yo, bueno…
– No te pongas nerviosa, Agatha. Fue sólo una observación. -Para alivio de Agatha, cambió de tema y preguntó-: ¿Te molesta si fumo?
– No, en absoluto.
Fue hasta el lado opuesto del rellano y se sentó sobre la baranda, con la espalda contra la pared, una rodilla levantada, el otro pie en el suelo. Encendió la cerilla en la madera y, al ahuecar la mano, el rostro se le encendió de anaranjado por un instante. Sacudió la cerilla, la arrojó abajo y dio una chupada honda.
– ¿No es curioso? -comentó la mujer-. Solía detestar el olor del cigarro, pero ha llegado a gustarme.
Scott rió, echando la cabeza atrás.
– Sí, así es como sucede con la mayoría de las cosas malas: te conquistan.
Mientras aspiraba el cigarro, el humo, acre pero agradablemente masculino, flotaba hacia ella. A lo lejos, ladraban los coyotes y Agatha olvidó sus pudores.
– Willy me contó que le enseñaste a jugar un póquer de cinco naipes.
Scott rió y lanzó otra nube de humo.
– ¡Vaya con el pequeño cuentero!
– En serio, Scott… -lo reprendió, indulgente-. ¡Enseñarle póquer a un pequeño de cinco años…!
– Eh, el muchacho es astuto, a pesar de su edad.
– Y estoy convencida de que cada día se torna más astuto, al estar contigo.
– Estará bien, mientras te tenga a ti para mantenerlo en la buena senda, después de que yo llene su cabeza impresionable con mis hábitos perversos.
Nunca había conocido a un hombre que la hiciera olvidar sus faltas con tanta rapidez como Scott. Sonriendo, le preguntó:
– ¿Y cómo explicas que, últimamente, de pronto se ponga a cantar el estribillo de «Pequeña Jarrita Marrón»?
– Oh, no. -Le apuntó con la brasa del cigarro-. No me endosarás eso. Pregúntales a Jube y a Marcus.
– Lo haré -prometió, con un matiz de humor en la voz.
– Y ya que estás, pregúntale al muchacho por qué le enseñé a jugar un póquer de cinco.
– ¿Por qué no me ahorras tiempo y me lo dices tú mismo?
Vio que la brasa del cigarro se avivaba mientras reflexionaba. Por fin, confesó:
– Tuvimos una sola partida con apuestas altas, y perdió.
– ¿Y?
El hombre rió entre dientes:
– Y tuvo que acompañarme al Cowboy's Rest, a bañarse.
Le tocó reír a Agatha. La carcajada sonó suave y femenina, y comprendió cuan pocas veces la había oído. Así reían las mujeres sureñas: la madre de Gandy reía así, con una especie de suspiro al final, y también Delia.
– Scott Gandy, debo decir en tu favor que eres un hombre de recursos.
Se sacó el cigarro de la boca, apoyó el codo en la rodilla y dijo, marcando las palabras.
– Bueno, gracias, señorita Downing.
– Y lo bastante entretenido para que yo agradezca que Alvis Collinson no haya logrado liquidarte.
Scott examinó la punta del cigarro en la oscuridad, y giró la cabeza hacia ella.
– Recuerdo algo de esa noche. Que abrí los ojos y tú estabas arrodillada junto a mí, acariciándome la cara. -Lo único que se movía en el balcón era el humo que ascendía en espiral. Hasta los coyotes callaron y, en medio del silencio, los ojos de ambos se encontraron-. Me dijiste «querido».
El corazón de Agatha cambió de ritmo. Sintió que le ardían las mejillas pero fue incapaz de apartar el rostro de la mirada de él. ¿Sabría qué sucedía dentro de ella cada vez que lo miraba? ¿Sabría el aspecto que tenía, apoyado con languidez en la baranda, la cabeza vuelta hacia ella, el brazo flojamente apoyado en la rodilla, descalzo y con el pecho descubierto, tan atractivo a la luz de las estrellas, con la línea de los pantalones negros que acentuaba la masculinidad de la pose? Si lo supiera, probablemente correría lo más rápido posible de vuelta a Jubilee.
– Estaba muy asustada, Scott.
– Es que me resultó extraño… pues tú eres una luchadora por la abstinencia, y yo, el propietario de una taberna.
– No simplifiques tanto. Para mí, eres mucho más que el propietario de una taberna, y creo que, para ti, yo soy mucho más que una luchadora por la abstinencia. Por un extraño giro del destino, creo que nos hemos hecho amigos.
– Yo también lo creo -repuso en voz baja-. Por eso no entiendo cómo puedes ir al té del gobernador, y conversar sobre la prohibición.
Sintió como si le hubiese arrojado agua fría a la cara. Debió adivinar que llegaría el momento en que tendrían que hablar más a fondo del tema, pero esa noche no estaba preparada.
– Scott, en realidad, no crees que yo quiera hacer cerrar la Gilded Cage, ¿no? Eso significaría que os perdería a ti, a Jubilee, Pearl, Ruby, Marcus y… bueno, a todos vosotros. Y todos os convertisteis en mis amigos… creí que lo sabías. Es una circunstancia desafortunada que, si por la prohibición cierran a otros, también te cierren a ti. Por favor, compréndelo.
Saltó de la baranda y comenzó a pasearse, agitado.
– ¡No! ¡Maldición! No. -Al llegar junto a la silla de ella, se detuvo y gesticuló con el cigarro-. ¿Por qué tú? Quiero decir, ¿por qué no dejas que otras mujeres peleen por la causa? -Con un ademán del brazo, abarcó al resto del mundo-. Al menos tienen motivos… algunas. El licor afectó sus vidas.
No estaba segura de poder decírselo; a fin de cuentas, lo tenía dentro desde los nueve años. Ni siquiera cuando Annie Macintosh contó llorando su lamentable historia, Agatha pudo imitarla. La herida era demasiado honda. La había llevado consigo mucho tiempo, y guardado con demasiado celo y no podía compartirla con facilidad.
De pronto, sintió sobre la piel, bajo la bata y el camisón, un sudor frío. El corazón le golpeó con tanta fuerza que lo sintió en los oídos.
– Siéntate, Scott. Me resulta muy difícil hablarte mientras vas a zancadas de un lado a otro, como si desearas que hubiese todavía castigos para las mujeres recalcitrantes.
Acortó el paso, la miró, ceñudo un instante y se derrumbó en el primer escalón, dándole la espalda.
– Scott Gandy, en ocasiones, actúas como si tuvieras la edad de Willy. -Scott resopló, pero no dijo nada-. ¿Puedo acercarme y sentarme a tu lado, sin que me arranques la cabeza de un mordisco?
– ¡Ven! -exclamó, beligerante.
– ¿Seguro?
Le lanzó una mirada colérica sobre el hombro.
– Dije que vengas -repitió, conteniéndose con esfuerzo-. ¿Qué más quieres… una invitación impresa, como las del gobernador?
Agatha se levantó de la silla, se ajustó el cinturón y se manoseó el cuello. Scott permaneció sentado en el escalón, los hombros caídos, la irritación tan evidente que le dio miedo acercarse. Arrastró los pies descalzos por las tablas sin pulir de la terraza y se acomodó en el primer escalón, lo más lejos que pudo. Mirando de soslayo, observó la pose que manifestaba cólera: la cabeza vuelta en dirección contraria, las rodillas separadas, los hombros gachos, el cigarro apretado entre los dientes.
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