Violet fue hasta el escaparate, apartó las cortinas de encaje y miró afuera, distraída. En alguna parte del almacén, Moose jugaba con un carrete de madera. Afuera, había comenzado el ruido de celebración de la victoria. Pero junto a ese escritorio un hombre y una mujer agonizaban en silencio.
– Bueno… -dijo Scott, y se aclaró la voz. Se caló el sombrero y demoró mucho tiempo en acomodar el ala-. Podemos hablar de eso otro día.
De cara a la pared, Agatha asintió. Scott vio que le palpitaba el pecho y los hombros empezaban a sacudírsele. Aunque él también estaba desolado, quería acercarse y consolarla, para así consolarse. Era una ironía que quisiera hacer una cosa semejante con la mujer que había luchado activamente para que tuviese que cerrar y lo había logrado. Por un instante, el impulso lo acercó a ella.
– Gussie… -dijo, pero se le quebró la voz.
– ¿Wi… Willy lo sabe?
– Todavía no -respondió, con voz gutural.
– Será me…mejor que vayas a decírselo.
Vio que Agatha se esforzaba por contener las lágrimas y se sintió desdichado. No lo pudo soportar más, y salió de prisa de la tienda.
Para Violet, era la primera vez que recordara verlo salir sin saludarla con amabilidad. Cuando la puerta se cerró, soltó la cortina y permaneció en el resplandor junto al escaparate, sintiéndose acongojada. ¡Cómo detestaba ver irse a ese encantador señor Gandy! Cuando cerraran las tabernas, ¿qué entretenimiento quedaría en ese pequeño pueblo miserable?
Oyó un sollozo y, al darse la vuelta, vio a Agatha con el rostro vuelto hacia la pared, tapándose la boca y la nariz con un pañuelo. Los hombros se le estremecían.
Sin vacilaciones, Violet se acercó al escritorio.
– Querida.
Tocó el hombro de la amiga.
Ésta giró de pronto en la silla y se abrazó apretadamente a la otra, hundiendo la cara en el pecho de Violet.
– Oh, V…Violet -gimió.
Violet la sostuvo con firmeza y le palmeó la espalda, murmurando:
– Bueno, bueno… -Aunque nunca fue madre, no podía haber sido más maternal si Agatha hubiese sido su propia hija-. Todo se resolverá.
Agatha no hizo más que mover la cabeza contra el vestido de Violet, perfumado de lavanda.
– No… no se resolverá. Hice… algo… im… imperdonable.
– No seas tonta, muchacha. No hiciste nada imperdonable en toda tu vida.
– S… sí, lo hice. Me… m… me enamoré… de Scott G. Gandy.
En los ojos de Violet, fijos en el cabello de Agatha, apareció una expresión de asombro y angustia.
– ¡Oh, querida! -exclamó, y repitió-: ¡Oh, querida! -Tras una pausa, preguntó-: ¿Lo sabe?
Agatha negó con la cabeza.
– Ya oíste lo q…que dijo sobre W. Willy. Uno de nosotros tendrá que de… dejarlo ir.
– Oh, querida.
La mano de Violet, surcada de venas azules, se extendió sobre el cabello de Agatha, del color de la nuez moscada. Pero como no creía en lugares comunes, no se le ocurrió mucho para decirle a esa mujer con el corazón destrozado que, por eso, lastimaba también un poco el propio.
Heustis Dyar pasaba el cigarro de un lado a otro, entre los dientes romos y amarillentos. ¡Aunque hacía seis horas que se sabía, todavía no era ley ni lo sería, hasta que llegaran los documentos oficiales que la convirtiesen en ley! Por Dios que, hasta entonces, al menos él aprovecharía el tiempo.
Llenó otra vez el vaso y lo vació. Le dejó un sendero tibio en la tráquea.
– ¿Qué derecho tienen? -exclamaba un borracho en la barra, con lengua estropajosa-. ¿Acaso nosotros no tenemos derechos, también?
Dyar bebió otro trago y le pareció que la pregunta le quemaba dentro, con el alcohol. ¿Qué derecho tenían a quitarle a un hombre su medio de vida? Él era un comerciante honesto, tratando de sostenerse de manera decente. ¿Sabían, acaso, cuántos tragos había que vender para ganar dinero suficiente para comprar un caballo? Había tenido paciencia mientras observaba esa sombrerería, en la acera de enfrente, donde los secos se iniciaron, la primavera pasada. Más que paciencia. Tuvo la suficiente consideración para advertir a la sombrerera coja, que era la responsable de todo esto. Bueno, ya estaba advertida.
Ella y sus secuaces habían chillado, orado y abucheado hasta que lograron lo que se proponían.
