Agatha exhaló un suspiro trémulo, y comenzó:

– Cuando yo era niña, vivíamos en Colorado, pero nunca mucho tiempo en la misma casa, pues mi padre sufría de la fiebre del oro. Él reclamaba un posible filón, y trabajaba en él hasta que demostraba no tener nada. Entonces, empacábamos todo y nos íbamos al próximo pueblo, a la casa siguiente, al siguiente reclamo inútil. Siempre estaba seguro de que iba a dar con el filón que lo hiciera rico. Cuando tenía uno nuevo, estaba dichoso… y sobrio. Pero a medida que continuaba y no aparecía nada, comenzaba a beber. Al principio, poco, y más fuerte a medida que la desilusión aumentaba. Cuando estaba sobrio, en realidad no era mal hombre, sólo que se engañaba a sí mismo. Pero cuando estaba ebrio…

Se estremeció y se rodeó con los brazos.

Gandy irguió los hombros y se volvió a medias, cautivado por la voz meliflua y la mirada directa.

– Era uno de cuatro hermanos, el padre había muerto dejándoles partes iguales de una granja en Missouri. Mi padre prefirió vender su parte a los hermanos y marchar al oeste, en lugar de pasar la vida entera como un «campesino bruto», como él decía. -Rió con risa suave y triste-. Lo único que hizo fue cambiar un trabajo de pala y pico por otro. Pero le parecía preferible excavar buscando oro en lugar de nabos. Decía que eso era trabajo de mujeres, y se lo dejaba a mi madre.

»Era muy trabajadora, mi madre. Cada vez que nos mudábamos intentaba hacer del sitio un hogar, y las primeras casas no fueron del todo malas: todavía quedaba algo del dinero obtenido con la división de la granja. Pero cuando se acabó, las casas empezaron a ser cada vez más viejas, frías… igual que mi padre. Se volvió malo.

Scott la observaba mientras Agatha, abstraída, superponía los faldones de la bata sobre las rodillas y los alisaba una y otra vez. Levantó el rostro y fijó la mirada en el horizonte invisible.

– Empezó a culpar a mi madre por sus propios fracasos. -Unió las manos y se abrazó las rodillas-. Cuando yo tenía nueve años, nos mudamos a Sedalia, en una pequeña casa lamentable con un dormitorio en el piso alto, lleno de corrientes de aire, y para mí… bueno, yo dormía en la cocina, en un catre. -Una sonrisa melancólica le curvó los labios-. A los pies de mi cama, mi madre tenía una mecedora, frente a la ventana, y sobre ella colgaba una hiedra… -Las palabras fueron perdiéndose y dio vuelta la cara. Acarició la baranda de madera y la golpeó, distraída, con la uña-. Me encantaba esa hiedra.

Scott percibió que quería decir algo más sobre la madre, pero en ese momento se concentró en la historia del padre.

– Él llegó una noche borracho, enfadado, desilusionado. Al parecer, antes de que fuésemos a ese pueblo, tuvo la posibilidad de elegir entre dos y, como de costumbre, eligió el peor. Su amigo Dennis, que reclamó un territorio donde buscar oro cerca de la ciudad Oro, encontró el metal mientras que la mina de mi padre resultó ser estéril una vez más.

»Esa noche, estaba muy borracho: maldecía, tiraba cosas. Mi madre también estaba enfadada y lo acusaba de beberse el poco dinero que teníamos mientras teníamos que vivir en una casa indigna de ratones, donde no había siquiera un dormitorio para mí. Lo amenazó con abandonarlo, como siempre hacía, pero en esta ocasión se dirigió arriba a empacar. Recuerdo que estaba acostada en mi catre y los oía pelear arriba. Los golpes sordos en el suelo, las maldiciones de mi padre. Oí un grito ahogado y corrí escaleras arriba, con la pretensión infantil de proteger a mi madre. Sé que fue una tontería, pero a esa edad uno no piensa, reacciona. Estaban en la parte superior de la escalera, peleando. No recuerdo mucho de esos momentos, sólo que aferré el brazo de mi padre, en la esperanza de que dejara de pegar a mi madre, y cuando él me sacudió para librarse de mí, caí hacia atrás por la escalera.

El corazón de Gandy empezó a golpear como si él mismo estuviese cayendo Con ella por las escaleras. «Oh, Dios, así no -pensó-. ¡A manos de su propio padre!» De súbito, el cigarro le supo mal y lo tiró. Quería calmarla, detener esos recuerdos que debían de ser torturantes. Pero Agatha prosiguió con la misma voz serena.

