Pero, lo más importante, si el pueblo adoptaba la enmienda de prohibición, pronto se marcharía de Kansas para siempre.
¿De qué serviría que aceptara la vacilante invitación que dejaban traslucir las palabras de Scott? Era una mujer con el cuerpo vencido: no quería tener el corazón en el mismo estado.
– Buenas noches, Scott -dijo en voz suave, retrocediendo a las sombras.
– Gussie, espera.
– Ve a la cama. Jube debe de estar preguntándose qué te pasó.
Cuando cerró la puerta sin ruido, Scott se quedó mirándola con las manos aún metidas bajo los brazos. ¿Qué demonios intentaba demostrar? Tenía razón: en ese mismo instante, Jube estaba durmiendo en su cama, y él estaba ante la puerta de Agatha, pensando en besarla.
Enfadado, se dio la vuelta.
Gandy, no es la clase de mujer para tomar a la ligera, de modo que debes cerciorarte de que, al abordarla, estés bien seguro de lo que haces.
Capítulo 14
Si a alguien le pareció extraño que uno de los dueños de tabernas de la zona fuese a la estación de tren a despedir a la sombrerera, que iba a asistir a un té en apoyo a la templanza, ofrecido por el gobernador, nadie dijo una palabra. A fin de cuentas, el reciente huérfano, el hijo de Collinson, estaba con ellos y todos sabían que estaba bajo la protección de ambos.
Willy llevaba puesta su más preciada posesión: un par de pantalones Levi-Strauss flamantes, de color índigo, con costuras anaranjadas y remaches de cobre: «¡como usan los vaqueros!», según sus propias palabras, cuando entró corriendo en la tienda para mostrarle a Agatha cómo le quedaban.
– ¡Y además, sin tirantes!
– ¡Sin tirantes!
Lo hizo dar una vuelta para admirarlo como era debido.
– ¡No! Porque son como un aro de barril.
Agatha y Violet rieron al unísono.
– ¿Qué cosa?
– Un aro de barril. Así dice Scotty que le dicen los vaqueros. Pegados a las piernas… ¿ves?
En ese momento, estaba en la estación para despedir a Agatha, con sus pantalones de vaquero ajustados, y se lo veía saludable y robusto. Las botas castañas ya tenían cientos de arañazos, pero tenía las uñas limpias, había subido de peso y ya no se rascaba.
Agatha, por su parte, estaba deslumbrante. Se hizo un vestido nuevo para la ocasión, una espléndida creación de faya color mandarina. La chaqueta tenía, mangas dolman, y llevaba cuello y bordes de terciopelo marrón. Para ese verano, Godey's dictaminaba que no se debía hacer ningún vestido de una sola tela y, por lo tanto, eligió un tafetán de intenso color melón para las enaguas, y una faya de seda más rígida para la sobrefalda ajustada: en forma de pañuelo, en pico por delante remataba atrás en una cascada de pliegues. En el cuello, se ondulaba un jabot de encaje de seda color marfil, y el atuendo se completaba con un sombrero aguilón ladeado, de color melón y rojizo, que formaba una especie de ojiva sobre su rostro.
Scott Gandy la veía despedirse de Willy y admiraba no sólo su vestido sino la manera en que los colores complementaban los reflejos rojizos del cabello, enroscado en un moño francés en la nuca. También, los claros ojos verdes de pestañas espesas y oscuras, la piel de melocotón, y la línea fina del mentón, que le gustó desde que la conoció. La boca atractiva, que sonreía, animosa, si bien sospechaba que ahora, llegado el momento, no estaba tan ansiosa por irse.
– ¿Cuánto tiempo estarás ausente, Gussie?
Willy le sostenía las manos y la miraba hacia arriba, con expresión angelical. Esa mañana, Scott lo había peinado con especial cuidado y había empleado, por primera vez, unas gotas de aceite de la India, y el pelo brillaba en el sol.
– Una noche. Haz lo que te dije y ayuda a Violet a barrer antes de cerrar. -Lo haré.
Gandy contempló las manos enguantadas que arreglaban el cuello de la camisa de Willy y le quitaban algo de la mejilla.
– Y los dientes, las uñas y las orejas esta noche, antes de acostarte, ¿lo prometes?
Willy hizo una mueca de disgusto y arrastró los pies.
– Uf… lo prometo.
– Cuando vuelva, le preguntaré a Scott. -Tocó la punta de la nariz del niño, para suavizar la advertencia-. Pórtate bien y nos veremos mañana por la noche.
– Adiós, Gussie.
Le abrió los brazos.
– Adiós, cariño.