Tensando la mandíbula, Dyar mordisqueó la cera de las hebras colgantes de su bigote rojo. Con mirada dura, contempló la ventana estrecha del apartamento de enfrente, a oscuras. ¡Qué derecho tiene, Agatha Downing, perra entrometida! ¡Qué derecho tiene!
Apoyó el vaso con un golpe, soltó un tremendo eructo y dijo en voz lo bastante alta para que todos lo oyesen:
– Me gustaría beber más si no tuviese que dejar de hacerlo ahora mismo para orinar.
Todos rieron en el bar, y Tom Reese llenó de nuevo el vaso de Heustis mientras este salía por la puerta del fondo. Afuera, abandonando la comedia de que iba al retrete, salió del camino y se dirigió a la fila de edificios que había entre la puerta trasera y la esquina. En menos de tres minutos, subía las escaleras de la casa de Agatha.
Marcus fue el último en pescar el catarro pero, cuando lo tuvo, fue muy fuerte. ¡Maldita diarrea! En los últimos días, pasaba más tiempo corriendo al retrete del patio de atrás que tocando el banjo. Mientras se abotonaba los pantalones y se colocaba los tirantes en los hombros delgados, hizo una mueca y se pasó la mano por la barriga.
Cuando abría la puerta del retrete y salía, vio un movimiento en la cima de la escalera. Se apresuró a sujetar la puerta para que no golpeara, y se aplastó contra la pared. Sin hacer caso del estómago dolorido, esperó, calculando el momento exacto de moverse. Esperó para ver que el sujeto que estaba en la puerta de Agatha echaba una mirada furtiva sobre el hombro y se inclinaba sobre la cerradura.
Cuando Marcus se movió, lo hizo como un galgo: con un salto, subiendo de a dos escalones, sin otra arma que su propia furia. Dyar giró sobre los talones, cuchillo en mano, pero todo el alcohol consumido le disminuyó la velocidad de reacción e hizo que su equilibrio fuese precario. Marcus voló por el rellano, arrojándose al ataque con todo el cuerpo. Dio de lleno en el pecho de Dyar con los dos pies, y oyó que el cuchillo caía abajo. Nunca en su vida deseó tanto tener voz, pero no para pedir ayuda sino para gritar de furia: ¡Eras tú, Dyar, miserable! ¡Ruin, hijo de perra! ¡Atacando a mujeres indefensas em mitad de la noche!
Aunque Dyar pesaba unos cuántos kilos más que Marcus: este tenía la razón de su lado, y la ventaja de la sorpresa y la sobriedad. Cuando Dyar pudo pararse, Marcus le dio un puñetazo que le echó atrás con tal violencia la cabeza roja que le crujió las articulación del cuello. En devolución, Dyar alcanzó a Marcus en el estómago dolorido haciéndolo doblarse, y siguió con una fuerte bofetada en la cabeza. El mudo sintió que la rabia explotaba dentro de él. Una rabia pura, gloriosa. El rugido que no podía emitir se transformó en poderío. Se levantó, bajó la cabeza y fue a la carga como un toro. Dio a Dyar en la barriga y lo hizo caer limpiamente por encima de la baranda. El grandote lanzó un grito breve, que se interrumpió cuando chocó contra la tierra endurecida de abajo.
En el mismo momento en que la llave de Agatha giraba en la cerradura, Ivory y Jack salían corriendo por la puerta. Marcus estaba sentado, las piernas cruzadas, en el centro del rellano, meciéndose y apretando la mano derecha contra la barriga, deseoso de poder gemir. Todos parlotearon al mismo tiempo.
– Marcus, ¿qué pasó?
– ¿Quién gritó?
– ¿Estás herido?
Otros salieron por la puerta del apartamento.
– ¿Qué pasa aquí?
– ¡Marcus! ¡Oh, Marcus!
– ¿Quién está ahí, tirado?
Scott e Ivory bajaron corriendo y gritaron desde abajo:
– ¡Es Heustis Dyar!
– Debe de haber intentado irrumpir en mi apartamento -dedujo Agatha-. Oí el forcejeo, después el grito, y cuando salí, Marcus estaba sentado en medio del suelo.
Willy se levantó, bajó las escaleras y se acuclilló junto a
– ¿Éste es el que estaba molestando a Gussie?
– Así parece, muchacho.
– Se lo merecía -afirmó el niño.
– ¿Agatha está bien? -le preguntó Scott a Ivory.
– Parece que sí.
Arriba, en el rellano, Jube se inclinó, compasiva, sobre Marcus. Por un momento, el joven olvidó el dolor de la mano y se concentró en la sensación de la bata de seda que le rozaba el hombro, el olor tibio, soñoliento de la muchacha. Aunque tuviese la mano quebrada, era un precio escaso por el consuelo de tener a Jube ahí, preocupada por él.
