– Desafortunado pero, aun así, la tienda parece próspera.

__Vivo decentemente, pero…

– No -La señorita Wilson alzó las manos enguantadas-. No quise entrometerme en sus asuntos financieros. Sólo me referí a que está bien establecida aquí y, sin duda, la mayor parte de las mujeres del pueblo estarán en su lista de clientes.

– Bueno, supongo que es así… al menos así era hasta hace un mes.

– Dígame, señorita Downing, ¿hay otras tiendas de sombreros en Proffitt?

– Pues, no. La mía es la única. Ahora, el señor Halorhan, en la Mercantile, y el señor McDonnell, en Longhorn Store, los venden hechos. Pero no hay comparación, por supuesto -añadió con cierto aire de superioridad.

– Si no fuera un atrevimiento de mi parte, ¿podría preguntarle si acostumbra ir a la iglesia?

A duras penas, Agatha contuvo la irritación:

– ¡No tenga la menor duda!

– Eso pensé. ¿Metodista?

– Presbiteriana.

– Ah, presbiteriana. -La señorita Wilson indicó con la cabeza hacia la taberna-. Y los presbiterianos aman su música. Nada como un coro de voces que se elevan en plegaria al cielo para llenar de lágrimas los ojos de un borracho.

Agatha dirigió al muro de separación una mirada malévola.

– Casi toda la música -replicó.

En ese momento, la canción que sonaba era «Chicas de Buffalo, ¿no quieren salir esta noche?»

– En el presente, ¿cuántas tabernas prosperan, digamos, en Proffitt?

– Once.

– ¡Once! ¡Ah! -En gesto ofendido, Drusilla echó la cabeza atrás, y giró sobre sí misma, con los brazos en jarras-. Los echaron de Abilene hace años. Pero siguieron avanzando hacia los siguientes poblados, ¿eh? Ellsworth, Wichita, Newton, y ahora, Proffitt.

– Este era un pueblo tan pequeño y pacífico hasta que vinieron…

Wilson giró con brusquedad, y apuntó con un dedo al aire.

– Y puede volver a serlo. -Fue a zancadas hasta el escritorio, con expresión resuelta-. Iré al grano, Agatha. Puedo llamarla Agatha, ¿verdad? -No esperó la respuesta-. Cuando la vi enfrentarse a ese hombre, no sólo pensé: «He aquí una mujer capaz de enfrentarse a un hombre». También pensé: «Ésta es una mujer digna de ser un general del ejército contra el Brebaje del Diablo».

Sorprendida, Agatha se tocó el pecho:

– ¿Un general? ¿Yo? -Si Drusilla Wilson no se lo hubiera impedido con su presencia, se habría levantado de la silla-. Me temo que se equivoca, señorita Wi…

– No me equivoco. ¡Es perfecta! -Se apoyó en el escritorio y se inclinó hacia adelante-. Conoce a todas las mujeres del pueblo. Es cristiana practicante. Tiene un incentivo más para luchar por la templanza, porque su negocio está amenazado. Y, lo que es más, tiene la ventaja de ser vecina de uno de los corruptos. Hágalo clausurar, y será el primero de una larga lista de locales clausurados, se lo aseguro. Sucedió en Abilene, y puede suceder aquí. ¿Qué dice?

La nariz de Drusilla estaba tan cerca de la suya que Agatha se tumbó contra el respaldo de la silla.

– ¡Caramba…!

– El domingo, pienso pedirle el pulpito a su ministro por unos momentos. ¡Créame, no hace falta más para que usted cuente con un ejército regular a su mando!

Agatha no estaba muy convencida de desear un ejército, pero Drusilla siguió:

– No sólo tendría el apoyo de la Unión Nacional de Mujeres Cristianas por la Templanza, sino el del propio gobernador St. John.

Agatha sabía que John P. St. John había sido elegido dos años antes gracias a una plataforma que ponía el acento de sus reivindicaciones en la prohibición del alcohol, pero no sabía nada más de política, y poco más sobre una organización en semejante escala.

– Por favor, yo… -Dejó escapar una bocanada de aire entrecortada y se levantó. Se dio la vuelta y se retorció las manos-. No sé nada de organizar un grupo así.

– Yo la ayudaré. La organización nacional lo hará. El Temperance Banner, nuestro periódico, ayudará. -Wilson se refería al periódico estatal creado dos años antes para apoyar las actividades pro-templanza y de apoyo a la legislación contra el alcohol-. Y sé lo que digo cuando me refiero a que las mujeres del pueblo nos ayudarán. He viajado casi cinco mil kilómetros. Crucé el Estado una y otra vez, y estuve en Washington. Asistí a cientos de reuniones públicas en escuelas e iglesias de todo Kansas. En todas ellas vi que surgían grupos de apoyo a La Causa casi de inmediato.