Se inclinó hacia adelante con esas faldas que le dificultaban los movimientos, y Willy la besó en plena boca. Lo estrechó contra el pecho lo mejor que pudo, mientras el pequeño mantenía el equilibrio estirándose sobre las puntas de los pies. Por un instante, sus pestañas le abanicaron las mejillas, y Gandy percibió cuánto había llegado a querer al niño. Recordó a dónde iba y por qué, y la admiró, por la clase de compromiso que se requería para hacerlo. Si la ley salía, uno de los dos, forzosamente, tendría que despedirse de Willy para siempre. Agatha lo sabía tan bien como él.
La mujer se incorporó. Willy retrocedió y metió la mano en la de Scott. La mujer miró los ojos oscuros del hombre: por un momento, vio en ellos la preocupación y se preguntó a qué se debería.
– Adiós, Scott.
Forzó una sonrisa, como sacándose de encima deliberadamente lo que lo molestaba.
– Cuídate. Y yo cuidaré de Willy. -Bajó la vista y miró la mano del niño-. Pensamos ir a cenar al restaurante de Emma esta noche, ¿no es así, muchacho?
– Sí… pollo y pastelitos de fruta.
Scott y Willy se sonrieron.
– Bueno, ya tengo que subir.
Scott se agachó para levantar el pequeño bolso de Agatha y se lo entregó.
– No te preocupes por nada de aquí.
– No me preocuparé.
El pulgar del hombre acarició un instante los nudillos enguantados, y luego los soltó. Por un breve lapso vacilaron, pensando los dos en un abrazo de despedida. En la mente de Agatha relampagueó el recibimiento que Scott le hizo a Jubilee el día que había llegado: la audaz caricia en las nalgas, el beso delante de medio pueblo. Pero en ese momento, Scott retrocedió y comprendió lo tonta que había sido en pensarlo. El abrazo de la noche anterior, en la escalera, fue una cosa, fue compartir una simpatía. «Pero hacerlo a plena luz del día, en la estación, es otra bien distinta», se regañó. Apresuró a darse la vuelta, antes de que cualquiera de los dos cediera a la tentación.
Desde la ventanilla, vio a Scott y a Willy. Scott llevaba un traje marrón claro, y un Stetson de copa baja haciendo juego. El corbatín castaño se levantaba con la brisa y se acomodaba otra vez sobre la camisa blanca. Le dijo algo a Willy, que asintió con entusiasmo. Después, sacó un cigarro del bolsillo. Se palmeó la chaqueta y Agatha supo que estaba bromeando con el niño. Willy también comenzó a buscar, y sacó una cerilla de madera. Scott se puso el cigarro entre los dientes, se inclinó hacia Willy, este alzó una rodilla y raspó la cerilla contra el muslo de los nuevos y rígidos pantalones de denim. Hizo tres intentos y falló. Entonces, Scott acomodó la cerilla en los dedos de Willy y le enseñó cómo hacerlo. La vez siguiente, encendió y el niño sostuvo mientras Scotl. encendía el puro.
«Lo próximo que hará, es enseñarle a fumar al chico», pensó. Pero la perspectiva, en lugar de ponerla ceñuda la hizo sonreír con melancolía. Contemplando a los dos, el hombre alto y cordial y el niño rubio, dichoso, sintió que el amor por ellos florecía dentro de sí. El tren empezó a moverse y los dos levantaron la cabeza y la saludaron agitando las manos: eran las dos personas más importantes en su vida. No obstante, pronto podría perder a uno de ellos, o quizás a los dos. En menos de dos meses, se sometería la prohibición a la decisión de los votantes de Kansas.
Apoyó la cabeza en el asiento y cerró lentamente los ojos. Le ardieron los párpados y se le formó un nudo en la garganta. Casi tuvo ganas de que la prohibición fracasara.
El jardín de la mansión del gobernador estaba diseñado en macizos en forma de diamante. Cercos de ligustro cuidadosamente recortados delimitaban los senderos de grava, entre rosales repletos de flores. Rojas, salmón, blancas y rosadas, perfumaban el aire con su fragancia inimitable. Los crisantemos formaban retazos amarillos y bronce en los cruces de los senderos. Tejos majestuosos, erectos y uniformes como las picas verdes de una cerca, custodiaban los límites, y castaños de la India aquí y allá proveían oasis de sombra en puntos estratégicos de ese diseño tan formal. Sentadas en bancos de hierro pintados de blanco, las mujeres de polisón bebían el té de tazas para café, mientras dignatarios de vestimenta formal, con las manos cruzadas a la espalda comentaban la situación política, sacudiendo los bigotes.
