– No tengo que molestarla cuando está ocupada -le confió.

Violet le dirigió una sonrisa temblorosa, y sacó una moneda del bolsillo.

– Muy bien, señor. Entregaré el mensaje cuando la cliente se vaya. Ahora, corre a comprarte la vara de zarzaparrilla.

Pasó la mirada de su mano a los ojos acuosos de Violet.

– ¡Todo esto! ¡Gracias!

– Date prisa. Tengo cosas que hacer.

Tenía muy poco que hacer, pero fue un alivio que Willy saliera corriendo otra vez y ella pudiera enjugarse las lágrimas en privado.

Cuando la cliente salió, Violet apartó las cortinas lavanda y entró en el salón del frente.

– Hace un rato, Willy trajo esto para ti.

Agatha miró el sobre y reconoció la escritura de Scott con una sola palabra: «Gussie».

Violet permaneció al lado, retorciéndose las manos, observando los ojos de Agatha mientras leía el mensaje en voz alta:

Querida Gussie:

Willy y yo reclamamos el placer de tu compañía, para cenar esta noche en el restaurante de Paulie. Pasaremos por tu casa a buscarte, a las seis en punto.

Con cariño,

Willy y Scott

Violet parpadeaba.

– Bueno, caramba, ¿no es amable?

Agatha dobló sin alterarse la nota y la metió otra vez en el sobre.

– Sí -dijo en voz queda.

Violet agitó una mano.

– Bueno, tienes… tienes que dejar que yo cierre esta noche, y subir a vestirte.

Agatha levantó los ojos tristes que se encontraron con los de Violet, y las dos mujeres se miraron, dejando de lado todo fingimiento. Las dos se sentían desdichadas, heridas, y no intentaron ocultarlo. Agatha apretó su mejilla firme contra la de Violet, blanda y arrugada.

– Gracias -dijo, con suavidad. Violet la abrazó con fuerza un instante, y luego Agatha retrocedió y se secó los ojos como si la irritara que ocurriese tan frecuentemente los últimos tiempos-. Si no pongo manos a la obra -dijo con brusquedad-, jamás terminaré esa camisa para Willy a tiempo.


Estaban todos vestidos con sus mejores galas cuando Agatha fue a abrir la puerta a las seis, esa noche: Scott, con el traje color ciervo y un grueso sobretodo que no le conocía; Willy, con el traje dominguero que se había puesto para el funeral del padre, y la nueva chaqueta de invierno; Agatha, con el vestido púrpura y melón que había usado en el té del gobernador, aunque no se puso el sombrero, cosa que agradó a Scott. Tenía un cabello demasiado hermoso para cubrirlo con nidos de pájaros y plumas. Siempre quiso decírselo pero, por algún motivo, nunca encontró el momento adecuado.

– Buenas noches -dijo Gandy, cuando Agatha abrió la puerta.

Los ojos de los dos se encontraron, hasta que Willy reclamó:

– Eh, Gussie, yo también estoy aquí.

De inmediato, se inclinó, le tomó las mejillas y lo besó.

– Ya lo creo. ¡Y qué apuesto!

Sonrió, orgulloso y alzó la vista.

– ¿Tan apuesto como Scotty?

La mujer contempló el rostro del hombre que no olvidaría mientras le quedara aliento, y respondió en tono mucho más sereno que el de la pregunta:

– Sí. Tan apuesto como Scotty.

Siempre quiso decírselo, pero se contenía por ser una mujer soltera. No obstante, si Willy le hacía la pregunta, ¿qué podía hacer sino responderla con sinceridad? Si hubiese podido elegir el momento, el lugar y la situación, lo habría dicho de otra forma, pero por lo menos ya lo sabía.

Scott abrió la boca, pero la cerró otra vez con un tenue suspiro.

Agatha se dio la vuelta.

– Debo tomar mi capa.

No esperaba que Gandy estuviese tan cerca cuando se apartó del guardarropa con la prenda en la mano. Al girar, chocó con el brazo de él. Ante la proximidad, el aroma, los hombros anchos enfundados en el abrigo, el atractivo abrumador del rostro, su corazón dio un salto.

– A ver, permíteme -le pidió en voz suave, quitándole la capa de la mano.

– Gracias.

Se volvió, y Gandy le puso la capa de terciopelo marrón sobre los hombros, y después le apretó los brazos y la atrajo de espaldas hacia sí.

– Por favor, no te pongas la caperuza -le pidió, en un susurro, rozándole la oreja con los labios-. Tu cabello es demasiado encantador para cubrirlo.

El latir de su pulso pareció agitar hasta el aire en torno.

– Scott… -susurró, cerrando los ojos, sumergida en emociones dulces y amargas a la vez.

– ¡Eh, tengo hambre! -exclamó Willy desde la entrada-. Vamos.

