»Nos casamos en Waverley, a Delia siempre le gustó, en lo que mi madre llamaba «la alcoba nupcial». Mamá insistió en que la construyesen cuando se hizo el recibidor: era una habitación con arcadas, decorada con hojas de yeso, y mi madre declaró que ahí serían bautizados y se casarían todos sus hijos antes de que a ella se la llevaran en su ataúd.

Se interrumpió, y Agatha le preguntó:

– ¿Cuántos de sus hijos fueron bautizados ahí?

– Tres. Todos varones. Aunque de nosotros, dos nunca fueron a esa alcoba en sus ataúdes.

– ¿Tenías dos hermanos?

– Rafael y Nash. Los dos murieron en la misma batalla, durante la guerra. Los sepultaron cerca de Vicksburg, en lugar de hacerlo en Waverley, con los demás. -Reflexionó unos minuto y fue evidente que se esforzaba por continuar el hilo de la narración con situaciones más dichosas-. Después de casarnos, Delia y yo fuimos a vivir a Waverley. Ah, entonces era algo especial. Me gustaría que lo hubieses visto.

Se echó hacia atrás y contempló las estrellas.

– Vi el cuadro en tu sala de estar. Es hermoso.

– Era más que hermoso. Era… -Hizo una pausa, buscando las palabras-…majestuoso. -Se inclinó hacia adelante, ansioso-. En su plenitud, Waverley mantenía a mil doscientas personas y contaba con todos los elementos para ser autosuficiente. Teníamos fábrica de hielo, desmotadora de algodón, curtiduría, aserradero, molino harinero, horno de ladrillos, huertas, viñedos, establos, jardines, perrera, ferretería, galpón para botes, y hasta una balsa.

– ¿Tanto?

Agatha estaba impresionada.

– Tanto. Y la casa… todos la llamaban la mansión… -Otra vez, el fantasma de una sonrisa-. El cuadro no le hace justicia. Siempre me recordó a un águila orgullosa que extiende las alas sobre los pichones, con la cabeza levantada, vigilante.

– Cuéntame -lo animó-. Cuéntamelo todo.

– Bueno, ya viste el cuadro.

– No muy atentamente.

– La próxima vez que vayas a mi apartamento, obsérvalo bien. Waverley es única. No hay otra casa como esa en todo el Sur. Las alas del águila son, en realidad, las alas de la casa, las habitaciones que se extienden a cada lado de una rotonda central o, como la llamaba mamá, la cúpula. Y la cabeza del águila, la rotonda misma, era una impresionante entrada en forma de octógono, con escaleras gemelas curvas que ascendían poco menos de veinte metros hasta un observatorio con ventanas en los ocho lados. Todavía puedo ver a mi papá paseando todas las mañanas por el pasadizo que pasaba junto a esas ventanas, vigilando sus dominios. Los campos de algodón se extendían hasta donde daba la vista, ¿sabes, Gussie? En aquella época, teníamos más de mil doscientas hectáreas de algodón, alimentos y cereal. Además, seis hectáreas de jardines.

Agatha pudo imaginar Waverley tal como Scott la describía, orgullosa con sus pilares, reinando sobre el verde lozano que la rodeaba.

– El interior de la casa siempre estaba fresco -continuó Scott-. Cada mañana, cuando el tiempo era caluroso, Leatrice, la vieja déspota que mandaba en ese lugar, subía las escaleras, abría todas esas ventanas y la corriente era capaz de arrancarte el pelo. Y por si no hacía suficiente fresco, en el extremo del sendero había una piscina de ladrillos y mármol, con techo para proteger del sol a las damas.

– La que le contaste a Willy la primera noche que lo encontramos.

– La única en todo el norte del Mississippi. A Delia le encantaba. Ella y yo solíamos ir por la noche a refrescarnos, cada vez que…

De pronto, se interrumpió, carraspeó y se sentó más erguido.

– Nunca nadé. ¿Cómo es?

– ¡Nunca nadaste!

Negó con la cabeza.

– Ni bailé, ni monté a caballo.

– ¿Te gustaría?

Incómoda, apartó la vista, pero no pudo mentir.

– Lo que más me gustaría, es bailar. Aunque fuese una vez. -Lo miró otra vez de frente, y habló en voz alta y entusiasta-: Pero nadar también debe de ser sensacional.

– Alguna vez, tengo que llevarte. Te encantará. Es la mayor sensación de libertad posible.

– Me encantaría -dijo en tono quedo. Luego, más alto-: Pero te interrumpí. Estabas contándome cómo era Waverley.

– Waverley… ah, sí. -Prosiguió, entusiasta-: En invierno, cuando se encendían los hogares, no existía lugar más cálido. Y además teníamos lámparas de gas, alimentadas con nuestra propia fábrica de gas, que pasaba por caños hasta dentro de la casa.

