– No, Ben, ninguno más. Yo ya le pregunté.

La mirada de Cowdry pasó de uno a otra y volvió al hombre. Se levantó y se ajustó el cinturón donde llevaba las pistolas.

– Está bien. Cuando esté mejor, necesitaré que me firme unos papeles relacionados con el ataque. No se preocupe, señorita Downing, lo atraparemos.

Cuando el comisario salió, Gandy cerró la puerta de la sala y volvió al dormitorio. Los ojos redondos y asustados de Agatha estaban clavados en la entrada, como aguardándolo.

– No debería estar aquí, en tu dormitorio.

Al pasar junto a la repisa, Scott tomó la botella de whisky y un vaso.

– Ordenes del médico -dijo en tono suave, mientras iba hacia la cama y se sentaba en el borde, con una rodilla levantada. Destapó la botella, sirvió tres dedos y dejó la botella en la mesa de noche-. ¿Puedes incorporarte?

– Sí.

Se sentó con esfuerzo, haciendo muecas al moverse los músculos del cuello, y Scott se inclinó hacia la pila de almohadas que tenía detrás. Agatha se echó atrás, suspirando.

– Toma. -Le sostuvo el vaso y ella lo miró fijo-. ¿Alguna vez lo probaste?

– No.

– Entonces, prepárate. Arde, pero te ayudará.

Estiró, vacilante, las manos delicadas, y sujetó el vaso con las yemas de los dedos. Levantó la mirada con incertidumbre. Gandy rió.

– ¿Qué puedes esperar del propietario de una taberna?

Agatha hizo un valeroso esfuerzo por sonreír, pero le dolía la herida. Aferrando el vaso con fuerza, lo levantó y lo bebió en cuatro tragos, cerró los ojos, se estremeció, abrió los ojos y la boca y le tendió el vaso para que le sirviera más.

– ¡Uh! -Gandy le apartó la mano-. No tan rápido. Si sigues a ese ritmo, pronto verás perros de la pradera rosados.

– Me duele. Todavía tengo el estómago revuelto, Y aún no estoy segura de no caerme a pedazos. Si el whisky me ayuda, beberé otra ración.

Alzó el vaso y, aunque Gandy la miró, dudoso, tomó la botella otra vez. En esta ocasión, le dio la mitad y cuando ella lo levantó como para tragarlo de una vez, se lo impidió.

– No tan rápido. De a sorbos pequeños.

Lo bebió a sorbos, bajó el vaso y lo sostuvo con ambas manos. Después, tocó las sábanas y el camisón ensangrentados.

– Te dejé la cama hecha un desastre.

Scott le sonrió.

– No me opongo.

– Y Jube tuvo que irse.

Los ojos de ambos se encontraron y se sostuvieron la mirada.

– Está bien. De cualquier modo, no duerme siempre aquí.

Agatha tomó conciencia de la rodilla que le rozaba el muslo, y levantó la bebida como para protegerse. Con ese último sorbo, vació el vaso. Luego, distraída, se secó la comisura de la boca con el dorso de la mano, sin mirar al hombre.

– Ya me siento mejor. Puedo ir a mi apartamento.

– No. Te quedarás aquí.

Tendió la mano al vaso vacío, pero rodeó con los dedos el vaso y la mano de Agatha.

– ¿Qué te hizo, Gussie? Necesito saberlo.

Al levantar la mirada, vio que en los ojos de Scott se leía la preocupación, y estaban oscuros por la emoción. Tragó saliva y sintió un dolor terrible, hasta la coronilla. Al hablar, lo hizo con voz trémula y con más lágrimas colgando de los párpados.

– No me hizo lo que tú piensas. Sólo… sólo…

Con delicadeza, le quitó el vaso de los dedos tensos y lo apoyó.

– Acuéstate -le ordenó, levantando las mantas y acomodando las almohadas mientras Agatha se deslizaba otra vez en la tibia seguridad de la cama de él.

La tapó hasta el cuello, se tendió al lado y la hizo girar de cara hacia él. Con la mano abierta en la espalda de Agatha sintió, a través de las mantas, que se estremecía de nuevo. Frotó el hueco entre los omóplatos y contempló el rostro ruborizado.

– Abre los ojos, Gussie.

Lo hizo, y contempló la mirada fija en ella, vio de cerca las pestañas negras y espesas, los ojos castaños intensos, las cejas bien delineadas y los labios oscuros. El whisky había comenzado a relajarla, pero se acurrucó bajo las mantas, con los brazos cruzados sobre el pecho en gesto protector. Cuando Scott tragó, la manzana de Adán bajó y subió.

– Tú me importas -le dijo en un murmullo ronco-. ¿Entiendes eso?

