– Jesús, Gussie, ¿eso te hizo ese hombre?
La mujer se acurrucó de costado y le acarició la rodilla:
– Me pondré bien, Willy. Me asustó más de lo que me lastimó.
– Pero, ¡Jesús!…
No podía quitar la vista de la herida.
Moose caminó sobre las mantas con la proverbial delicadeza de los gatos, olfateó el labio de Agatha y le hizo cosquillas con los bigotes, haciéndola reír y rodar a un costado, frotándose la nariz. Willy también rió al verlo.
– Yo y Violet cuidaremos de la tienda, así hoy podrás descansar. Violet dice que te diga que todo está bajo con… con… -Se interrumpió, confundido, y por fin recordó-: Control.
– Le dirás a Violet que pronto bajaré. Nunca en mi vida fui haragana, y no pienso empezar a serlo ahora.
– ¡Con que estás aquí, pequeño sinvergüenza! -Era Ruby, que entraba por la puerta como un vendaval, llevando en la mano un plato tapado-. ¿Scotty sabe que tienes a esa criatura en la cama?
– Sí. Moose ha conseguido que Agatha esté feliz de nuevo.
La muchacha rió a su modo, seco y sarcástico.
– Lo que está haciendo Moose es impedir que un joven que yo conozco ayude a barrer allá abajo.
– ¡Oh! ¡Lo olvidé! -Saltó de la cama y corrió hacia la puerta, pero se detuvo junto al marco y dio la vuelta, casi con los pies en el aire-. Cuídame a Moose, Gussie. Se pone en el paso cuando barremos.
Ruby levantó una ceja con la mirada fija en la puerta, cuando Willy salió.
– ¿Acaso alguna vez ese chico hará algo despacio?
Agatha rió.
– Tendrías que verlo cuando va a la casa de baños.
– Esta mañana, tienes huevos y sémola. Scotty dice que me ocupe de que lo comas todo. Emma dice que no hay prisa en devolverle el plato. Yo, que si pongo las manos sobre la basura que te hizo eso, le arrancaré las pelotas y las picaré para dárselas de comer a los cerdos. -Depositó el plato sin la menor formalidad-. Ahora, come.
Agatha no pudo menos que reír del pintoresco lenguaje de Ruby. Había ocasiones en que olvidaba las vidas anteriores de las muchachas pero, cada tanto, surgían cosas que las recordaban en anécdotas escandalosas o en el lenguaje picante como el que Ruby acababa de usar. Mientras comía el desayuno y cuando Ruby salió, Agatha sonreía y pensaba: «Oh, Ruby, a ti también te amo».
De golpe, se puso pensativa.
Era una verdad innegable. En los últimos seis meses había aprendido a querer a toda la «familia» de Gandy y ellos, a vez, le retribuían el sentimiento. Se lo demostraron de innumerables maneras, estando cerca cuando tenía dificultades, cobijándola cuando tenía miedo, mimándola después. Qué milagro. Era algo serio. De repente, vio que estaba jugando con la comida, ya sin apetito. ¿Y si los perdía, ahora que acababa de encontrarlos?
Moose vino a olfatearla. Agatha dejó el tenedor y le dio los restos, pero mientras contemplaba al animalito sobre su propio regazo, lamiendo el plato, se le arrasaron los ojos en lágrimas.
Acariciando la cabeza pequeña del gato, rogó: «Dios querido, no permitas que la enmienda se convierta en ley».
Cuando Agatha se levantó, la puerta que comunicaba la sala con la oficina de Scott estaba cerrada. Se detuvo en la sala, echó un vistazo a la chaqueta tirada sobre una silla tapizada, un cenicero lleno junto a ella, un periódico viejo, el cuello de una camisa junto al portacigarros. Una vez más, la asaltó esa sensación de intimidad, más punzante que la primera cuando comprendió que los días compartidos estaban contados.
Contempló el amplio portal rodeado de luces en el que se veía a Scott de niño, cruzándolo con los mismos bríos con que lo hacía Willy en el presente. Se lo imaginó como un joven casándose con una bella mujer rubia, en cierto lugar del interior, en una habitación con alcoba nupcial. Se lo imaginó como marido flamante, que se va a la guerra sin ganas, galopando por la región entre árboles de magnolia, dándose la vuelta para dar una última mirada a la familia, la esposa llorosa con la hija de ambos en brazos, la mano levantada sobre la cabeza en ademán de saludo. Lo imaginó como un soldado vencido de la Confederación, que regresaba para oír la voz de la hija muerta que lo perseguía en sueños.