– ¿Legislación? -Esa palabra aterró a Agatha-. Ignoro todo respecto de la política, señorita Wilson, y no quiero verme involucrada. Para mí ya es bastante dirigir mi negocio. Sin embargo, tendré mucho gusto en presentarle a las mujeres de Cristo Presbiteriano, si quiere invitarlas a un mitin de organización.

– Muy bien. Es un comienzo. ¿Y podríamos hacerlo aquí?

– ¿Aquí? -Los ojos de Agatha se dilataron-. ¿En mi tienda?

– Sí.

Drusilla Wilson no tenía nada de tímida.

– Pero no tengo suficientes sillas y…

– Estaremos de pie, como sucede muchas veces a las puertas de los bares, en ocasiones durante horas.

Resultó evidente cómo Wilson había logrado organizar toda una red de locales de la U.M.C.T. Perforó con los ojos a Agatha tal como el alfiler de un coleccionista sujetaría a una mariposa. Agatha tenía muchas dudas, pero estaba segura de una cosa: quería devolverle a ese hombre lo que le había hecho esa mañana. Y quería librarse del ruido y la jarana que traspasaban la pared. Quería que su negocio volviese a florecer. Si ella no daba el primer paso, ¿quién lo haría?

– Mi puerta estará abierta.

– Bien. -Drusilla aferró la mano de Agatha y le dio un firme apretón-. Estoy segura de que eso es todo lo que hará falta. En cuanto las mujeres se reúnan y vean que no están solas en la lucha contra el alcohol, la sorprenderán con su solidez y su apoyo. -Retrocedió, y se acomodó los guantes-. Bien. -Levantó la maleta-. Tengo que encontrar hotel, y después recorrer el pueblo para determinar con exactitud los once objetivos de nuestra cruzada. Luego, tengo que visitar al ministro, el Reverendo…

– Clarksdale -apuntó Agatha-. Samuel Clarksdale. Lo encontrará en la pequeña casa de madera, en el ala norte de la iglesia. No puede equivocarse.

– Gracias, Agatha. Hasta el domingo, pues.

Un movimiento rápido, un gesto ceremonioso, y se fue.

Agatha quedó inmóvil. Se sentía como si acabara de atravesarla una tormenta estival. Pero cuando miró alrededor, las cosas estaban en su lugar. El piano tintineaba al otro lado de la pared. Afuera, en la calle, ladraba un perro. Pasaron un caballo con el jinete tras las cortinas de encaje. Agatha apretó una mano sobre el corazón, exhaló y se dejó caer en la silla. Miembro, sí. Pero organizadora, no. No tenía el tiempo ni la vitalidad para ponerse a la cabeza de la organización local por la templanza. Mientras seguía pensando en el tema, llegó Violet Parsons a trabajar.

– ¡Agatha, lo he escuchado todo! ¡Tt-tt! -Violet era de esas personas que ríen entre dientes. Era el único rasgo de ella que a Agatha le disgustaba. Ya era una mujer de cabello blanco como la nieve y con más arrugas que un pergamino, y tendría que haber perdido ese hábito mucho tiempo atrás. Pero lo hacía constantemente, como un mono de organillero-.Tt-tt-tt. Oí decir que te enfrentaste con el dueño en los escalones mismos de entrada a la taberna. ¿Cómo tuviste el coraje de intentar detenerlo?

– ¿Tú qué habrías hecho, Violet? Perry White y Clydell Hottle ya venían corriendo, con la esperanza de ver desde más cerca esa pintura pagana.

Violet se llevó cuatro dedos a los labios.

– ¿En serio es un cuadro de una… tt-tt-tt… -la risita se transformó en un susurro-…dama desnuda?

– ¿Una dama? Violet, si está desnuda, ¿cómo puede ser una dama?

Los ojos de Violet adquirieron un brillo malicioso:

– ¿Estaba realmente… -otra vez el susurro-…desnuda?

__Como un pájaro desplumado. Por eso, justamente,

me metí.

__Y el señor Gandy… tt-tt-tt… ¿En serio te tiró al barro?

Violet no pudo evitarlo: sus ojos, del mismo color que el vestido de Agatha, chispeaban cada vez que se mencionaba al señor Gandy. Aunque nunca se había casado, jamás dejó de desearlo. Desde la primera vez que vio a Gandy caminando por la calle con una sonrisa seductora, comenzó a comportarse como una idiota. Aún lo hacía cada vez que le echaba un vistazo, y esto siempre sacaba de quicio a Agatha.

– Las noticias vuelan.

Violet se ruborizó.

– Pasé por la tienda de Harlorhan a buscar un dedal nuevo. Sabes que ayer perdí el mío.

