– Bueno, bendita sea mi alma. LeMaster Gandy, ¿no es cierto?

– Seguro, aunque hace mucho tiempo que nadie me llama así.

– Me alegra verte otra vez, muchacho. ¿Volviste para quedarte?

– Todavía no lo sé, señor Sheed. -Al percatarse de que Willy escuchaba, agregó-: Eso espero. Traje a mis amigos a conocer mi viejo hogar.

Con las manos apoyadas en los hombros de Willy, los presentó a todos, terminando con el niño.

– Bueno, aún está allí -dijo Sheed, refiriéndose a Waverley-. Nadie anda por ahí, excepto algunos de los antiguos esclavos que antes trabajaban para tu papá. Todavía están allí, manteniendo alejados a los intrusos. Se asombrarán de verte después de tantos años.

Algo bueno pasó dentro de Scott al estrechar la mano de Franklin. Sus raíces estaban ahí. La gente lo recordaba, eran su pueblo, su herencia. Tanto tiempo estuvo vagabundeando, viviendo entre extraños a los que poco les importaba su pasado ni su futuro en cuanto se separaba de ellos, que regresar al sitio donde se recordaba su nombre, le dio una punzada de nostalgia. Y ahí estaba el viejo Franklin Sheed, que le vendía cigarros al padre de Scott, y algodón a la madre para los pañales de sus hermanos y de él mismo.

– ¿Qué habrá sido de todo eso, desde que tu gente falleció? -preguntó Franklin en voz alta.

Pero antes de que Gandy pudiese responder, una octogenaria prieta de sombrero gris deshilachado entró renqueando con un bastón negro de ciprés.

– Señorita Mae Ellen -la saludó el propietario-, ¿se acuerda del hijo de Dorian y Selena Gandy?

La anciana bajó la cabeza y escudriñó a Scott un buen rato, con las manos en el pomo del bastón.

– LeMaster, ¿no?

– Así es, Señorita Bayles.

Sonrió a la arrugada mujer, y recordó que, la última vez que la vio era mucho más alta. ¿O es que él era más bajo?

– Solía convidarte a duraznos cuando tu mamá iba a visitarme a Oakleigh.

– Lo recuerdo, señorita Bayles. -La sonrisa no se desvaneció, y sus ojos tenían expresión burlona-. Y a los bizcochos de melaza más sabrosos en toda la región de este lado de la línea Mason-Dixon. Pero nunca me dejó agarrar más de dos. Y yo miraba lo que quedaba en el plato y me prometía que, algún día, me desquitaría.

La risa de la anciana colmó la tienda como el cloqueo de una pava vieja. Golpeteó con el bastón contra el suelo, y echó un vistazo de soslayo a Jube, que estaba cerca.

– Yo contemplaba la cara de este muchacho, y pensaba que era demasiado apuesto para su propio bien. «Algún día se meterá en problemas», pensaba. -Clavó otra vez en Scott su mirada maliciosa-. ¿Fue así?

Los hoyuelos de Scott obraron su magia habitual.

– No, que yo sepa, señorita Bayles.

Miró a Jube, a Willy y otra vez a Scott.

– Así que, te casaste otra vez, ¿no?

– No, señora. -Hizo un gesto hacia Jube, y después hacia Willy-. Éstos son mis amigos, Jubilee Bright y Willy Collinson.

Como los otros curioseaban por el local, no se molestó en presentarlos.

– Con que Willy, ¿eh? -Lo examinó con aire imperioso.

– No olvides tus modales, muchacho.

Willy extendió la mano.

– Encantado de conocerlo, señora.

– ¡Ja! -resopló la mujer, estrechándole la mano-. No sé por qué: estoy seca como una pasa, y no le convido a un chico a más que dos galletas por vez. Pero a mi nieto, A. J., a él sí te encantará conocerlo. -Señaló a Scott con el pulgar-. Que este sinvergüenza te traiga un día, y yo os presentaré.

– ¿En serio?

Pinchó a Willy con el bastón en el hombro.

– Hay una cosa que tienes que aprender de una vez, muchacho. Las viejas arrugadas no dicen cosas en broma, pues no saben cuándo caerán muertas, y no quieren dejar confusiones.