Tocó el humidificador de palo de rosa, sintiendo en la yema de los dedos la madera pulida por infinidad de roces de los dedos de Scott. Tocó el cuello usado que había rodeado la garganta fuerte y morena.
Volverás, Scott. Lo sé. Es lo que debes hacer. Al salir del apartamento, vio que la puerta de la oficina que daba al pasillo estaba abierta. Intentó pasar sin ser vista, pero Scott estaba sentado al escritorio y alzó la vista.
– Agatha -la llamó.
Renuente, volvió a la puerta abierta y se quedó en el pasillo, sin entrar, consciente del camisón ensangrentado y los pies descalzos.
– ¿Cómo te encuentras esta mañana?
El aspecto de ese hombre le paralizó el corazón. Desaseado, sin afeitar, despeinado: nunca lo había visto así. La camisa blanca sin el cuello, abierta adelante, las mangas enrolladas hasta la mitad del brazo. Sobre el escritorio, la lámpara estaba encendida y lanzaba reflejo de llamas sobre la piel oscura del rostro y, a un costado, la lluvia azotaba el cristal desnudo de la ventana y corría en arroyuelos. En lugar del cigarro, sostenía una pluma con el dedo. Bastó el transcurso de una noche para que todo cambiase. Agatha ya no podía mirar ese dedo sin recordarlo alzándole la barbilla. Tampoco la cuña de piel en la garganta, sin acordarse de la textura áspera del vello masculino bajo los dedos. Ya no podía contemplar los labios plenos, de forma esculpida, sin evocar la impresión de ser besada por primera vez. Ni mirarlo sin anhelar, sin desear más.
Para Agatha la posesividad era un sentimiento nuevo. También la concupiscencia. Con cuánta rapidez asumían el control después que una mujer probaba el sabor de un hombre.
– Me siento mucho mejor.
Era una mentira flagrante: se sentía desdichada ante la perspectiva de perderlo.
– Hice que Pearl cambiara tus sábanas y llevara las sucias al lavadero de Finn.
– Gracias. Y gracias por el desayuno. Te mandaré el dinero con Willy.
Entre las cejas de Scott-se formaron dos pliegues.
– No es necesario.
– Está bien. Gracias, Scott. Fuiste… fuisteis todos muy buenos conmigo. Yo… yo… -Balbuceó y sintió un nudo en la garganta. Tragó y siguió, con esfuerzo-: No sé qué hubiese hecho sin vosotros.
La observó, los ojos nublados por la preocupación, mientras Agatha trataba de recuperar el equilibrio, pero sólo sentía un temor que le atenaceaba el corazón. De pronto, soltó la pluma, se levantó de un salto de la silla y fue hacia la ventana como había hecho la vez anterior que hablaron. Mirando afuera a través de las gotas de lluvia, a la luz desgarrada de un relámpago, dijo, tenso:
– Agatha, lo que pasó anoche… jamás lo habría hecho.
Mientras se oía el eco del trueno, pensó cómo responder. ¿Cómo se respondía cuando el corazón estaba destrozándose? Apeló a una reserva oculta de fuerza que no sospechó que poseía.
– Vamos, Scott, no seas tonto, no fue más que un beso.
Volvió hacia ella el semblante preocupado y siguió, como si Agatha le hubiese discutido:
– Tú y yo somos muy diferentes.
– Sí, es verdad.
– Y, después del 2 de noviembre, todo puede cambiar.
– Sí, lo sé.
– Entonces…
No completó la idea. Exhaló un hondo suspiro, giró con brusquedad y enganchó las manos en el borde donde se juntaban la parte superior e inferior de la ventana. Bajó la cabeza y se quedó mirando el suelo.
Un ramalazo de esperanza estremecedora, vivificante, asfixiante, la recorrió. ¡Scott!, ¿qué estás diciendo? Estaba demasiado confundida para seguir allí, se fue y lo dejó mirando por la ventana.
Pero si estaba insinuando lo que Agatha creía, en esa mañana lluviosa no volvió a tocarse el tema. Mientras octubre se gastaba y aguardaban el día de las elecciones, la evitó todo lo posible y, cuando no podía, la trataba con la misma amabilidad amistosa que a Ruby, a Jack o a Pearl.
Willy aprendió a tocar «¡Oh, Susana!» en la armónica y, por momentos, Agatha se reprochó el pésimo criterio con que había elegido semejante regalo, pues el agudo sonido le hacía rechinar los nervios.
El comisario Cowdry les pidió a todos los taberneros de Proffitt que escribiesen la palabra templanza, esperando descubrir quién había dejado la nota en la puerta de Agatha. Pero cuatro de ellos afirmaron no saber escribir y, de los que quedaban, cinco escribieron la palabra con el mismo error ortográfico que en la nota.
