No estaba. Pero sí estaba Willy, todavía rígido con sus pantalones azules, parado sobre un banco en la acera de la estación, agitando la mano y saltando con brío.

Agatha se apeó y el muchacho fue corriendo hacia ella.

– ¡A que no sabes, Gussie!

– ¿Qué?

– ¡Teno un gato!

– ¡Un gato!

Aunque le dirigió una sonrisa radiante, tuvo que hacer un esfuerzo para no observar la estación en la esperanza de que Scott llegara tarde. Se dijo que era totalmente ridículo estar desilusionada por su ausencia.

Willy parloteaba a toda velocidad.

– Violet dice que la señorita Gill tenía una carnada en la casa de pensión y que si no se deshacía de ellos pronto habría que ahogarlos, y yo fui allí y estaba este, que es púrpura y blanco…

Agatha rió:

– ¡Púrpura y bl…!

– Y era el que más me gustaba, y le pegunté si podía quedármelo y me dijo que sí, entonces lo truje a casa de Scotty y Scotty dice que puedo, siempre que duerma conmigo por las noches para que no se meta entre los pies de la gente en la taberna, y que, de día, Moose puede cazar ratones en la despensa.

– ¿M… Moose? -rió Agatha.

– Le puse ese nombre, porque es el más grande de todos.

– ¿Y Moose es de color púrpura?

Agatha se preguntó cómo pudo pasar un día sin Willy para iluminarlo. El chico se rascó la cabeza casi sin darse cuenta y se dejó el cabello erizado como tallos de melcocha secos.

– Bueno, más o menos… Scotty dice que es gris, pero a mí me parece púrpura con manchas blancas donde salen los bigotes, ¡y durmió conmigo anoche y no rodé encima de él ni lo aplasté, ni nada! ¡Ya vas a ver, Gussie! ¡Es el gato más hermoso que hayas veído jamás!

– Visto.

– Sí, bueno, vamos. ¡Date prisa! Está en la taberna, y Jack está cuidándomelo, pero tengo que regresar para vigilarlo.

No tuvo más remedio que «darse prisa». Willy levantó el bolso y salió corriendo.

– ¡Espera, Willy! Yo puedo llevarlo.

– ¡No-o! Scott dice que yo tengo que llevártelo.

«Con que eso dijo, ¿eh?», pensó, al tiempo que corría tras Willy, riendo entre dientes.

Qué figura. El bolso era más grande que Willy. Aferraba el asa con las dos manos, los hombros flacos levantados, forcejeando alegremente para cargarlo. En una ocasión, el bolso se balanceó para atrás, lo golpeó en las rodillas y lo hizo caer encima. Pero no se detuvo a quejarse. Se levantó de un salto y corrió, mientras Agatha cojeaba tratando de seguirlo y sintiendo que lo amaba más a cada minuto que pasaba.

La llevó directamente por las puertas vaivén al Gilded Case. Como era media tarde, demasiado temprano, había sólo unos pocos parroquianos. Estaban todos reunidos junto a la barra: Mooney Straub, Virgil Murray, Doc Adkins, Marcus, Jube, Jack y Scott, riendo, conversando apoyados en los codos, con expresiones absortas. Entre ellos, sobre el mostrador del bar, se paseaba un adorable gatito de ocho semanas de edad. Pisó un charco, se sacudió la pata, después cruzó hasta la jarra de cerveza de Mooney, hociqueó la espuma, meneó la cabeza y estornudó.

– ¡Ha vuelto Gussie! ¡La truje a ver a Moose!

Todas las cabezas giraron hacia la puerta.

– Moose está aquí, divirtiéndonos -le dijo Jube.

Willy soltó el bolso y aferró a Agatha de la mano.

– ¡Ven, Gussie!

Mientras Willy la arrastraba, fijó los ojos en los de Scott. Estaba detrás de la barra con Jack, vestido con un traje negro y chaleco color ámbar, como siempre, excesivamente apuesto. Tras él, Dierdre se exhibía en su jardín de las delicias, pero Agatha casi no la vio. Sólo tuvo ojos para Scott. Tuvo la impresión de haber estado ausente una semana, y una expresión que pasó, fugaz, por el rostro de él, le dijo que también se alegraba de que hubiese regresado.

Marcus alzó a Willy y lo sentó en el borde de la barra.

– ¿Lo ves, Gussie? -Los ojos de Willy resplandecían de orgullo-. ¿No es precioso?

Agatha se fijó en la bola de pelusa gris y blanca:

– Es adorable.

Jube se desplazó para dejarle sitio a Agatha que, por primera vez en su vida, ponía los codos encima de una barra. Todos observaron a Moose, que olfateó la cerveza del jarro de Doc y dio un delicado lengüetazo. Rieron, pero Doc apartó la jarra.