Todos rieron. Scott dejó que hiciera sus compras antes que él. Mientras lo hacía, preguntó:

– ¿Sigue viviendo en Oakleigh, señorita Bayles?

– Oakleigh está vacío -respondió, con rígido orgullo, contando con cuidado el dinero que sacó de un talego de cuero que luego cerró-. Ahora, vivo en el pueblo, con mi hija Leta.

Por un momento, Scott se vio transportado al pasado. La revelación de la señorita Bayles le recordó que Waverley no era la única gran mansión que la guerra dejó abandonada. El giro de la conversación puso paños fríos sobre el tema, y cuando la anciana terminó sus compras, Scott la saludó, cortés, con el sombrero.

– Déle mis saludos a Leta. La recuerdo muy bien.

– Lo haré, LeMaster. Saludos a Leatrice. Yo también la recuerdo bien a ella.

La mención de Leatrice reavivó las expectativas de Scott, que lo acompañaron mientras compraban maíz molido grueso, jamón, harina, tocino: alimento suficiente para una familia de ocho personas, para varios días. La sensación grata permaneció dentro de él mientras alquilaban coches en el establo donde, otra vez, a Scott lo reconocieron por su nombre y lo saludaron con entusiasmo, y mientras partían para Waverley atravesando el paisaje familiar del Mississippi.

En dirección al noroeste, corrieron entre apretados grupos de robles, nogales y pinos, que luego se abrían hacia vastas extensiones de campos de algodón vacíos, pocos de los cuales habían sido sembrados los últimos quince años. Pasaron ante Oakleigh, que sólo parecía un manchón blanco al extremo de un largo prado, medio ahogado bajo malezas y enredaderas de uva silvestre.

Aunque el cielo estaba claro, la brisa era un poco fresca. Las cimas de los pinos acariciaban el cielo del atardecer como el pincel de un pintor sobre una tela, con el tono de los capullos de glicina. Los carruajes andaban sobre un camino de grava, alisada por años de soportar el paso de carros tirados por mulas, hasta convertirse en un polvo fino. El aroma de la tierra era húmedo y fecundo, muy diferente del olor polvoriento de Kansas. Ni se lo oía moverse ni se olía al ganado. En cambio, los sentidos de Gandy se extasiaron con el dulce trino melodioso del sinsonte desde un matorral, y el olor de la vegetación que se pudría, en ese breve lapso entre estaciones.

– Aquí empiezan las tierras de Waverley -dijo.

Mientras seguían andando, en los ojos de Willy apareció una expresión incrédula.

– ¿Todo esto?

Scott se limitó a sonreír, y sostuvo las riendas flojas, entre las rodillas. Ya recorrían el último kilómetro, los últimos metros. Entonces, delante, a la derecha, apareció una cerca de hierro negra y, a medida que se acercaban, Scott disminuyó la marcha del carro. Willy, que estaba al lado, levantó la vista y sus ojos miraron en la misma dirección que Scott.

– ¿Hay alguien enterrado aquí? -preguntó el chico.

– Mi familia.

– ¿Tuya?

Otra vez, levantó la vista.

Jube y Marcus, en el asiento de atrás, giraron para echarle un vistazo al cementerio.

– ¿Quién? -preguntó Willy, estirando el cuello para observar al pasar la lápida de piedra gris.

– Mi mamá y mi papá. Y mi esposa y nuestra pequeña hija.

– ¿Tenías una niña?

– Se llamaba Justine.

– ¿Y qué es eso? -preguntó, señalando una estructura de madera, a la derecha.

– Es la casa de baños. Dentro, está la piscina.

– ¡Hurra!

Excitado, Willy se incorporó del asiento y Scott lo hizo sentarse otra vez.

– Después podrás verla. -Prosiguió, sin alterarse-: Y esto… -Giró a la izquierda, por el sendero, en dirección opuesta a la casa de baños-…es Waverley.

Ante la vista de la mansión, el corazón de Gandy dio un salto, su sangre se alborotó, aunque, al igual que Oakleigh, se veía entre enredaderas retorcidas, matorrales, cedros y gomeros que habían invadido el largo prado, haciéndolo inextricable. En los buenos tiempos, se lo mantenía meticulosamente pero en ese momento, Gandy tuvo que frenar al caballo después de haber andado menos de la cuarta parte de su extensión. En las sombras de la caída de la tarde, la vegetación asfixiante daba un toque amenazador a la llegada de los viajeros. El intenso olor gatuno de los gomeros era hostil, como si advirtiese a los mortales de que no se acercaran.