No movió un músculo durante un lapso largo y cargado de emociones y contempló los angustiados ojos verdes hasta que ella también tragó saliva.

– Me manoseó -murmuró- de un modo desagradable, que me hizo sentir sucia. Y me amenazó con volver y hacerme algo peor si no combatía el interés de la gente en la ratificación de la enmienda.

– Pero es demasiado tarde para poder hacer algo al respecto.

– Lo sé.

Con las mejillas apoyadas en las almohadas, permanecieron acostados, mirándose a los ojos.

– Lo siento -dijo Scott en voz suave, deseando poder borrar la agresión que había sufrido.

Agatha parpadeó, y Scott vio que el alcohol comenzaba a hacerle efecto.

– Ya es suficiente -susurró, contenta.

– ¿Sí?

No le pareció suficiente enfurecerse, mandar a los hombres a revisar la calle, a buscar al comisario y al médico y darle un par de vasos de whisky. Era una mujer buena, pura, y no merecía sufrir otra vez a manos de alguien que reverenciaba el alcohol.

Bajo la mano de Scott, el temblor cesó. Los ojos inmensos, tan claros, se negaban a cerrarse. Le miró los labios… lo que le pasó por la mente hacía mucho merodeaba por ella. Había ocasiones en que estaba seguro de que ella también lo pensaba, como él.

Levantó la cabeza lo suficiente para eludir la nariz y la besó como el pincel de un artista que deseara retratarla. Agatha permaneció inmóvil como si lo fuera, los ojos cerrados, conteniendo el aliento, los labios quietos.

Gandy se acostó otra vez y la observó. Agatha abrió los ojos y respiró de nuevo, como probando su capacidad para hacerlo. El hombre trató de leer lo que veía en esos ojos, buscó el deseo, pero comprendió que era demasiado tímida para dejarlo ver. No obstante, vio el pulso que latía con rapidez en las sienes, y eso le bastó. Aunque no sabía a dónde llevaría, estaba convencido de que hacía mucho que pensaban en ello y que esa curiosidad tenía que ser satisfecha.

Se apoyó en un codo, le apretó el hombro y, con delicadeza, la hizo acostar de espaldas. Inclinándose sobre ella, le buscó la mirada un momento largo y ardiente. Luego, con suma lentitud, bajó la boca hasta posarla en la de Agatha. En gesto intuitivo, proyectó la lengua, pero aunque ella alzó la cara hacia él, dejó los labios cerrados. La rozó con ligereza… una vez, sólo para tocar la unión de los labios. De súbito, comprendió: Agatha no sabía cómo proceder. No supo que estaba conteniendo el aliento hasta que el beso se prolongó y lo sintió vibrar en la mejilla. Sintió una extraña opresión en el corazón: era más inocente de lo que había imaginado. Pensó pedirle que abriese los labios, pero supo que la asustaría. Entonces, se lo dijo con los labios, con la lengua, con suaves mordiscos, toques húmedos, diestros, con el movimiento lento de la cabeza: Gussie, Gussie, ábrete a mí.

Percibió el momento en que Agatha captó el mensaje y aflojó el abrazo esperando… esperando: el beso se convirtió en una invitación.

Primero, una pequeña abertura, vacilante. Luego, la lengua encontró su camino entre los labios: Ábrete más, no tengas miedo.

Lo entendió, abrió más los labios y contuvo otra vez el aliento, esperando el primer contacto fugaz dentro de su boca.

En el instante del contacto, Scott percibió el placer y el sobresalto de la primera intimidad elemental. Cuando la acarició con la suya, la lengua de Agatha le supo lejanamente a coñac, y fue trazando pequeños círculos, como instándola a hacer lo mismo.

Hubo una primera respuesta tímida.

¿Así?

Él, a su vez, respondió: Así… más hondo, más prolongado.

Lo intentó cautelosa, reservada, pero embelesada y dispuesta. Sintió cómo iba creciendo en ella la maravilla ante la sensación tibia, sedosa, y procuró que el beso siguiera siendo suave. Fue levantando la cabeza de a poco, y se separó con un toque de la boca abierta, para luego contemplarle el rostro.

Agatha abrió los ojos. Seguía tapada hasta el cuello, las manos presas sobre el pecho, entre los dos.

– Con que, así se hace -murmuró.

– ¿Nunca lo habías hecho?

– Sí, una vez. Cuando tenía ocho años, en el patio trasero de un chico vecino que me prometió dejarme jugar en la hamaca si yo lo dejaba besarme. Él tenía diez. Tú eres mucho mejor en esto que él.

Scott le sonrió, exhibiendo sus famosos hoyuelos.

– ¿Te gustó?

– Nada me gustó tanto desde que me regalaste la nueva Singer.