A desgana, Scott soltó a Agatha y retrocedió, cediéndole el paso. Willy bajó corriendo las escaleras a riesgo de romperse el cuello. Agatha se aferró a la baranda, pero Scott la sostuvo con firmeza del codo libre. No se le ocurrió qué decir mientras llegaban abajo y él deslizó la mano hasta la de ella. La sujetó con fuerza hasta que llegaron al final del callejón. En la acera, la tomó otra vez del codo.

La cena fue una representación que, después, Agatha no recordó con claridad. Ella y Scott conversaron, pero no supo bien de qué. Willy parloteó con infantil entusiasmo e hizo interminables preguntas a Scott:

– ¿Dónde dormirá mi nuevo gato? ¿Qué es la uva silvestre? ¿Hay víboras allá?

Scott respondía sucintamente: «en la cocina»; «una enredadera salvaje»; «sí», pero no prestaba toda su atención a Willy. Contemplaba a Agatha, sintiéndose inquieto, agitado, a medias excitado y culpable. Era adorable. ¿Cómo no lo había notado antes? ¿Por qué le llevó tanto tiempo? Y era toda una dama, más que cualquier mujer que hubiese conocido hasta entonces.

Agatha comió poco, con tan increíble delicadeza que cada movimiento de las manos y las mandíbulas parecía más una danza que los banales actos de levantar la comida y masticar. Scott percibió lo cerca que estaba de quebrarse, las lágrimas tan cerca de la superficie de los ojos que parecían del matiz de una hoja de magnolia bajo la lluvia de primavera. Tenía la respiración agitada, y se ruborizaba por el esfuerzo de contener jas emociones, tan próximas a desbordar. Le temblaban los dedos y la voz, pero se obligó a reír en beneficio de Willy cada vez que los comentarios del chico lo requerían. Al parecer, no podía mirar a Gandy en los ojos, pese a que este deseó que lo hiciera durante toda la comida. Hasta que llegó el café y Scott sacó un puro y las tijeras de oro, no levantó los luminosos ojos verdes ni una vez. Y una vez, mientras él fumaba, cerró esos ojos y exhaló un profundo suspiro dilatando los orificios de la nariz, como saboreando el aroma por última vez. Scott miró la mano que apoyaba sobre el corazón, y se preguntó si latiría tan de prisa como el propio. Luego, Agatha abrió los ojos, lo sorprendió observándola y ocultó el rostro tras la taza de café.

Gandy sacó el reloj de bolsillo:

– Es tarde -comentó.

– Sí.

Seguía sin mirarlo. Pero se dejó la caperuza baja cuando regresaban lentamente a sus respectivas moradas. Al acercarse a las escaleras, se dirigió hacia ellas pero Scott la retuvo con fuerza del codo.

– Ven conmigo. Acostaremos juntos a Willy.

Se le oprimió la garganta. Le martilleó el corazón, pero no pudo decir que no.

– Bueno.

La taberna estaba silenciosa, oscura, era un triste resto de la alegría pasada. Agatha se alegró de no poder ver bien a la luz difusa de la lámpara. Era suficiente con el espantoso cubículo de Willy. Nunca había estado ahí, y comparado el suelo de madera manchado, los olores desagradables que lo penetraban, con lo que sería en Waverley: ventanas luminosas, una cama alta y, casi seguramente, un hogar en cada dormitorio.

Lo desvistió hasta dejarlo con la ropa interior de lana y fue entregándole a Agatha cada prenda. Ella las colgó con cuidado para que estuviesen listas a la mañana, y sonrió al verlo saltar sobre el catre, temblando, con la tapa del calzón momentáneamente visible, mientras Moose aparecía y saltaba, también, sobre la cama. Sintió el frío en la médula de los huesos, en especial en la cadera izquierda, cuando se arrodilló para abrazar a Willy que la esperaba con los brazos abiertos.

– Buenas noches, Gussie.

– Buenas noches, mi amor.

¡Ah… ah… ese olor a chicuelo! Nunca olvidaría el olor de Willy, del pequeño al que había llegado a amar. Y el roce fugaz de sus labios preciosos.

– Mañana vendrás con nosotros hasta el tren, ¿no es cierto?

Le acarició el cabello de la sien con el pulgar y deslizó una mirada larga y amorosa sobre esos ojos castaños que le destrozaban el corazón:

– No, mi amor. Decidí que no: es mejor. La tienda estará abierta, y…

– Pero quiero que vengas.

Agatha sintió que Scott se arrodillaba junto a ella, que el muslo se apretaba contra los pliegues de su falda. Apoyó un brazo en la cintura de la mujer y el otro en la barriga de Willy, y lo miró a los ojos.

Bajo el brazo izquierdo, el hombre sintió el temblor de Agatha, disimulado por la capa.