El clima siguió siendo malo, y las calles se convirtieron en un pantano. Hubo una epidemia de catarro estomacal y todos enfermaron, uno tras otro. Willy decía que Pearl lo llamaba «el paso rápido de Kansas», cosa que le pareció muy divertida hasta que él mismo lo padeció. Fue el peor enfermo que Agatha hubiera podido imaginar, y como Violet también tuvo que guardar cama, Agatha cuidó del niño y de la tienda, al mismo tiempo.
Ella fue la siguiente víctima, y aunque se recobró a tiempo para ir al lugar de la votación a repartir folletos de último momento con las demás miembros de la U.M.C.T., se quedó en la casa aprovechando el catarro como pretexto.
El 2 de noviembre fue un día triste. El cielo tenía el color de la plata empañada, y soplaba un viento frío del noroeste, trayendo copos de nieve tan sutiles que sólo podían sentirse, pero no verse. Los vaqueros se habían marchado, los corrales estaban vacíos. En las calles, los surcos se habían congelado y formaban unas irregularidades que casi destrozaban las enormes calesas que llegaban al pueblo en una corriente continua, llevando a los votantes de las afueras. Las tabernas estaban cerradas. La oficina del comisario, donde se recibían los votos, era el centro del ajetreo
Agatha eludía las ventanas y, aislada del mundo, se sentaba en el fondo del taller, iluminado por la lámpara. Trataba de no pensar en la decisión de los votantes en todo Kansas. Ni los cuatro hombres de al lado que cruzaban la calle acribillada de surcos hasta la acera opuesta para emitir sus votos, ni sus vecinas, que hasta en ese momento, bajo la punzante aguanieve, animaban a los votantes masculinos que pasaban a erradicar para siempre el alcohol.
Para muchos habitantes de Kansas fue una noche larga y agitada, y los de la planta alta de la Sombrerería Downing y del Gilded Cage Saloon no eran la excepción.
Nadie sabía en qué momento exacto del día siguiente se transmitirían las noticias por telégrafo. Violet había vuelto al trabajo, pero ni ella ni Agatha podían concentrarse. Cosieron poco, y hablaron menos. Lo que más hicieron fue mirar el reloj y escuchar el sonido desolado e isócrono del péndulo.
Cuando Scott abrió la puerta del frente, poco después de mediodía, Agatha estaba sentada ante su escritorio y Violet limpiaba los estantes de cristal de los exhibidores.
Los ojos de Gandy hallaron a Agatha de inmediato. Luego, cerró la puerta con deliberada lentitud pero, recordando los buenos modales, saludó a Violet, que se incorporó.
– Buenos días, señorita Violet.
Por una vez, no lanzó sus risas tontas.
– Buenos días, señor Gandy.
Scott se dirigió hasta donde estaba Agatha silencioso, serio, con el sombrero en la mano como si estuviese en un velatorio.
Agatha sintió la piel tirante hasta en el cráneo, y le costó respirar. Levantó la vista al rostro solemne y preguntó, casi en un susurro:
– ¿Qué fue?
– Se aprobó -respondió, en voz baja pero firme.
Agatha ahogó una exclamación y se llevó los dedos a los labios.
– ¡Oh, no!
Sintió como si el cuerpo se hubiese vaciado de sangre.
– Kansas es estado seco.
– Pasó -repitió Violet, aunque ni el hombre ni la mujer junto al escritorio escucharon esa palabra.
Agatha palideció, y las miradas de ambos permanecieron unidas.
– Oh, Scott.
Sin darse cuenta, se inclinó hacia él apoyando la mano cerca del borde del escritorio.
Aunque la mirada de Scott se posó en la mano, en vez de tomarla tamborileó el ala del sombrero que tenía en la suya. Las miradas se encontraron otra vez, la de ella, acongojada, la de él, vacía de expresión.
– Tenemos que tomar alguna decisión con respecto a Willy.
Agatha tragó saliva, pero sintió como si tuviese un corcho en la garganta. Trató de decir que sí, pero no pudo.
Los ojos carentes de expresión se fijaron en los de Agatha:
– ¿Pensaste en ello?
No pudo soportar discutir fríamente una situación que desgarraría el corazón de uno de los dos. Se tapó la boca y volvió la cara hacia la pared, tratando de controlar las lágrimas que se le agolpaban en los ojos. La garganta se le contrajo en espasmos.
Scott tampoco pudo soportar verla, y apartó la mirada, con el corazón martilleando tan dolorosamente como sabía que estaría el de ella.
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