Agatha, también en ropa de dormir, se arrodilló del otro lado.
– ¡Marcus, lo atrapaste!.
Era el que menos capaz le parecía de lidiar con un sujeto del tamaño de Dyar y, sin embargo, lo hizo y salió victorioso.
Marcus trató de encogerse de hombros, pero el dolor le recorrió el brazo y soltó un siseo entre dientes.
– ¿Te lastimaste la mano?
Asintió.
Jack encontró el cuchillo y lo levantó.
Jubilee pasó la palma suave por el brazo de Marcus.
– Oh, Marcus, podía haberte matado.
Si bien lo deleitaron la cercanía y la atención de Jubilee, recordó que Dyar aún estaba tendido en el callejón. Lanzó una mirada preocupada hacia la baranda e hizo un gesto con la cabeza que significaba: «¿qué le pasó a Dyar?».
Ruby preguntó:
– ¿Cómo está Dyar?
Desde abajo, Scott respondió:
– Vivo, pero hecho puré. Tendremos que llamar otra vez al médico.
– Y también al comisario -agregó Jack, que seguía observando el cuchillo.-Pedazo de basura… -murmuró Ruby, y se unió a las mujeres que atendían a Marcus.
Lo ayudaron a levantarse, lo llevaron adentro, encendieron lámparas, y revisaron para ver la gravedad del daño.
Resultó que Marcus se había roto un hueso de la mano derecha. Cuando el doctor Johnson lo hubo entablillado con un bloque de madera sujeto con una tira de gasa, Marcus extendió la diestra mano izquierda como pulsando las cuerdas de un banjo invisible: Al menos, no es la mano de rasguear, parecía decir su expresión sombría.
– Heustis Dyar deseará que lo único que tuviese roto fuera la mano diestra -señaló con ironía el doctor Johnson, mientras el comisario Cowdry se llevaba a Dyar a la cárcel.
En agradecimiento, Agatha le prometió a Marcus hacerle gratis un atuendo de su elección, en cuanto se sintiera lo bastante repuesto para ir al taller a probarse.
En su cuarto, Marcus recibió un beso de Jube: un roce leve de los labios que lo sobresaltó pero, antes de que pudiese reaccionar, le dio las buenas noches y se escapó.
Scott, al hacer acostar a Willy, tuvo que morderse la mejilla para no sonreír cuando el niño afirmó:
– Yo oí casi todo. El viejo Heustis parecía un fuego artificial hasta que cayó, ¡splat!
– Vamos, muchacho, a dormir. La diversión acabó.
– ¿Cómo es posible que alguien quiera hacerle daño a Gussie? -preguntó, inocente, capturando a Moose y acostándose otra vez sobre la almohada.
– No sé.
El gato estaba tan acostumbrado a dormir con Willy, que se apoyó de costado con la cabeza en la almohada, como una persona. Gandy casi esperaba que Moose bostezara, palmeándose la boca.
– Es por lo de la prohibición, ¿no?
– Creo que sí, hijo.
– ¿Qué harás tú cuando ya no puedas vender no más whisky?
– Más -lo corrigió Gandy, distraído, casi sin advertir que había copiado la costumbre de Agatha de corregir al chico. Apoyó un instante la mano en la cabeza de Willy-. Lo más probable es que regrese a Mississippi.
– Pero… bueno, ¿podrías trabajar como herrero o algo así? El papá de Eddie repara arneses. Quizá tú podrías hacer lo mismo, y así podrías quedarte aquí.
Gandy tapó a Willy y lo arropó hasta la barbilla.
– Veremos. No te preocupes por eso, ¿me oyes? Tenemos tiempo para decidir. Todavía faltan meses para que la ley sea efectiva.
– Está bien.
Scott empezó a levantarse.
– Pero, Scotty…
El hombre alto y delgado se sentó en el borde del estrecho catre.
– Olvidaste darme un beso de buenas noches.
Al inclinarse para rozar los labios de Willy, Scott trató de controlar sus emociones, pero la perspectiva de besarlo por última vez le desgarró las entrañas. De súbito, lo estrechó fuerte unos momentos contra su propio corazón galopante, y apretó los labios sobre la cabeza rubia de pelo corto. Evocó a Agatha, el rostro vuelto hacia la pared, la garganta contraída. Se imaginó apartando a Willy de ella, y no se creyó capaz. Sin embargo, cuando pensaba en dejarlo, imaginaba los ojos castaños llenos de lágrimas como sabía que sucedería, tampoco se sentía capaz. Tuvo que hacer un esfuerzo para hacer acostar otra vez al niño y taparlo, y para mantener la voz serena:
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