Liberó su boca.
– Scott, si yo…
La boca del hombre ahogó la protesta, se abatió sobre los suaves labios abiertos que amenazaban la cordura. Agatha sintió el florecer de la pasión como un delicado espasmo en las entrañas, y la insistencia de la lengua provocó en ella una respuesta involuntaria. La de ella no pudo hacer otra cosa que acoplarse, explorar, excitar. En el cuerpo de Agatha sucedieron cosas deliciosas, nuevas, hasta que echó la cabeza atrás, jadeante.
Se golpeó la cabeza contra la pared. Le dolió el brazo atrapado. No llegaba al suelo.
– Bájame -rogó.
La bajó, soltando las manos, que enlazó en la cintura, bajo la capa, palpando las costillas bajo la jaula de acero y encajes. Los labios persiguieron los de ella, pero Agatha dio vuelta la cara para eludir otros besos que le quitaban la razón.
– Si es cierto que me quieres, detente. -Logró soltar el brazo, y le tomó el rostro con las manos, para obligarlo a quedarse quieto-. Estás haciéndolo más duro -dijo, en un susurro feroz.
Con el cuerpo apoyado en el de ella, de pronto se quedó quieto. Los ojos, sólo sombras, escudriñaron los de ella. Lo sacudió un temblor de remordimiento, y se aflojó contra la mujer.
– Lo siento, Gussie. No pensaba hacerlo. Pensaba acompañarte hasta la puerta.
Le sacó las manos del torso, las puso sobre la capa y la estrechó con ternura contra el pecho. Con un movimiento repentino, hizo girar a los dos, se apoyó contra la pared y sostuvo a Agatha.
– No quiero irme -dijo, en voz ronca, mirando las estrellas, la cabeza de Agatha acurrucada bajo su mentón.
– ¡Shh!
– No quiero separarte de Willy.
– Lo sé.
– ¡Jesús, voy a echarte de menos!
La mujer apoyó la sien contra el pecho de él y trató de deshacer el nudo de amor que tenía en la garganta.
– S… Scott… -Se apartó, se irguió sobre sus propios pies, y apoyó las palmas sobre el chaleco de él-. Sigue siendo impropio. Sigo siendo… la mujer. Pero tengo que decirte algo, pues, si no lo hago, lo lamentaré toda la vida. -Levantó la mano enguantada, la posó en la barbilla de Scott y le miró los labios mientras decía-: Te amo. No… -Lo silenció con un dedo en los labios-. No es necesario. Me haría la vida sin ti más insoportable. Simplemente, cuida a Willy y mándalo de visita en cuanto puedas, ¿Prometido?
Scott le tomó la mano por el dorso y la quitó de su boca.
– ¿Por qué no me dejas decirlo?
– Lo dirías porque te doy lástima. No es suficiente. Promete -repitió- que mandarás a Willy.
– Lo prometo. Y yo vendré con…
En esta ocasión, fueron los labios de Agatha los que lo silenciaron a él antes de que pudiese pronunciar una mentira. La separación parecía terrible, pero en cuanto la dejara olvidaría todo lo sucedido esa noche. Le arrojó los brazos al cuello y lo besó una vez, tal como había soñado hacerlo sosteniéndole la cabeza, apretando los pechos contra él, sintiendo los brazos que la rodeaban, los dos cuerpos pegados en toda su longitud, sin ocultar nada.
– ¡Adiós, Scott! -murmuró, apartándose.
En lo que dura un relámpago, había desaparecido dejándolo desdichado, confundido.
En el interior, Agatha hizo girar la llave en la cerradura, se apoyó en la puerta y escuchó:
– Gussie -la llamó con suavidad.
Agatha se mordió el labio
Golpeó con suavidad.
– Gussie.
Tras la tercera llamada no respondida, por fin oyó los pasos que se alejaban.
Esa noche, resultó ser como un ensayo para la dura prueba de las despedidas del día siguiente. Bajaron uno tras otro, y cada separación era más dura que la anterior, hasta que al fin, el que asomó la cabeza por la puerta fue Willy. Vino el último, cuando cesó el estrépito y los golpes de maletas y canastos en el local vecino. Otra vez, vestía el traje dominguero y apretaba a Moose contra el hombro.
– Gussie, tenemos que irnos. Casi se nos hace tarde.
– Ven aquí, querido.
Se dio vuelta en la silla giratoria ante la máquina, y el niño fue hacia ella rodeándole el cuello con un brazo, apretando con fuerza al gato en el otro.
– Scotty dice que te diga que escribirá.
– Tú también tienes que escribirme, en cuanto aprendas a hacerlo. Lamento que no puedas quedarte conmigo.
– Lo sé. Scotty dice que tengo que recordar que me amas.
