– Ahora, duerme.

– Lo haré, Scotty. Pero…

– ¿Y ahora, qué?

– Te quiero.

Gandy sintió que un puño gigante le oprimía el corazón. ¡Dulce Jesús! ¡Qué decisión lo esperaba!

– Yo también te quiero, muchacho -logró decir.

A duras penas.


Scott Gandy y sus empleados celebraron una reunión una mañana, a mediados de noviembre, para decidir cuándo cerrar el Gilded Cage y a dónde ir, después. Se decidió que no tenía sentido quedarse más tiempo allí, pues el aumento de los negocios en los meses de transporte de ganado ya habían pasado. Entre el presente y el tiempo en que la ley se hiciera efectiva, en el mejor de los casos los negocios disminuirían junto con la población de Proffitt, reducida a sus doscientos pobladores originales. Al llegar a la cuestión de dónde ir después, todos se quedaron mirando a Gandy, expectantes, esperando una respuesta. No la tenía.

– Necesitaré un poco de tiempo a solas para que se me ocurra una solución. A dónde quiero ir, qué quiero hacer. Quizá vaya al Sur, donde el clima es más cálido, y trate de ordenar mis ideas. ¿Qué os parecen unas breves vacaciones?

Nadie dijo nada. Siete rostros lúgubres lo contemplaron, inexpresivos. En ese momento, sintió el peso de la responsabilidad hacia ellos y no le agradó. ¡Maldición! ¿Acaso no eran capaces de pensar por sí mismos? ¿Siempre lo considerarían el salvador, el que los llevaría sanos y salvos, al siguiente puerto rentable? Pero el hecho fue que él también se sintió rechazado. La Gilded Cage apenas daba para sostener a ocho personas, y era importante que reservara un capital suficiente para que pudiesen empezar de nuevo en otro sitio. Entonces, ¿por qué se sentía culpable al pedir un poco de tiempo a solas, que se apartaran de él por un breve lapso?

– Bueno, sólo será hasta principios de año, o algo así. Luego, elegiré un lugar a donde podáis cablegrafiarme y yo os contestaré y os diré dónde nos instalaremos y cuándo.

Siguieron callados.

– ¿Qué opináis?

– De acuerdo, Scotty -respondió Ivory, sin énfasis-. Nos parece bien. -Pero al percibir su propia falta de entusiasmo, forzó una falsa alegría-: Eh, todos, ¿no os parece bien?

Murmuraron su acuerdo, pero la tristeza no se disipó. Quedó a cargo de Scotty fingir entusiasmo.

– Entonces, estamos de acuerdo. -Dio una palmada sobre el paño verde de la mesa y se incorporó-. No tiene sentido quedarse más tiempo en este pequeño pueblo vaquero, cuando estéis listos y hayáis empacado, salid. Yo pondré en venta el edificio de inmediato.

– ¿Y el niño? -preguntó Jack.

Scott logró ocultar la angustia que le provocaba el tema de Willy.

– Agatha y yo aún tenemos que hablar de eso. Pero no os preocupéis. No se quedará solo.

Todo lo contrario: el niño tenía dos personas que lo querían y que habían pospuesto la discusión todo lo posible. Pero ya no podían evitarla.

Sin saber bien por qué, Gandy fue arriba, a la oficina, escribió una nota para Agatha, y le pidió a Willy que se la llevase y aguardara respuesta.

Willy contempló la nota que le tendía.

– Pero es una tontería. ¿Por qué no vas, sencillamente, y hablas con ella?

– Porque estoy ocupado.

– ¡No 'stás ocupado! ¡Qué diablos, has estado…!

– ¡Creí que Agatha te enseñó a decir «estás»! Y bien, ¿vas a llevar esa nota o no? -exigió, con más aspereza de la que pretendía.

Al verse regañado sin motivo por su héroe, la expresión de Willy se tornó contrita.

– Claro, Scotty -respondió, sumiso, yendo hacia la puerta.

– Y ponte la chaqueta nueva. ¿Cuántas veces tengo que decirte que no corras por las escaleras con este frío, sin ponértela?

– Pero está abajo, en mi cuarto.

– ¿Y qué hace allí? ¡Estamos en invierno, muchacho!

Mortificado, pero más aún, confundido, Willy echó una mirada a Scotty con ojos brillantes.

– Me la pondré antes de subir otra vez.

Cuando se marchó, Scott se sentó pesadamente y se quedó mirando la nieve por la ventana, abrumado por la culpa de haber tratado mal a Willy. A fin de cuentas, no tenía la culpa de que hubiera que cerrar la taberna, ni de que Agatha estuviese en esa situación.

Abajo, Willy encontró a Agatha en el taller, trabajando con la máquina de coser.