Era una escena muy pomposa, muy de élite. Agatha, con sus galas a la moda, su porte regio y sus modales impecables, encajaba a la perfección en la reunión. Sin embargo, mientras explicaba la forma adoptada por la U.M.C.T. local en el combate contra el ron, mientras aprendía métodos nuevos para conquistar votos y difundir la propaganda contra el alcohol, se sentía una traidora hacia esos dos seres que la habían despedido en la estación.
El gobernador tenía un especial aire de decoro, metido a la fuerza en un cuello blanco de palomita y corbata Oxford negra. Hizo una reverencia sobre la mano de cada una de las damas presentes, conversó, solícito, con los ministros bautistas, y realizó consultas con conocidas figuras del movimiento por la templanza.
Estaban Drusilla Wilson, Amanda Way y otras líderes famosas cuyas fotografías Agatha había visto en el Banner. Compartiendo el encuentro con ellas, se sintió fuera de lugar pues por las venas de estas mujeres corría, ardiente, el fervor por la causa mientras que, en las de ella, se había enfriado considerablemente. Recordó el entusiasmo que sintió el día en que recibió la invitación a este evento, y deseó recuperar una parte de ese entusiasmo. En cambio, pensó que era muy probable que el 2 de noviembre cayese la guillotina… no sobre Scott Gandy, sino sobre sí misma.
Alquiló carruaje y conductor para que la llevase de vuelta al hotel, cenó en el elegante comedor, y deseó estar en el restaurante de Cyrus y Emma Paulie, comiendo pollo y pasteles con Willy y Scott. Se instaló en la habitación decorada con buen gusto, de empapelado tramado y cortinas adornadas con borlas, pero hubiera preferido estar en su estrecho apartamento, escuchando el piano y el banjo filtrarse por el suelo. Se tendió en la cama forrada de cotí y rellena de plumas de ganso, pero con ganas de estar sentada en un duro escalón de madera mirando las estrellas, oyendo aullar a los coyotes y disfrutando el aroma del cigarro de un hombre.
A la mañana, salió de compras y encontró una armónica para Willy y un broche de marfil tallado para Violet. Pasó ante una tabaquería y se detuvo.
No, Agatha, no servirá. Eres una mujer soltera, es un hombre soltero. No sería correcto.
Siguió andando con paso decidido, pero a pocos metros se detuvo y desando el camino. Se paró ante la vitrina y admiró las pipas de cerezo, los humidificadores de tulipanero, y las cajas de cigarros. Al levantar la mirada, vio su propio reflejo en el cristal, iluminada por el sol matinal de un tibio día de otoño. Se imaginó a Scott Gandy junto a ella, caminando juntos hacia el mercado, él con el Stetson de copa baja y el crujiente traje color gamo, ella con el gracioso vestido y el sombrero en pico, la mano enlazada en el hueco del codo de él.
Pasó un caballo arrastrando un coche sobre los adoquines y el traqueteo la sacó del ensueño. Entró en la tienda.
El interior era polvoriento y aromático, de fragancias intensas y masculinas, tan diferentes de los familiares olores a tintura, almidón y aceite de máquina.
– Buenos días, señora -la saludó el dueño.
– Buenos días.
– ¿Quiere algo para su marido?
Al sonreír, los bigotes manubrio y las mejillas sonrosadas del hombre se elevaron.
Su marido. Era una idea peligrosamente provocativa. Scott Gandy no era su marido, ni lo sería nunca aunque, por un momento, era divertido imaginarlo. No sabía nada de marcas y al darse cuenta de que se había traicionado, se preguntó: «¿Qué esposa no conocería la marca favorita del marido?».
– Sí, podrían ser unas tijeras.
– Ah, creo que tengo justo lo que buscaba.
Salió de la tabaquería con unas minúsculas tijeras de oro de punta roma en un estuche plano de cuero, y se preguntó si, al regresar, tendría el valor de dárselas.
Qué poco propio de ti, Agatha. Qué raro en ti.
Pero él me regaló una máquina Singer de coser. Comparado con eso, ¿qué son unas pequeñas tijeras?
Estás justificándote, Agatha.
¡Oh, vete al diablo! Fui una remilgada toda mi vida, y, ¿de qué me sirvió? Por una vez, seguiré el impulso de mi corazón.
Aquel día, el corazón la llevó de vuelta al hogar, martillando con ansiedad mientras el tren entraba en la estación de Proffitt. El corazón le dijo que no tenía que buscar a Gandy entre el gentío, no tenía que esperar que estuviese ahí. Pero se acomodó el sombrero y revisó el peinado, esperó que la falda no estuviese demasiado arrugada y escudriñó la estación, a pesar de sí misma.
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