– Es cierto… -Le sujetó la cara con las manos. Los dos lloraban-. Oh, claro que te amo. Te echaré terriblemente de menos.
– Qui…quisiera que… que fueses m…mi madre-dijo, ahogándose.
Lo apretó con fuerza contra el pecho y le aseguró:
– Yo también. No te amaría más si lo fuese.
– Yo también te amo, Gussie. Cuida bien a Moose y no le des leche. Le hace daño.
– No se la daré.
Rió, triste, tomando el gato del hombro del chico.
Inseguro, se detuvo con las manos a la espalda y se encogió de hombros:
– Bueno… nos veremos.
Agatha apoyó el rostro contra el pelaje tibio del animal pero no pudo pronunciar una palabra. Willy giró hacia Violet que esperaba con las lágrimas corriéndole por las mejillas.
– Adiós, Violet. -La mujer se inclinó y recibió un beso rápido. Willy corrió hacia la puerta, se detuvo, y se volvió, con la mano sobre el picaporte-. Adiós Moose -dijo, y salió corriendo.
En el compartimiento del tren, mientras Scott acomodaba el equipaje, preguntó:
– Pero, ¿por qué Agatha no viene?
– Porque no quería llorar delante de todos.
– Ah. -Todavía triste, Willy siguió mirando la bulliciosa estación, esperando que, a último momento, Agatha cambiara de idea-. Lloró cuando le di a Moose.
Scott se acomodó en el asiento, y se fortaleció contra las emociones que no podía evitar:
– Lo sé.
Si bien sabía que era inútil, de modo casi inconsciente examinó a la gente que había ido a despedir a los pasajeros, que era mucha, la mayoría, antiguos clientes que querían saludar a Jube y a las chicas por última vez.
Detestaba dejar a Agatha así, llevándose el recuerdo de sus lágrimas cuando corrió a encerrarse en el apartamento solitario. Afuera, el viento azotaba los costados del tren alejando el humo de la locomotora, elevando en el aire el agudo silbido y transportándolo a lo largo de las vías, como un lúgubre acompañamiento de la partida de ese lugar al que siempre consideró un sombrío pueblo vaquero. Nunca imaginó que le dolería tanto abandonarlo. Pero Proffitt le había dado a Agatha y, por cierto, dejarla le dolía. En el entrecejo se le formó un pliegue profundo, y miró en silencio por la ventanilla. Vio que el guardia levantaba la escalera portátil y desaparecía dentro del tren. Escudriñó, esperanzado, la muchedumbre. En el mismo instante en que el tren arrancaba, la vio.
– ¡Ahí está! -exclamó, subiendo a Willy a su rodilla y señalando-. ¡Ahí, detrás de los otros! ¿La ves? Con la capa marrón.
Estaba apartada de los demás, las manos cruzadas sobre el pecho. Llevaba la capa de terciopelo castaño con la caperuza puesta. Nunca en su vida, Gandy había visto una figura más solitaria.
– ¡Gussie! -Willy apoyó una mano contra el vidrio frío, y saludó, fervoroso, con la otra.
– ¡Adiós, Gussie!
No pudo haberlos visto a bordo, pues llegó segundos antes de que el tren comenzara a moverse. Y mientras examinaba las ventanillas que se escapaban, fue evidente que no tenía idea de en cuál estarían. Pero cuando una ráfaga de viento le agitó el ruedo de la capa y la abrió, bajó la caperuza y saludó… saludó… saludó… hasta que las ventanillas terminaron de pasar y se perdieron de vista.
Willy lloraba en silencio.
Y Gandy apoyó la cabeza atrás, cerró los ojos y tragó saliva para no hacer lo mismo.
Capítulo 17
En la familia adoptiva de Gandy nadie se sentía más huérfano que Willy. No tenían seres queridos ni hogar, se aproximaba la Navidad, y cualquier lugar que hubiesen elegido sería en contra de sus deseos. Por acuerdo tácito, fueron todos juntos a Waverley.
Durante el viaje, se dividieron en pequeños grupos para compartir asientos y literas, y Scott vio poco a Jube. Pasó mucho tiempo pensando en ella y Marcus, recordando lo dicho por Willy. No se sentaban juntos muy a menudo; Jube pasaba la mayor parte del tiempo con Ruby y Pearl. Pero a la noche, tras haber viajado muchas horas, Gandy necesitaba estirar las piernas y, caminando por el pasillo, los encontró sentados juntos. Marcus parecía estar dormido. Jube tenía la cabeza apoyada en el respaldo, pero el rostro vuelto hacia él, y Scott vio en ese rostro una expresión que jamás le dedicó a él mismo. Jube vio a Scott en el pasillo y le lanzó una sonrisa fugaz, de reconocimiento de sí misma y se le colorearon las mejillas. Según lo que recordaba, era la primera vez que la veía ruborizarse.