– ¿Teníais fábrica de gas propia?

– Se obtenía por combustión de leña de pino, y eso era gas de resina.

Agatha jamás había oído algo semejante, y le costaba imaginar el lujo de las lámparas de gas, que se encendían al contacto de un dedo.

– Oh, Scott, debe de ser maravilloso.

– En el centro del hall de entrada hay una lámpara que cuelga desde lo alto de la cúpula. -Miró hacia las estrellas, como si fueran las que sostenían la lámpara-. Y había más de setecientos candelabros de caoba muy esbeltos que bordeaban la escalera y sobresalían de las galerías. Y luces laterales de cristal veneciano alrededor de la puerta principal, molduras de cemento en los techos, cornisas de bronce en todas las ventanas, y espejos en el salón de baile.

– ¿Tenía salón de baile?

– En el piso principal de la rotonda. Está hecho de corazón de pino virgen, y tiene las escaleras gemelas a ambos lados. Ahí se hizo el baile de bodas de Delia y mío, y recuerdo muchos otros que se hicieron cuando yo era niño y joven.

– Habíame de Delia.

Reflexionó unos momentos, y comenzó:

– Delia era como Jube. Siempre feliz, nunca pedía más de lo que tenía. Nunca supe qué había en mí que la hacía tan dichosa pero, de cualquier modo, daba gracias de que los dos sintiéramos lo mismo respecto del otro. Tenía cabello rubio y ojos almendrados y esa risa contagiosa, capaz de levantarle a uno el ánimo con más velocidad de lo que un camaleón trepa un poste. Y cuando nació Justine, era exactamente igual a Delia, pero con el cabello negro como el mío. -Tragó con dificultad y se aclaró la voz-. Bautizamos a Justine en la alcoba nupcial, tal como lo soñó mi madre. Fue el mismo momento en que Lincoln juró el cargo. Las vi a ella y a Delia una sola vez, después de unirme al regimiento Columbus y marchamos hacia el Norte. Regresé para el funeral de papá en 1864. Pero para cuando volví para siempre, ya habían desaparecido.

Le tocó a Agatha consolarlo, y le apoyó la mano en el brazo.

– Ruby me contó lo que pasó con ellas poco después de que llegó aquí. ¿No sabes cómo murieron?

– No. Tal vez fueron ladrones. En aquella época, el Sur era pobre y la gente estaba desesperada. Al regresar, los soldados encontraban pobreza donde antes hubo riqueza. Me dijeron que, al parecer, la carreta de Delia fue asaltada en el camino. -Rió con amargura-. Quien fuese, no obtuvo demasiado pues Delia era tan pobre como la mayoría en aquellos tiempos. -Carraspeó-. Pero, ¿por qué tenían que matar también a la niña? ¿Qué clase de persona hace algo semejante?

Agatha no pudo hacer otra cosa que frotarle el brazo, y dejar que la pena lo hiciera decir las palabras más amargas que hasta el momento había contenido.

– ¿Sabes lo que es regresar y encontrar todo cambiado? La gente que amabas, ya no está. La casa vacía pero, dentro, todo parece igual, como si esperase que llegaran los fantasmas a habitarla otra vez. Todo lo demás estaba: la desmotadora, la curtiduría, la fábrica de gas, todo. Pero los esclavos se habían dispersado; a algunos los mataron en la guerra, quizás en el mismo campo de batalla que a mis hermanos. Otros se fueron, quién sabe a dónde. Unos pocos se quedaron, cultivando verduras y viviendo en las viejas casas.

Agatha buscó palabras de consuelo, pero el cuadro que le pintó era tan sombrío que no podía borrarse con meras palabras, y prefirió permanecer callada y acariciarle el brazo.

– Me quedé allí tres noches y no pude soportar más. ¿Sabes qué, Gussie? -Movió la cabeza lentamente-. No pude dormir en el dorrhitorio que compartí con Delia. No pude. Por lo tanto, dormí en el cuarto de Justine y, durante la noche, me pareció oír su voz pidiendo ayuda. Si hacía años que estaba muerta, ¿cómo era posible?

El corazón de Agatha se contrajo por él, y deseó, una vez más, encontrar palabras para consolarlo.

– Scott, quizá fue tu propia voz lo que oíste.

Scott sacudió la cabeza, como para ahuyentar el recuerdo. Se pasó los dedos por el cabello y se apretó la cabeza.

– No pude quedarme. Tuve que irme.

– ¿Y desde entonces no has vuelto?

Negó otra vez con la cabeza.

– ¿Piensas que tendrías que ir?

Gandy miró adelante y, tras un largo silencio, respondió:

– No lo sé.

– La otra vez, tus heridas eran recientes. Quizás ahora sea más fácil.

– Creo que nunca será más fácil.