– Oh, no, no debes. Ya es bastante para una cosa tan pequeña como tú.

Marcus sacó una moneda del bolsillo y la hizo girar sobre el bar. De inmediato, Moose se dispuso al ataque, con la vista clavada en la pieza de oro que giraba. Perdió equilibrio y rodó a los pies del animal, que retrocedió, arqueó el lomo y siseó, para diversión general. Willy repitió el juego varias veces, hasta que el gato avanzó con cautela y volteó la moneda con la garra. Marcus apoyó una mano en el hombro de Jube, y observó desde atrás de ella. Willy se acomodó sentado encima de la barra con las piernas cruzadas. Jack se sirvió una cerveza y la bebió a sorbos, mientras el gato los entretenía a todos.

Agatha levantó la mirada y vio que Scott la contemplaba. La atención de todos los demás estaba concentrada en el gato. La moneda zumbaba al girar. Los presentes rieron otra vez, pero ni Scott ni Agatha los oyeron. Tampoco sonrieron. La mirada era firme, los ojos, tan negros como el ala del sombrero.

Agatha tuvo la sensación de que todo el cuerpo le latía.

Que Dios me ayude: lo amo.

Como si le hubiese leído la mente, la mirada del hombre bajó a la boca y Agatha sintió que ardía con una conciencia de su físico más intensa de la que hubiese percibido jamás. Cuando los ojos de Scott la convocaron, supo que se ruborizaba y recurrió a Willy, dándole un golpe suave en la rodilla.

– Tengo que ir a relevar a Violet. Ven más tarde: tengo algo para ti.

Se olvidó del gato y le dirigió una mirada brillante:

– ¿Para mí?

– Sí, pero está en la maleta. Ven más tarde, después que haya desempacado.

Cuando ya se iba, le preguntó:

– ¿Cuánto tiempo te llevará?

Agatha sonrió con indulgencia.

– Dame media hora.

– ¡Pero no sé la hora!

Scott rió y apoyó una mano en el hombro del chico.

– Yo te diré cuando pase la media hora, muchacho.

Al levantar la maleta para irse, Agatha advirtió que ella y Scott no habían intercambiado una sola palabra, al menos audible. Pero algo pasó entre los dos, algo más poderoso que lo que podía oírse. Estaba segura de que la había echado de menos. Los ojos de Scott expresaban sentimientos hacia ella. Pero, ¿cómo era posible? Le resultaba increíble. Sin embargo, si era cierto, ¿no sería esa la causa de que no fuese a buscarla a la estación? Si estaba tan confundido respecto de esos sentimientos como la misma Agatha, era natural que extremase la precaución mientras los exploraba.

A Violet le encantó el broche de marfil, a tal punto que se lo colocó de inmediato en el cuello. Como Agatha imaginó, mucho antes de que pasaran los treinta minutos, apareció Willy. Dio un soplido a la armónica, y Moose se arqueó. Violet, que afirmaba ser la «madrina» de Moose, se hizo cargo del animal y lo acarició, mientras Willy insistía con el instrumento.

– Se me ocurrió que Marcus podría enseñarte a tocarla bien. Tiene talento para la música y estoy segura de que es capaz de tocar otros instrumentos, además del banjo.

– ¡Jesús, gracias, Gussie!

No hacía falta mucho para iluminar los ojos de Willy e impulsarlo a dar un abrazo y un beso.

– ¡Iré a enseñársela a Marcus!

Tomó a Moose y fue hacia la puerta.

Agatha tomó una decisión repentina:

– ¡Espera!

Impaciente, el niño volvió. Pensó en Violet pero dudó: ¿no le daría un aire menos… menos personal? Y por algún motivo, después de la significativa mirada que intercambió con Gandy, había perdido el coraje de entregarle el regalo personalmente.

– También compré algo para Scott. ¿Podrías llevárselo?

– Claro. ¿Qué es?

– Una insignificancia. Sólo un par de tijeras para los cigarros.

Le dio el paquete y Willy salió disparando hacia la puerta.

– No le diré qué es hasta que abra el paquete.

Agatha sonrió y lo miró desaparecer, con el gato subido al hombro. Si esperaba que Violet se encargara de darle un regalo a Scott, estaba equivocada. La ayudante estaba demasiado fascinada con ese hombre para mantener la sensatez en ese aspecto.