Más tarde, cuando Willy y él ya estaban acostados en sus literas, tendido de espaldas tras las cortinillas corridas, una muñeca bajo la cabeza, pensó cómo se distribuirían en Waverley para dormir. Era el momento perfecto para la ruptura. Ya fuese que Marcus y Jube se hubieran declarado lo que sentían, no sería justo que ella siguiera compartiendo la cama de Scott.
¿Por qué él y Jube nunca llegaron a hablar de cómo estaba deteriorándose la historia amorosa entre ambos? Porque, en realidad, jamás fue una historia de amor. Fue una situación de conveniencia para ambos. Si hubiese sido otra cosa, en ese momento Scott, se habría sentido celoso, furioso, herido. Lo que sentía, en cambio, era alivio. Esperaba que Jube y Marcus encontraran en el otro al compañero perfecto.
¿No sería grandioso? Imaginándolo, sonrió en la oscuridad: Jube y Marcus, casados. Quizá pudiese celebrarse la boda en la alcoba nupcial. A la vieja mansión, ¿no le encantaría que la vida renaciera entre sus muros?
Estás soñando, Gandy. No puedes retener al grupo allá. ¿Cómo vivirían? ¿Qué harían? ¿De dónde saldría el dinero? Para empezar, eres un tonto por ir allá, pues lo único que lograrás será evocar cómo era, soñar con lo que nunca será. ¿Y Willy? Le prometiste cosas que no estás seguro de poder darle. ¿Qué pensaría si le dijeses que, a fin de cuentas, no iba a vivir en Waverley? ¿Y qué clase de vida llevaría vagabundeando contigo y tu grupo, abriendo una taberna tras otra por todo el país?
Inquieto, se removió buscando una posición más cómoda, pero el traqueteo y el balanceo del tren no lo dejaban dormir. Levantó la pesada cortina de fieltro, la sujetó con la trencilla de seda y contempló cómo escapaba el paisaje de campo bajo el débil brillo de la luna invernal. El tren marchaba en dirección al sudoeste. No se veían más rastros de nieve. A los costados de las vías, blancas serpientes de agua reflejaban la luna, y los árboles demarcaban el paisaje como hitos. ¿Missouri? ¿Arkansas? No estaba seguro. Pero ya la planicie de la pradera había dejado paso a las suaves colinas que se hinchaban y rodaban como un mar a medianoche.
Recordó Proffitt, la taberna abandonada, Agatha sola, arriba. Lloró cuando le di a Moose. Se le hizo un grueso nudo en el pecho al imaginarla acurrucada, con el gato de Willy, levantándose por la mañana, bajando la escalera, sin tener a Willy para irrumpir por la puerta y romper la monotonía de su vida.
Hiciste lo que tenías que hacer, Gandy. Olvídala. Ya tienes bastante con la preocupación de poner en orden tu vida, enfrentar otra vez a los fantasmas de Waverley, decidir cómo abastecer a esta familia de ocho personas que tienes. Agatha estuvo sola mucho tiempo. Se arreglará bien.
Pero por mucho que repitiese estos pensamientos, no podía sacársela de la cabeza.
La tarde del segundo día, el tren dejó a Gandy y compañía en la ciudad de Columbus, en Mississippi, que había sido un floreciente centro de comercio del algodón sobre el río Tombigbee, antes de la guerra. Los viejos silos estaban aún ahí como lenguas curvas, esperando para soltar las balas de algodón desde los almacenes vacíos por el río hasta los barcos que morían de muerte lenta junto a las vías férreas, que transportaban todo más rápido, más barato y más seguro.
– Cuando yo era niño -le contó a Willy-, me gustaba observar a los esclavos cargar el algodón en los barcos, como a ti te gusta ver a los vaqueros cargar a las vacas en el tren.
– ¿Aquí?
– A veces, sí. Más a menudo, en Waverley. Teníamos nuestros propios almacenes, y los barcos fluviales llegaban directamente a nuestro muelle para cargar.
El comentario desató un torrente de preguntas:
– ¿Está muy lejos? ¿Cuánto falta para que lleguemos? ¿Podré pescar en el río en cuanto lleguemos? ¿De qué color será mi caballo?
El entusiasmo del chico, reflejo del que él mismo sentía a medida que se aproximaban a Waverley, hizo reír a Scott.
Compraron provisiones en un almacén de Sheed's Mercantil. El viejo Franklin Sheed parecía una muñeca de esas que se hacen con manzanas marchitas, pero con patillas blancas. Miró a Scott bajo los arrugados párpados entrecerrados, se sacó la pipa de la boca y dijo, arrastrando las palabras:
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