¿El incidente ya se comentaba en Harlorhan's Mercantile? Qué inquietante. Agatha sacó el dedal y lo apoyó con un golpe sobre el mostrador de cristal.

– Yo lo encontré debajo del sombrero de paja en que estabas trabajando. ¿Y de qué otra cosa te enteraste en Harlorhan?

– ¡Que Drusilla Wilson está en el pueblo y que pasó casi una hora en esta misma tienda! ¿Lo harás?

– ¿Qué cosa?

A Agatha la ofendía la suposición de Violet de que ella sabía todo lo que se hablaba cada mañana en el negocio de Harlorhan. A Violet, en cambio, los chismes le encantaban.

– Hacer aquí una reunión de templanza.

Agatha se irguió.

– ¡Cielos! Esa mujer salió de aquí hace menos de quince minutos, ¿y ya te enteraste de eso en Harlorhan?

– Bueno, ¿lo harás?

– No, no exactamente.

– Pero eso es lo que se dice.

– Acepté dejar que la señorita Wilson la haga aquí, eso es todo.

Violet se quedó petrificada y los ojos se le pusieron redondos y azules como bolas.

– Dios, es bastante.

Agatha se acercó al escritorio, confundida, y se sentó.

– Él no hará nada.

– Pero es nuestro nuevo patrón. ¿Y si nos echa?

Agatha levantó el mentón en gesto desafiante.

– No se atreverá.


Pero ya se le había ocurrido a LeMaster Scott Gandy.

Estaba de pie junto a la barra, una bota en el riel de bronce, escuchando los comentarios atrevidos de los hombres acerca de la pintura. Teniendo en cuenta la hora, había bastante actividad. Las noticias volaban en un pueblo tan pequeño. El local estaba abarrotado de varones curiosos, que querían echarle un vistazo al desnudo. Cuando llegaron Jubilee y las chicas, el negocio floreció todavía más.

Sin embargo, la sombrerera de boca de miel seguía fastidiándolo. Gandy se puso ceñudo. Si se lo proponía esa mujer era capaz de convertirse en un estorbo infernal. Con una sola como ella bastaba para agitar a todas las habitantes femeninas de un pueblo y que comenzaran a molestar a sus esposos en relación con las horas que pasaban en la taberna. Si la inquietaba la pintura, las chicas la indignarían.

Gandy bajó más sobre los ojos el ala del Stetson y apoyó a los codos en la barra, detrás de él. Pensativo, contempló el local de Heustis Dyar, al otro lado de la calle tranquila, y se preguntó cuándo empezaría a llegar el ganado. Sólo entonces comenzaría la verdadera diversión. Cuando esos vaqueros bullangueros, sedientos, invadiesen el pueblo, lo más probable era que la pequeña benefactora de al lado hiciera sus maletas y se fuese con viento fresco, y entonces las preocupaciones de Gandy habrían acabado.

Sonrió para sí, sacó un puro del bolsillo del chaleco y encendió la cerilla en el tacón de la bota. Pero antes de que pudiese usarla, el motivo de sus preocupaciones, la propia «Dos Zapatos», se materializó desde la puerta vecina y pasó ante la taberna. No fueron más de cinco segundos el tiempo en que la cabeza y los zapatos fueron visibles por encima y por abajo de las puertas batientes, pero bastaron para que Gandy advirtiese que no caminaba normalmente. La cerilla le quemó los dedos. Maldijo y la tiró, corrió hacia la puerta y se situó de costado, a la sombra. La observó andar por la acera. Oyó el sonido de arrastre que producían los zapatos. Empezó a sentir calor en el cuello. Cinco puertas más allá, la vio descender unos escalones, aferrándose con fuerza al pasamanos. Pero, en lugar de cruzar por las piedras como lo hacían todas las señoras, se alzó las faldas y caminó con esfuerzo por el lodo, hasta el otro lado.

– Dan -llamó Gandy.

– ¿Qué pasa?

Loretto no alzó la vista. Abrió el mazo de naipes en forma de cola de pavo real, y después lo juntó bruscamente. Era demasiado temprano para juegos de azar, pero Gandy le había enseñado a mantener los dedos ágiles en todo momento.

– Ven aquí.

Loretto acomodó el mazo y se levantó de la silla con el mismo movimiento fluido que tanto admiraba en su patrón.

Se acercó a espaldas de Gandy, junto a la puerta vaivén.

– ¿Qué, patrón?

– Esa mujer. -Agatha Downing había llegado al otro extremo de la calle y se esforzaba por subir a la acera, apretando un lío de ropa que se parecía sospechosamente al vestido gris que había usado antes. Al ver las faldas limpias que llevaba, ahora azules, Gandy se puso ceñudo. Las faldas se removían a cada paso de manera antinatural-. ¿Está cojeando?