– Hola, Gussie. Scott me dice que te dé esto. Le entregó la nota.

El traqueteo rítmico de la máquina se interrumpió, y el volante dejó de girar. Al echar un vistazo al papel, Agatha sintió que la asaltaba un presentimiento. «¡No, no!, pensó-. ¡Todavía no!»

– Gracias, Willy.

El chico se apoyó en los costados de las botas y metió los puños en los bolsillos de la nueva chaqueta abrigada que Scott le compró.

– Dice que espere la respuesta. -Mientras Agatha leía el mensaje, Willy protestó-: Jesús, ¿por qué se habrá puesto tan gruñón, últimamente?

Mientras terminaba de leer el mensaje, se apoderó de ella una corriente de temor. Había llegado el momento que sabía inevitable. No obstante, ni toda la preparación mental del mundo podía disminuir el dolor. Salió del ensimismamiento al oír a Willy llamarla por su nombre.

– Discúlpame. ¿Qué decías, querido?

– ¿Por qué, últimamente, Scotty está tan gruñón?

– ¿Gruñón? ¿En serio?

– Bueno, me habla como si estuviese furioso, y yo nunca no hice nada malo.

– No hice nada malo -lo corrigió-. En ocasiones, las personas mayores nos ponemos así. Estoy segura de que Scotty no tiene intenciones de gruñirte. Tiene muchas preocupaciones desde que salió la enmienda.

– Sí, bueno…

Acarició el costado de la cabeza del chico y le indicó con suavidad:

– Dile a Scotty que sí.

– ¿Que sí?

– Sí.

– ¿Eso es todo?

– Eso es todo. Sólo que sí.

Al ver que se iba sin nada de su proverbial entusiasmo, a Agatha se quedó mirando la puerta trasera y trató de imaginarse la vida sin Willy entrando y saliendo. Entendía bien por qué Scott estaba de mal humor. Ella misma no dormía de noche y se angustiaba de día.

Exhalando un suspiro hondo y trémulo, releyó el mensaje:

Querida Agatha:

Tenemos que hablar. ¿Puedes venir esta noche a la taberna, después de cerrar? A esa hora no nos molestarán.

Scott


Cauteloso, Willy llegó hasta la puerta de la oficina de Scott, pero no más. Proyectó el mentón en gesto beligerante.

– Gussie dice que sí.

Scott giró en la silla y sintió un espasmo en el corazón.

– Ven aquí, muchacho -le ordenó con suavidad.

– ¿Por qué?

Willy se había quemado ya esa mañana, y una vez le parecía suficiente.

Scott le tendió una mano.

– Ven aquí.

Se acercó a desgana, con el entrecejo fruncido. Rodeó la esquina del escritorio y se detuvo cerca, mirando la mano que esperaba, palma hacia arriba.

– Más cerca. No llego.

Obstinado, Willy se mantuvo en sus trece pero, al fin, puso la mano regordeta en la de Scott más larga.

– Lo lamento, Willy. Te hice sentir mal, ¿no es cierto? -Acercó al niño, lo alzó sobre el regazo y echó la silla atrás.Con evidente alivio, el chico se acurrucó contra el pecho del hombre.

– No estaba enfadado contigo, lo sabes, ¿verdad? -preguntó, en voz ronca.

– Entonces, ¿por qué me gritabas? -preguntó Willy, quejoso, la mejilla contra el chaleco del hombre.

– No tengo excusas. Hice mal, eso es todo. ¿Podemos ser amigos otra vez?

– Creo que sí.

La cabeza rubia de Willy cabía a la perfección bajo el mentón de Scott. El cuerpo pequeño con la gruesa chaqueta de lana se sentía tibio y agradable, una mano apoyada, en gesto de confianza, sobre el pecho del hombre. Las piernas cortas se balanceaban contra las más largas, y hasta esa presión le resultaba grata.

Sellaron la paz. Afuera, nevaba. En la pequeña estufa de hierro ardía un fuego acogedor. Scott apoyó una bota en un cajón abierto y meció con indolencia la silla giratoria hasta que el resorte emitió un ruido débil. Acarició con los dedos el fino cabello rubio y lo alisó hacia la nuca una y otra vez.

Tras largo rato, cuando ambos corazones se habían apaciguado, el hombre preguntó:

– ¿Alguna vez pensaste en vivir en otro sitio?

– ¿Dónde?

Willy no se movió, disfrutando la sensación de las uñas de Scott que le rascaban suavemente la cabeza, y le provocaban piel de gallina en todo el cuerpo.

– En un sitio donde no haya nieve.

– Me gusta la nieve -contestó Willy, adormilado.

– ¿Sabes lo que es una plantación?

– No estoy seguro.

– Es como una granja grande. ¿Crees que te gustaría vivir en una granja?

– No. ¿Tú estarías ahí?

– Sí.

– ¿Gussie también?

Los dedos de Scott y la silla se aquietaron un segundo, y recomenzaron el ritmo hipnótico.

– No.

– Entonces, no quiero ir a ninguna granja. Quiero que nos quedemos aquí, juntos.

Si fuese tan simple, muchacho. Scott cerró los ojos un momento, sintiendo el peso tranquilizador del niño sobre sí. Odiaba moverse, romper el dulce contento que habían hallado juntos. Pero sintió una punzada de culpa al preguntarle a Willy por sus deseos, como si eso pudiera resolver la elección en contra de Agatha. No era eso lo que pretendía. Comprendió que era el momento perfecto para decirle a Willy que la Gilded Case cerraría pronto y que todos ellos tendrían que marcharse del pueblo. Pero en ese instante no tenía valor, y pensó que sería mejor si él y Gussie le daban la noticia juntos.

– Muchacho…

Como no respondió, bajó la barbilla y lo miró: estaba profundamente dormido, la cabeza floja contra el pecho de Scott. Con delicadeza, lo levantó, lo llevó a la sala, lo acostó en el sofá y se quedó contemplándolo un momento: las largas pestañas oscuras contra las mejillas sonrosadas, la boca suave y vulnerable, el cuello flaco oculto en la áspera chaqueta de lana que casi le llegaba a las orejas.

«Muchacho, -pensó, melancólico-, los dos te amamos. ¿Podrás creerlo cuando esto termine?»

Capítulo 16

Scott era el único que estaba en la taberna cuando Agatha entró por la puerta de atrás, poco después de la medianoche. Estaba sentado ante una de las mesas de tapete verde, en una postura suelta, un pie cruzado sobre la rodilla del otro, el codo apoyado en el borde de la mesa junto a una botella de whisky y una copa vacía. Arrojaba mecánicamente los naipes dentro del Stetson vuelto hacia arriba, en una silla cercana. Cinco seguidos dieron en el blanco.

La única lámpara encendida en el local era una de kerosén, ahumada, que pendía sobre la mesa. Derramaba una débil mancha de luz sobre la coronilla y confería a los ojos un brillo de obsidiana. Agatha se detuvo al final del pasillo.

Entre uno y otro naipe, Scott le echó una mirada.

– Pase, señorita Downing -remarcó, en voz tan baja que casi no llegó a destino. Flip. Flip. Dos más en el sombrero. Agatha lanzó una mirada cautelosa a la puerta cerrada de Willy-. Oh, no te preocupes por el niño. Está dormido.

Flip. Flip.

La mujer avanzó hasta el borde del círculo de luz y se detuvo con las manos en el respaldo de la gastada silla del capitán, similar a aquella en la que Gandy estaba sentado.

– Siéntate -la invitó, sin levantarse.

Agatha echó un vistazo a los naipes, que seguían volando hacia el sombrero.

– Oh, lo siento.

Con una sonrisa fría, se estiró para levantar el Stetson de la silla, sacó las cartas y se caló el familiar sombrero de copa baja sobre los ojos, dejándolos en la sombra por completo. La disculpa no expresaba ni un atisbo de contrición. Acomodó el mazo y lo apoyó con fuerza junto a la botella.

Agatha se sentó a la derecha, tensa por los modales arrogantes, desusados de Scott.

– Querías hablarme.

– ¿Que quería, dices? -remarcó con amargura-. Ninguno de los dos quería sostener esta conversación, ¿no crees?

– Scott, estuviste bebiendo.

El hombre dirigió una mirada torcida a la botella.

– Así parece, ¿no?

Agatha arrebató la botella, olió el contenido, hizo una mueca de disgusto y la dejó, con gesto enérgico.

– ¡Matarratas!

– De ninguna manera. Para esta conversación, elegí el mejor. -Llenó de nuevo el vaso y alargó la botella hacia Agatha-. ¿Me acompañas?

– No, gracias -replicó, cortante.

– Oh, claro que no. -Apoyó la botella de golpe-. Lo olvidé. Vosotras no tocáis esto, ¿no es así?

Esa noche, el acento sureño, arrastrado, era muy marcado. Al principio, pensó que estaba ebrio pero comprendió que estaba por completo sobrio, y eso hacía que la actitud desafiante fuese más desagradable aún. Se puso rígida y alzó la barbilla.

– Si me hiciste venir aquí para hablar de Willy, no creas que vas a amedrentarme enrostrándome la botella. No caeré, ¿entiendes? -Los ojos claros relampaguearon, y los labios se apretaron, decididos-. Lo discutiremos sensatamente, sin rencor y sin alcohol… o nada.