– Escucha, muchacho -dijo, forzando una sonrisa-, no te habrás olvidado de Moose, ¿verdad? Tiene que cuidar de él, ¿no te acuerdas?

– Ah, sí, tienes razón. -Willy acercó más el gato a sí-. Te llevaré a Moose un poco antes de irnos, ¿de acuerdo?

Sólo pudo responder asintiendo con la cabeza.

– Bueno, buenas noches -gorjeó.

Era demasiado pequeño para comprender todas las consecuencias de las últimas veces, de los finales.

Agatha lo besó, demorando los labios en la mejilla tibia. Scott también y, al inclinarse para hacerlo, su hombro rozó el pecho de la mujer.

– Que duermas bien, muchacho -dijo Scott, en voz espesa, y tomó el codo de Agatha.

Cuando se incorporó, se le enredó el tacón en el polisón y sintió una punzada de dolor en la cadera mientras forcejeaba con torpeza para ponerse de pie. Las manos de Scott la sujetaron, firmes, y la guiaron.

Una vez apagada la lámpara, caminaron en la oscuridad hasta la puerta trasera de la taberna, la mano de Scott sujetándole el brazo. Subieron la escalera… lentamente, a desgana, contando los segundos fugaces hasta llegar al rellano de madera. Agatha se detuvo ante la puerta y miró sin ver el picaporte.

– Gracias por la cena, Scott.

Gandy se quedó cerca, detrás, inseguro de poder hablar si lo intentaba. Por fin, la voz le salió baja y ronca:

– ¿Puedo entrar un momento?

Agatha levantó la cara.

– No, prefiero que no.

– Por favor, Gussie -rogó, en un susurro áspero.

– ¿De qué serviría?

– No sé. Es que… por Dios, date la vuelta y mírame. -La hizo girar del codo, pero ella no levantó la vista-. No llores -suplicó-. Oh, Gussie, no llores.

Le oprimió los codos con ferocidad.

Agatha se sorbió y se secó los ojos.

– Lo siento. Al parecer, últimamente no puedo evitarlo.

– ¿Es verdad que mañana no irás a la estación?

– No puedo. No me lo pidas, Scott. Así ya es bastante terrible.

– Pero…

– No, me despediré aquí. ¡No pienso avergonzarme en público!

Con dificultad, Scott dijo lo que estaba atormentándolo todo el tiempo que duró la despedida:

– Willy tendría que quedarse aquí, contigo.

Agatha se soltó y se volvió a medias:

– No es sólo el chico, Scott, y tú lo sabes.

Agatha percibió la sorpresa del otro en el tenso silencio que siguió hasta que la atrajo con tal brusquedad hacia él que la caperuza de la capa le golpeó la oreja:

– Pero ¿por qué no…? -La miró, ceñudo, sujetándola de los brazos-. Nunca dijiste nada.

– No me correspondía. Yo soy la mujer. Oh… lo lamento, Scott. -Giró la cabeza de repente-. Tampoco ahora tendría que hacerlo… Es que… te e… echaré mucho de menos.

– ¿En serio, Gussie? -le preguntó, en tono maravillado, sujetándola y recorriéndola con la vista desde el cabello hasta la barbilla, de una oreja a otra-. ¿Es verdad?

– Déjame -rogó.

La atrajo unos milímetros más hacia él.

– Déjame quedarme.

Negó con la cabeza, con vehemencia:

– No.

– ¿Por qué?

– ¡Déjame ir! -gritó, alejándose de él y acercándose a la puerta, tambaleante.

– ¡Espera, Gussie!

En el mismo instante en que tendía la mano hacia el picaporte, la hizo girar y la levantó. La capa se retorció y se le enredó en los pies y le atrapó un brazo. El otro se debatió en busca de algo a qué aferrarse, y encontró el cuello del hombre. Los pies le colgaban a treinta y cinco centímetros del suelo. El codo atrapado se clavó en las costillas de él. Se miraron a los ojos; el rechazo y la excitación luchaban en el interior de ambos, teñidos por la conciencia de que, a la mañana siguiente, un tren lo separaría de ella para siempre, junto con el niño al que amaba.

– Por favor, no -dijo, en un susurro desgarrado.

– Lo siento -dijo, y cubrió los labios de ella con los suyos.

La boca abierta de él pareció repercutir en lo más hondo de su ser. Abrió la suya y las lenguas se fundieron en una danza gloriosa, rica, estremecedora. Era muy diferente del otro beso que habían compartido. Este era voraz y condenado, desesperado. Scott recorrió el interior de la boca de Agatha con la lengua, giró y, emitiendo un suave sonido gutural, la apretó contra la pared. Aun mientras despertaba en ella el más hondo de los anhelos, para sus adentros rogaba que se detuviera. Aunque su propia garganta emitía sonidos de pasión, rogó en silencio que la librara de esa tortura, antes de que le estallase el corazón.