Scott rió y la besó otra vez, más prolongado pero sin prisa, dejándola explorar la boca a su antojo. Sintió las manos que se removían y les dio espacio para que estuviesen libres. Emergieron de entre las mantas y se apoyaron con levedad sobre la piel desnuda, debajo de los omóplatos, apenas abiertas.

Separó la boca de la de ella y le apoyó los labios en la frente, mientras los dedos de Agatha seguían acariciándolo.

– Gussie, sea lo que fuera a lo que lleguemos tú y yo, recuerda que no tuve intenciones de herirte con esto.

De pronto, Agatha comprendió con mucha claridad a dónde llegarían, y supo que no sería ahí en Proffitt, Kansas, los dos juntos. Saberlo le dolió más que la punta del cuchillo del atacante.

– Debo de estar un tanto ebria -dijo- para estar acostada en la cama de un hombre, bebiendo whisky y besándolo.

Scott levantó la cabeza, le sostuvo las mejillas entre las palmas y la obligó a mirarla en los ojos:

– ¿Me oíste?

Tragó saliva y respondió:

– Te oí.

– No eres una mujer para tomar esto con ligereza. Yo lo sabía antes de besarte.

Contempló su rostro. La luz de la lámpara daba a las puntas de las pestañas un rojizo intenso y proyectaba sombras tentadoras a los lados de la nariz y la boca. Trazó con los pulgares leves círculos en las sienes y vio con mayor claridad lo que ya había visto: atrayentes ojos verdes, una nariz recta y fina, labios suaves que instabana besar, todo en un conjunto fascinante. Le costó creer que nunca hasta entonces un hombre se hubiese sentido atraído.

– Debe de haberte extrañado que nunca te agradecí lo de las tijeras. -Agatha tragó saliva pero no dijo nada-. ¿Fue así?

– Sí. Eres el primer hombre al que hice un regalo.

Le besó la barbilla y le dijo con ternura:

– Gracias.

– ¿Por qué no fuiste a decírmelo antes?

– Porque esta es la primera vez que me decido a hacer esto. Ese día lo pensé. Pero no quiero que creas que me aprovecho de ti cuando estás ebria de tu primer whisky, y ya esta noche te tomaron una vez por sorpresa, Gussie. No es por eso que lo hice.

– ¿Y por qué?

– No lo sé. -Adquirió una expresión afligida-. ¿Tú lo sabes?

– ¿Para consolarme?

Contemplándole los ojos, Scott eligió la salida más fácil:

– Sí, para consolarte. Y para decirte que las tijeras están en mi bolsillo del pecho desde que Willy me las trajo. Son hermosas. -Vio que la timidez se instalaba en el semblante de Agatha-. Te ruborizaste -le informó.

– Lo sé.

Apartó la mirada.

Hacía tanto que no veía sonrojarse a una mujer… Recorrió con un dedo la línea de la mejilla, donde la piel suave había florecido como una rosa en verano.

– ¿Puedo quedarme aquí? ¿Sobre las mantas, a tu lado?

La mirada de Agatha voló hacia él. Los de color verde claro a los de castaño profundo. Sintió el peso de él casi apretándole los pechos. Tal vez fuese lo más cerca que llegara jamás del acto verdadero.

– Puedes confiar en mí, Gussie.

– Sí… quédate -susurró.

Vio que se apartaba rodando para bajar la mecha de la lámpara, y que la habitación se convertía en un seguro refugio penumbroso. Lo sintió rodar otra vez hacia ella y acomodarse de costado, de cara a ella. Después, escuchó la respiración y sintió que le agitaba el cabello sobre la oreja. Y se preguntó cómo sería poder compartir la cama así, el resto de su vida.

Capítulo 15

Fiel a su palabra, Scott no defraudó la confianza depositada en él en toda la noche. Aun así, Agatha durmió poco, pues estar acostada junto a un hombre dormido no se lo permitía. Sólo al llegar un amanecer grisáceo que comenzaba a desteñir el cielo nocturno, cayó en un sopor.

Un fuerte susurro la despertó.

– Eh, Gussie, ¿estás despierta?

Giró la cabeza y abrió los ojos: Scott se había ido, y Willy estaba sentado en la puerta de la sala, con Moose en brazos. Afuera, llovía y retumbaba el trueno.

– Hola, a los dos.

El chico sonrió.

– Truje a Moose para verte. Moose te pondrá contenta.

– Oh, Willy. me pones contenta. Ven aquí.

El niño resplandeció, y se acercó corriendo, tiró a Moose sobre la cama y se subió para sentarse al lado de Agatha, en su pose familiar, con los tobillos a los costados. Vio enseguida el vendaje manchado de sangre seca y exclamó en tono de horrorizado respeto: