El codo estaba flexíonado, pero el vaso se detuvo a mitad de camino hacia los labios.
– Déjalo, Scott -le ordenó-, o subiré a mi casa ahora mismo. La respuesta a nuestro dilema no la encontraremos en el fondo de una botella de centeno fermentado. Me sorprende que, a estas alturas, no lo hayas aprendido.
Scott pensó en beberlo de un trago, con el único propósito de apaciguar la intensa frustración que esa mujer le provocaba siempre, pero al fin lo dejó y lo empujó hacia el extremo más lejano de la mesa, junto con la botella.
– Gracias -dijo Agatha, serena, sosteniendo con firmeza la mirada del otro. De pronto, Scott se sintió infantil apelando a esas actitudes, mientras que ella estaba ahí, inconmovible, dispuesta a discutir con él en términos de igualdad-. Ahora bien -agregó con calma-, con respecto a Willy.
Scott soltó el aliento largamente retenido, y le informó:
– Para el primero de diciembre, habré cerrado la Gilded Cage.
La aparente firmeza abandonó a Agatha en un segundo.
– Tan pronto… -dijo, ablandada.
La animosidad de los dos se había evaporado como si nunca hubiese existido. La grosería con que se armó el hombre, el tozudo recato que defendió a la mujer, los abandonaron a ambos. Sentados ahí, bajo el círculo de luz, quedaron indefensos.
– Sí. No tiene sentido que nos quedemos sin ganar un centavo. De cualquier modo, tendríamos que cerrar así que, ¿para qué postergarlo?
– Pero yo esperaba que… Pensé que tal vez te quedarías igual, hasta después de Navidad.
– Todos nosotros lo conversamos, y los otros están de acuerdo conmigo. Cuanto antes nos marchemos, mejor. Nos vamos todos, salvo Dan. Decidió quedarse y vivir de nuevo con la madre.
– ¿Cuándo te vas?
Scott levantó el vaso que había llenado y le dio un sorbo, distraído y, en esta ocasión, Agatha no puso objeciones. El hombre apoyó los codos en la mesa y trazó círculos con el fondo del vaso sobre el paño verde.
– Estuve pensando mucho en lo que me dijiste… acerca de dejar descansar a los fantasmas, y llegué a la conclusión de que tienes razón. Regresaré a Waverley, al menos por ahora.
Agatha estiró la mano por la mesa y le apretó con dulzura el antebrazo:
– Bien.
– Aunque no sé qué encontraré allá, qué haré, tengo que ir.
– Es lo que debes hacer, estoy convencida. -El ala del sombrero bajó un poco, y supuso que fijaba la mirada en la mano. De inmediato, la retiró y la puso en el regazo. El silencio se alargó-. Entonces… -dijo, al fin, exhalando un suspiro nervioso-. Tenemos que tomar una decisión respecto de Willy. ¿Tú lo quieres?
No podía verle los ojos, pero los sentía fijos en ella.
– Sí. ¿Y tú?
– Sí.
Los dedos se crisparon con más fuerza sobre el regazo.
Otra vez, silencio, mientras se preguntaban cómo seguir.
– Entonces, ¿qué propones? -preguntó la mujer.
El hombre se aclaró la voz y se sentó más erguido, jugueteando con el vaso, pero sin beber.
– Pensé y pensé, pero no encuentro solución.
– Podríamos preguntarle a Willy -sugirió.
– Yo ya lo pensé.
– Pero no es justo obligarlo a elegir, ¿no te parece?
Hizo girar el licor una y otra vez.
– Esta mañana, después que lo mandé a llevarte la nota, cuando volvió a mi oficina, nosotros… bueno, discutimos. -Le lanzó una mirada fugaz y sumisa, y se concentró de nuevo en el vaso-. Para ser sincero, lo regañé sin ningún motivo. Pero nos reconciliamos, se me sentó encima un rato y charlamos… sobre la plantación. Le pedí que pensara si le gustaría vivir allá. Primero, preguntó si yo también estaría, y le dije que sí. Luego, preguntó si tú estarías, y le dije que no. -Levantó la vista, pero la de Agatha se posó sobre el paño verde de la mesa-. Entonces, Willy dijo que no, que en ese caso no quería ir a ningún lado, que quería que nos quedáramos todos aquí, juntos.
La mujer no se movió, permaneció sentada mirándose las manos juntas sobre el regazo. La mirada de Gandy se demoró en las pestañas y las sombras alargadas que proyectaban, sobre las iíllas sonrosadas; la boca, caída en gesto resignado; la línea fina de la mandíbula y el fascinante cabello recogido con matices rojizos que brillaban hasta bajo la luz tenue de la lámpara; los pechos, constreñidos en el rígido tafetán granate del recatado vestido de cuello alto, y los brazos, en postura militar, a los costados.
– No -respondió con voz desmayada-, no podemos pedirle a un niño de cinco años que adopte semejante decisión.
– No -repitió Gandy-, no sería justo.
Aún con la vista fija, Agatha murmuró:
– ¿Qué es justo?
Por supuesto, no hubo respuesta. La justicia era algo en que ninguno de los dos pensó antes en una situación de tal vulnerabilidad.
Quiere tanto a Scott, pensó.
¿Qué hará sin Gussie?, pensó él.
Todos los pequeños necesitan un padre.
Un chico necesita una madre más que ninguna otra cosa, y ella es la primera que conoció.
Scott es su ídolo.
Ella le enseña todo el tiempo.
Yo soy demasiado estricta con él.
Yo soy demasiado complaciente con él.
Waverley debe de ser un lugar espléndido para que se críe un niño.
No sería justo alejarla de todo lo que le resulta familiar.
Alrededor, todo era silencio. Una corriente invernal se coló por el suelo. En el cuarto del fondo, un chico dormía mientras Agatha y Scott decidían su destino. Fuera cual fuese la decisión, sería dolorosa para los tres.
Vacilante, Agatha tomó el vaso de la mano de Scott. La mano le temblaba y dejó los ojos mientras alzaba el vaso y bebía. Sólo entonces miró a Scott.
– Tenemos que valorar honestamente cuál de los dos hogares será mejor para él.
Durante un minuto, Scott reflexionó con los dedos cruzados sobre el estómago, observándola.
– En mi mente no hay dudas: el tuyo. Yo no sé siquiera dónde me estableceré de modo permanente.
– Te establecerás en Waverley. Estoy segura. Debes hacerlo, es tu derecho de nacimiento, y sería un lugar maravilloso para criar a un niño, con tanto aire puro y sin vaqueros ordinarios alrededor.
– Pero, ¿quién lo cuidará como tú? ¿Quién lo mantendrá en la buena senda?
Con sonrisa dolorida, respondió:
– Te subestimas, Scott Gandy. Tú lo harás. Bajo esa apariencia, eres una persona muy honorable.
– No tanto como tú. Y puedes enseñarle. Ya comenzaste a hacerlo al corregirlo constantemente y obligarlo a mantener las uñas y las orejas limpias. Me temo que yo no tendría paciencia para eso.
– Para eso hay escuelas.
– Cerca, no.
– Y espacio. Tanto espacio. Si Waverley tiene tantas habitaciones, que podría dormir en una diferente cada noche. Yo tengo una sola, y no tendríamos intimidad ni él ni yo.
– Pero tú serías mejor ejemplo. Lo haces ir a la iglesia y cuidar los modales.
– Los niños también necesitan un ejemplo masculino.
– Willy estará bien. Tiene mucho temple.
– Gran parte, lo obtiene de ti. Si hasta habla pon acento sureño, últimamente.
– Pero yo también tengo malas costumbres.
– Todos las tenemos.
No replicó de inmediato, y Agatha sintió que sus ojos la escudriñaban, inquietándola.
– Tú no. Al menos, yo no lo noté.
– Ser fastidiosa puede convertirse en un mal hábito si se hace con fanatismo. Y, en ocasiones, creo que me vuelvo fanática. -Se echó hacia adelante, ansiosa-. Los niños necesitan… revolcarse juntos en el barro, y volver a casa con las pantorrillas raspadas, trepar a los árboles y… y…
Se quedó sin ideas, abrió las manos y luego las dejó
– Si entiendes todo eso, no serás demasiado fastidiosa con él.
Le tocó a Agatha observarlo, y hubiera deseado poder verle los ojos. Tenía una última carta de triunfo. Al jugarla, su voz se tornó más suave, intencionada:
– No estoy segura de poder tenerlo, Scott. A duras penas puedo mantenerme yo y pagar el salario de Violet, incluso con la máquina de coser.
– Bastaría con que me telegrafiaras, y tendrías todo el dinero que necesitaras.
La generosidad la conmovió hondamente:
– Significa mucho para ti.
– No más que para ti.
Por un momento, se sintieron atrapados en lo irónico de la situación: dos personas que amaban tanto a Willy que trataban de convencer al otro de que se lo quedara.
Por fin, Agatha dijo:
– Así que, estamos como al principio.
– Así parece.
Agatha suspiró y fijó la vista en un rincón oscuro del salón. Cuando habló, lo hizo con tono melancólico.
– Una madre perfecta, un padre perfecto… ¿no es una pena que uno de nosotros tenga que vivir en Mississippi y el otro, en Kansas? -De repente, advirtió lo que había dicho y temió que la interpretara mal-: No quise decir…
Sintió calor en el cuello y bajó la vista.
– Sé lo que quisiste decir.
Ruborizada, buscó las palabras para disimular la incomodidad del momento:
– ¿Cómo lo decidimos? No podemos preguntarle a Willy, y no podemos llegar a una conclusión acerca de quién es mejor padre.
¡Zzzt! ¡Zzzt!
Antes de saber qué era, oyó el ruido: la uña del pulgar de Scott repasaba el borde de los naipes sobre el paño verde.
– Tengo una sugerencia -dijo en un tono bajo que, en otro momento, en otras circunstancias, habría resultado seductor. ¡Zzzt! ¡Zzzt!-. Pero no sé cómo lo tomarás.
La mirada de Agatha cayó sobre el mazo de naipes.
– Una sola mano -prosiguió Scott-, por la apuesta más alta.
Agatha se sintió como la noche que había perforado el agujero en la pared, como si encontrara algo prohibido y fuese a quedar descubierta en cuanto empezara. Pero, ¿quién estaría presente para atraparla? Era una mujer grande, una adulta, y no recibía mandatos de nadie más que de sí misma.
El único músculo que se movía en el cuerpo de Scott era el pulgar que seguía repasando el borde del mazo. Apoyado contra el respaldo, contemplaba la batalla de la mujer contra su propio, rígido código de ética.
– ¿Qué dices, Gussie?
Sintió el corazón en la garganta.
– ¿El futuro de W… Willy, decidido por una partida de naipes?
– ¿Por qué no?
– Pero yo… nunca jugué.
– De cinco. Sin empate. Las miras y lloras.
Entre los ojos de Agatha apareció un pliegue de confusión:
– N… no entiendo.
– Te explicaré las reglas del juego. Son simples. ¿Qué opinas?
Agatha tragó e intentó sondear la sombra que echaba el ala del sombrero.
– Quítate el sombrero.
Scott alzó los hombros.
– ¿Qué?
– Que te quites el sombrero para que pueda verte los ojos.
Tras una larga pausa, se lo quitó lentamente y lo dejó sobre la mesa. Los ojos claros y sinceros se clavaron en los fríos ojos marrones con mirada inflexible.
– Cuando jugaste con Willy y la apuesta era una excursión al Cowboy's Rest, ¿hiciste trampa?
Levantó las cejas, las bajó con esfuerzo y apoyó otra vez los hombros en el respaldo.
– No.
– Muy bien. -Adoptó un aire práctico-. Explícame las reglas.
– ¿Estás segura, Gussie?
– Ya hice todo lo que se hace en esta taberna: vi mujeres bailando el cancán, bebí whisky de centeno, hasta me acostumbré al humo de tu cigarro. ¿Por qué no jugar al póquer, también?
Gandy sonrió torcido. Le apareció un hoyuelo en la mejilla izquierda. ¡Maldición! ¡Vaya con la jugadora! Dio vuelta el mazo. Los naipes eran difíciles de leer pues no tenían números, pero Agatha se concentró mientras le explicaba los valores de las manos de póquer, del más alto al más bajo, reacomodando los naipes para ilustrarlo: flux real (todos del mismo palo), flux, escalera, flor, dos pares, par.
– ¿Quieres que lo anote?
– No, lo recordaré.
Los recitó de corrido, a la perfección, y Gandy la miró con indisimulada admiración. Si la apuesta no hubiera sido tan alta, habría hecho un comentario mordaz pero, dadas las circunstancias, acomodó el mazo y comenzó a mezclar.
Lo vio manipular los naipes con económicos movimientos de los dedos largos y fuertes. Escuchó el crujir brusco de los bordes al mezclar, después los acomodó con pulcritud y los puso en línea. En el dedo, el anillo relampagueó y Agatha recordó el día que llegó al pueblo: qué lejos estuvo de sospechar que esa llegada la conduciría hasta una mesa de póquer compartida con él, a medianoche, en un salón mal iluminado.
Apoyó de un golpe las cartas ante ella, haciéndola saltar.
– ¿Qué?
Levantó la mirada.
– Puedes dar.
– Pero yo…
Miró el mazo azul y blanco. Samuel Han, leyó, en la primera.
– Mézclalas, también, si aún desconfías de mí.
– No.
– Entonces, da. Cinco cartas: una a mí, la siguiente a ti cara arriba.
Lo miró como si hubiese insinuado que se quitaran la ropa alternativamente. Scott se respaldó y sacó un cigarro del bolsillo del chaleco azul hielo y las tijeras de oro con las que le rebanó la punta. Agatha lo observaba, fascinada, guardar las tijeras y encender el cigarro.
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