– Algo… -se apretó las rodillas y tragó saliva-…algo le pasó a mi cadera. Después de eso, tuve…

Tuvo valor para decir todo, menos la palabra más dolorosa. Contemplándole el perfil que le daba una apariencia tan compuesta, Scott sintió de nuevo la culpa por aquel día en que la empujó y la hizo caer en el barro. Y odio por el hombre que le había causado el daño. Una asfixiante sensación de inutilidad, pues no podía hacer nada para remediarlo. Pero podía pronunciar la palabra:

– ¿Cojera? -preguntó, en tono bajo, comprensivo.

Asintió, sin poder mirarlo en los ojos:

– Mi cojera. -Dejó que la mirada se perdiera en la distancia-. Pero lo irónico es que logré lo que quería: que dejaran de pelear… para siempre. En aquel momento, mi madre lo abandonó y vinimos a parar aquí, donde abrió la sombrerería. Yo era adolescente. Recuerdo el día en que mi madre me dijo que mi padre había muerto: se cayó de una mula y rodó por la falda de una montaña. Encontraron el cuerpo varias semanas después.

Por la mente de Scott pasaron, fugaces, imágenes de su propia infancia superpuestas a las de ella. Seguro, amado, y sabiéndolo siempre. No había perdido mucho tiempo imaginando cómo sería crecer en otra clase de ambiente hasta que llegó a Proffitt y se topó con Willy. Y ahora, con Agatha.

– Le dije a mi madre que no me importaba nada que hubiese muerto. -El tono se hizo ligero, pero, sin advertirlo, se meció revelando las emociones más profundas que ocultaba-. Nada. -Vio que luchaba contra las lágrimas por primera vezdesde que empezó a relatar la historia-. Igual que Willy la noche en que murió su padre. Me lo gritó una y otra vez y, por fin, empezó a dar puñetazos al colchón y a llorar entre mis brazos.

– Oh, Gussie… Gussie… ven aquí. -Se deslizó por el escalón y la tomó entre los brazos, interrumpiendo los angustiosos movimientos. Agatha se dejó abrazar y empezó a llorar, sin ruido, en una quietud total. Aceptó el abrazo pasivamente y esa misma pasividad le desgarró a Scott el corazón como un cuchillo oxidado-. Gussie, lo siento -murmuró con voz quebrada.

– No quiero que me compadezcas. Nunca lo deseé.

Le apretó la cara contra el hueco de su propio cuello y sintió que las lágrimas de Agatha le corrían por el pecho desnudo.

– No lo dije en ese sentido.

– Sí, lo dijiste. Por eso nunca te lo conté hasta ahora. Nunca se lo conté a nadie. Ni a las mujeres de la U.M.C.T. Pero no soportaba que te enfadaras conmigo por lo que tengo que hacer. Por favor, Scott, no te enfades conmigo nunca más.

Era menuda, de hombros estrechos, y se acomodaba a la perfección bajo la barbilla del hombre. Le acarició el cabello y se lo apartó del rostro. En los últimos tiempos, se preguntó cómo lo sentiría bajo los dedos. Pero en ese momento, preocupado por ella, casi no lo advirtió.

– En realidad, no estoy enfadado contigo. Cada vez que miro a Willy, sé que tienes razón. Y tengo que esforzarme para olvidar que existen miles de Willy en el mundo sin nadie que los ayude a salir de una situación que no merecen.

Agatha cerró los ojos y descansó apoyada en él, absorbiendo el consuelo ofrecido. La piel desnuda estaba resbalosa por las lágrimas. Era duro y tibio y olía a cigarro. Y cuando la mano le acomodó la cabeza contra él, lo aceptó agradecida, con la mejilla apretada contra la mata áspera del pecho.

Representaba la seguridad, la fuerza, la protección, tres cosas de las que Agatha había carecido en la vida. Pasó los brazos por los costados, extendió las manos sobre la espalda desnuda y lo estrechó.

Y ahí, entre los brazos de él, comenzó a curarse esa antigua herida.

Los dedos de Scott se movían al azar sobre el cabello de Asatha. El latido firme, regular del corazón repercutía en su sien. La noche los cobijaba. Quiso quedarse así para siempre.

Pero llegó el momento en que interfirió el pudor. Tomó conciencia de que Scott estaba desnudo de la cintura para arriba y que ella sólo tenía ropa de dormir. Se apartó y lo miró.

– ¿Entiendes por qué tengo que ir a Topeka?

– Sí.

Fue desconcertante mirarlo en los ojos, después de haber llorado entre sus brazos. Apeló al sentido del humor y le dijo:

– Detesto que discutamos.

La recompensa fue una pequeña carcajada de simpatía:

– Yo también.

Agatha también rió y se secó los párpados con el dorso de las manos.

– Y jamás había llorado sobre el pecho de un hombre. Por cierto, no tengo intenciones de convertirlo en una costumbre.

– ¿Acaso me quejé?