– Quizá no. Pero es probable que, si vuelves, tus fantasmas puedan descansar. Y Waverley es tu herencia.

Lanzó una sola carcajada áspera.

– Gran herencia. Con enredaderas invadiendo el porche delantero y los campos desiertos. Preferiría no verlo así.

– ¿No queda nadie que conozcas?

– Ruby dice que la vieja Leatrice todavía está allá.

– Pero… tú dices que la casa está tal como la dejaste. Las enredaderas se pueden podar y los campos, volver a sembrar. ¿No existe un modo en que puedas hacerlo resurgir?

– Harían falta mil doscientas personas para dejar Waverley otra vez como antes.

«Mil doscientas personas, -pensó, abrumada-. Sí, lo entiendo».

Permanecieron en silencio largo rato, repasando lo que habían compartido esa noche. Los coyotes dieron por terminado el concierto nocturno pues se aproximaba el amanecer. En los corrales de ganado, al este del pueblo, se oyeron los primeros ruidos inquietos. La Osa Mayor comenzó a palidecer.

– ¿No es raro? -reflexionó Agatha, en voz alta-. Cuando te vi por primera vez, pensé: «He aquí un hombre sin problemas, sin conciencia, sin moral». Llegaste a Proffitt con tu ropa hecha por un sastre, con dinero suficiente para comprar el edificio y abrir un negocio destinado a hacerte rico en poco tiempo y, observando tu cuerpo perfecto y sano, y tu rostro apuesto, pensé que tenías el mundo bajo los pies. Por eso, te odié.

El repaso lo hizo volver del pasado. Giró para observarla y vio que contemplaba el cielo que iba iluminándose, con las muñecas cruzadas sobre la rodilla sana y la otra pierna estirada delante.

Nunca, hasta el momento, se le ocurrió que ella lo considerase apuesto o perfecto, en ese sentido, y al oírla decirlo sintió el corazón ingrávido.

– ¿Y ahora? -preguntó.

Agatha se encogió de hombros sin cambiar la pose, y apoyó la barbilla en el hombro. Lo hizo recordar un gesto que había visto hacer a Delia innumerables veces pero, en el caso de Agatha, era pensativo en lugar de tímido.

– Ahora -respondió, mirándolo de frente-, veo que estaba equivocada.

De pronto, cambió de actitud quebrando la sensación de intimidad.

– Tendrías que pensar en regresar, Scott. Se ratifique o no la enmienda de prohibición, es algo que te debes a ti mismo. Waverley es tu hogar. Nadie lo ama como tú, y me parece que está allá, esperándote. Muchas mansiones como esa fueron incendiadas durante la guerra, y ahora es un verdadero tesoro. Pienso que merece que su legítimo dueño regrese.

Suspiró, e hizo ademán de levantarse.

– ¡Bueno! -Se estiró, y apoyó las palmas en el suelo-. Hace tanto tiempo que estoy sentada en este escalón, que ya no sé si mi única cadera buena volverá a funcionar. Creo que es hora de que entremos e intentemos dormir un poco, antes de que suba el sol y nos sorprenda aquí encaramados, como un par de gatos esperando la crema de la mañana.

Se tambaleó al tratar de levantarse, y Scott la sujetó del codo para ayudarla. Al observarla cruzar el rellano vio que la cojera era más pronunciada. Fue hasta su puerta, entró y luego se volvió:

– ¿Scott?

– ¿Qué?

– Gracias a ti también, por contarme todo eso. Sé que no fue fácil para ti.

– Para ti tampoco, ¿verdad?

– No.

Gandy se cruzó de brazos, apoyó las manos en el torso y se acercó lentamente a la mujer, deteniéndose a un solo paso. Hasta en la sombra era evidente su distracción.

– Gussie, ¿qué crees que significa eso?

Comprender que, los últimos tiempos, cada vez decía con más frecuencia cosas por el estilo, le provocó un impacto: preguntas que revelaban un cambio en sus sentimientos hacia ella. Pero también percibió el matiz de confusión que cada uno de esos sentimientos traía consigo, y la falta de esperanzas de la situación. No tenían nada semejante. Incluso si, por breves instantes, Scott suponía que sentía por ella algo más que amistad, ¿qué podría resultar? Era dueño de una taberna, y ella llevaba en el brazo la banda blanca de la templanza. Él le enseñó a un niño a jugar a un póquer de cinco cartas el sábado, mientras que ella, el domingo, llevó a ese mismo niño a la iglesia. Gandy dormía con una mujer con la que no estaba casado, pero la moral de Agatha no permitiría semejante arreglo. Era un hombre sin defectos físicos, el más perfecto que hubiese conocido, mientras que el cuerpo de Agatha dejaba mucho que desear. Era lo bastante buen mozo para conquistar a cualquier mujer a la que mirase por segunda vez, y en cambio ella no conquistó jamás ni a uno solo.