Agatha recordó la época en que solían irritarla las risitas disimuladas de Violet, inspiradas por Gandy. Qué cabeza hueca le parecía. Sin embargo, en el presente ella misma se sentía así cada vez qué estaba cerca de él. Se le ocurrió que, si la gente lo supiera, también la consideraría una cabeza hueca. Y tal vez lo fuese. Quizá fue sólo su imaginación esa mirada provocativa de vibrante intensidad. Y, aunque fuese real, ¿cómo podía adivinar qué pensamientos bullían en la cabeza de Scott?

Joseph Zeller, al entrar en la tienda por la puerta principal, interrumpió la introspección.

– Señorita Downing, señorita Parsons, ¿cómo están?

Intercambiaron las banalidades de costumbre y, por fin, Zeller mencionó el motivo de su visita.

– Señorita Downing, tengo entendido que fue a Topeka, a reunirse con el gobernador.

«Oh, no», pensó Agatha. Pero mientras se esforzaba por hallar una respuesta que no la comprometiera, Violet exclamó, orgullosa:

– Ya lo creo que fue. Recibió una invitación impresa a un té que daba el gobernador en el rosedal, ¿no es cierto, Agatha?

Zeller sonrió, impresionado.

– No es cosa de todos los días que un ciudadano de Proffitt se codee con el gobernador, ¿verdad?

El hombre se quedó casi media hora, haciéndole una pregunta tras otra, y Agatha no pudo hacer otra cosa que contestar. Pero a cada respuesta que daba se sentía más traidora. Le sonsacó cada uno de los movimientos innovadores para aumentar la conciencia pública con respecto a los peligros del alcohol.

El artículo apareció en primera plana, en la Gazette, y atrajo un caudal inesperado de propaganda en favor de la reforma constitucional, de fuentes inesperadas.

La Gazette misma publicaba un editorial destacando que la templanza surgía como el tema principal que unía a las mujeres en todo el país. Desde el pulpito de la Iglesia Cristiana Presbiteriana, el reverendo Clarksdale instó a sus feligreses a votar por la prohibición, aduciendo que ya no existía el riesgo de cólera, motivo que impulsó a la gente a mezclar cerveza en el agua, e iniciar así la locura alcohólica; por lo tanto, la necesidad de un «agente purificador» era cosa del pasado. Los maestros comenzaron a sermonear en sus clases acerca de ingerir bebidas tóxicas y los niños, a su vez, llevaban la advertencia a sus respectivos hogares, y muchos de ellos fastidiaban a los padres no sólo para que dejaran de beber alcohol sino para que, en noviembre, votaran por la ratificación de la enmienda constitucional que lo prohibía. El inspector de escuelas anunció un concurso de ensayos sobre el tema: el ganador recibiría una medalla de bronce y su nombre se inscribiría en una placa conmemorativa que enviaría la propia Lucy Limonada en persona. La Sociedad Literaria de Proffitt anunció una serie de debates abiertos en sus reuniones semanales, e invitó a participar a los miembros de ambas fracciones.

En medio de todo ese furor, Agatha y Scott se evitaban. Desde que regresó de Topeka, sólo lo veía de paso o a través del agujero en la pared, por las noches. Desde ese punto ventajoso lo vio usar por primera vez la tijera de oro, pero no le mandó una sola palabra de agradecimiento, ni acusó recibo, siquiera.

Agatha estaba mortificada. Era humillante haber hecho un regalo a un hombre por primera vez en la vida y no recibir ni las gracias. Willy se convirtió en el único vínculo entre los dos. Saltando de uno a otro, llevando consigo su fervor característico, daba entusiastas informes en uno y otro lado del edificio de Gandy.

– Scotty dice que…

– Gussie dice que…

– Yo y Scotty fuimos…

– De camino a la Iglesia, ayer Gussie y yo…

– Como perdí a Moose, Marcus y Scotty tuvieron que mover el piano…

– A Gussie y Violet les encargaron…

– Pearl dice que si pasa la prohibición, volverá a…

– Violet dice que Gussie está de mal humor…

– Scotty y Jube discutieron…

– Gussie está haciéndome unas camisas más abrigadas para…

– Scotty y Jube se reconciliaron…


Corría el mes de octubre. Faltaba menos de un mes para el día de las elecciones. Había refrescado. Ya las moscas no molestaban de noche, la actividad de los conductores de ganado mermó casi hasta interrumpirse, la taberna cerraba más temprano, pero con todo Agatha dormía mal. No era que tuviese pesadillas, pero le parecía que los debates de la Sociedad Literaria de Proffitt se realizaban dentro de su cabeza.

En sus sueños, Mustard Smith discutía a gritos con Eyelyn Sowers, y al comprender que perdía comenzaba a jadear, y miraba a Evelyn como un toro furioso que se dispusiera a embestir. Daba la sensación de que el aire silbaba entre sus dientes entrando y saliendo, entrando y saliendo.