– No, pero no es decente. Tú estás casi desnudo y yo, en ropa de dormir. Te dejé hecho un desastre.

Sujetó el borde de una manga, la mantuvo estirada y empezó a secarle el pecho.

Scott le aferró la muñeca:

– Gussie, deja eso y escúchame.

Vio que los ojos del hombre eran sólo sombras. De pronto, el pulso le latió en la garganta y comprendió que él estaba tan perturbado como ella por esa fugaz intimidad, y eso despertó el atractivo sexual que sentía hacia él. Scott le tomó las manos sin apretarlas, bajó la mirada, y después la levantó, contemplándole el rostro largo rato.

– Gracias por contármelo. Para mí significa mucho saber que soy el primero en quien confías. -Agatha bajó el mentón. Había contado todo sin ruborizarse, pero en ese momento sintió que enrojecía. Él le acarició los nudillos con los pulgares-. Y lo que dije antes es verdad. Cuando digo que lo siento, no quiero decir que me apena tu cojera. Como tú no sientes compasión por ti misma, los demás tampoco. Ésa es una de las cosas que admiro de ti. Hace mucho que no pienso en ti más que como Agatha, mi animosa vecina, a la que no puedo considerar una lisiada porque es como una espina en mi costado.

Agatha no pudo evitar una sonrisa, pero aún sin levantar la vista de las manos unidas de los dos.

– No es mi intención ser una espina en el costado de nadie, y menos en el tuyo. -Retiró las manos con delicadeza y preguntó-: ¿Qué piensas hacer conmigo?

Antes de responder, se apoyó en la baranda y la examinó bajo las cejas unos minutos:

– ¿Qué probabilidades hay de que la ley pase?

Agatha sintió alivio de que pudiesen discutir el tema sin rencor, otra vez, aunque fuesen miembros de facciones opuestas.

– En la última edición de The Temperance Banner, le dan un cuarenta por ciento de posibilidades -respondió, con sinceridad-. Pero ese margen se estrecha constantemente. -Gandy inspiró una honda bocanada, se mesó el cabello y dejó vagar la mirada, distraído, por encima del tejado del imprescindible-. ¿Qué harías si se aprobase?

– ¿Qué voy a hacer? -Apoyó los codos en las rodillas y giró el rostro hacia Agatha-. Haré las maletas y me iré de Kansas. ¿Qué otra cosa podría hacer?

Agatha sintió un flechazo de temor ante la idea.

– ¿A dónde irías?

– No sé.

Un coyote aulló, y pareció el acompañamiento adecuado para las sombrías reflexiones de ambos.

– ¿Y qué me dices respecto de Waverley?

– ¿Waverley? -Scott se crispó-. ¿Qué sabes tú de Waverley?

– Por favor, Scott, no te pongas hostil otra vez. Soy tu amiga, ¿No puedes hablarme de ello?

Vio que luchaba contra un torbellino interior hasta que, por fin, admitió:

– No sé por dónde empezar.

– Déjame ayudarte -sugirió con suavidad-. Antes de la guerra, vivías ahí con tu esposa y tu hija.

La miró con el entrecejo muy fruncido, y Agatha percibió su sorpresa por lo mucho que ella sabía. Permaneció callado tanto tiempo, que creyó que no quería contarle nada. Al fin, cambió de posición, y apoyó el mentón en los pulgares. Agatha esperó, escuchando los coyotes, sabiendo que, fuera lo que fuese lo que tenía dentro, debía de serle tan difícil revelarlo como a ella su propia historia. Por último, lanzó un hondo suspiro, dejó caer las manos entre las rodillas y dijo:

– Mi esposa se llamaba Delia. Era… -Se interrumpió, miró el cielo nocturno y concluyó, emocionado-:…cuanto yo podía desear.

Agatha se limitó a esperar. Cuando pudiese, continuaría.

– El padre era un comerciante de algodón que iba periódicamente a nuestra plantación y, a menudo, llevaba con él a Delia y a la madre. Por eso, yo la conocía de toda la vida. En ocasiones, se quedaban a dormir y nosotros, Delia y yo, teníamos todo el lugar a nuestra disposición. Y cómo corríamos. Explorábamos el río, el sitio donde se desmotaba el algodón, los gallineros, jugábamos con los niños negros, recogíamos uvas silvestres, y sumergíamos las manos en la cera derretida de la lechería, los días de hacer queso, robábamos tortas de melaza de la cocina y corríamos, salvajes como ciervos. -La evocación le provocó una suave sonrisa-. Pero el padre interrumpió todo eso antes de que ella dejara de lado las trenzas y mi voz empezara a cambiar. Tengo la sensación de que, desde aquel momento, yo supe que querría casarme con Delia. También lo sabían nuestros padres, y lo aprobaban.