– Esperad aquí -ordenó Gandy, enlazando las riendas en el puntal del látigo.

Fue solo, abriéndose paso entre la vegetación descuidada durante quince años hasta llegar a la imponente magnolia, la que tenía el brazo más extenso de todo el Estado de Mississippi, la que dominaba el patio del frente desde que tenía memoria. Pero, al verlo invadido de enredaderas, y confinado por los preciosos árboles de boj de su madre, la decepción de Scott se duplicó. Los había traído desde Georgia cuando era una esposa joven, y los cuidó con amor toda su vida. Hacía tiempo que habían perdido su perfección geométrica, pues durante muchos años sólo los podaron los ciervos salvajes, dejándolos en un estado grotesco y deforme. Si los viese en semejante condición, Selena Gandy se sentiría acongojada.

El hijo de Selena se arañó la cara con los arbustos descuidados mientras se abría paso entre ellos hacia la entrada principal. Los escalones de mármol estaban intactos, igual que el enrejado de hierro del balcón y las luces laterales de cristal veneciano color rubí que flanqueaban la puerta del frente.

La puerta en sí misma no se movió.

Se protegió los ojos con una mano e intentó escudriñar el interior, pero la puerta daba al sur y la luz del crepúsculo que entraba por las ventanas que rodeaban la puerta norte del vestíbulo de entrada era escasa. Lo único que pudo distinguir fueron las liras talladas en madera, insertadas en las ventanas. Más allá, las imágenes eran vagas, traslúcidas, como si las viera a través de un cristal de color borravino.

Golpeó la puerta y gritó:

– ¿Hay alguien aquí? Leatrice, ¿estás ahí?

Sólo le respondió el silencio y el tabletear del pico de un náiaro carpintero, en alguna parte de la densa vegetación que había a sus espaldas.

La puerta de atrás no lo acogió de manera más hospitalaria que la otra. Las dos entradas eran idénticas, con columnas dóricas idénticas delimitando porches retirados, de dos plantas de altura. La única diferencia era un par de segundas columnas más bajas que custodiaban la del frente, y un par de bancos negros de madera a cada costado de la del fondo. Al verlos, Scott sintió otra punzada de nostalgia. Eran sólidos, pesados, hechos de madera extraída del pantano de los cipreses cerca del río, a la que los esclavos doblaron y arquearon para darle la forma de abanico estilizado a los respaldos, mucho antes de que Scott naciera. Sentados en esos bancos bois d'arc, mientras Delia daba de comer a los pavos reales, así recordaba a sus padres.

Con la casa a sus espaldas, siguió un sendero que exhibía señales de uso reciente, hasta la vieja cocina, la fábrica de hielo octogonal, los jardines, la curtiembre, los establos, hasta las cabañas de los esclavos, en el fondo. Mucho antes de llegar, sintió el olor del humo de la leña de Leatrice.

Golpeó y llamó:

– ¡Leatrice!

– ¿Quién es? -dijo una voz que parecía la flatulencia de un caballo hinchado.

– Abre la puerta y lo verás.

Sonrió y esperó, con el rostro pegado a la madera basta de la puerta.

– Seguro, alguien lleno de arrogancia.

La puerta se abrió y apareció, casi tan grande como la magnolia centenaria del frente, la piel áspera y negra como su vozarrón, con una apariencia que prometía durar para siempre, igual que el árbol.

– ¿Qué clase de bienvenida es ésa? -bromeó, apoyando un codo en el marco de la puerta, con una sonrisa ladeada.

– ¿Quién…? ¡Señor de la piedad!… -Se le dilataron los ojos-. ¿Eres tú, amo? -Jamás agregaba la partícula respetuosa, como en Lemaster de los demás, y siempre se burló del familiar Scott-. ¡Bendita sea mi alma! ¡Eres tú!

– Soy yo.

Entró y la levantó, aunque sus brazos sólo abarcaban dos tercios del contorno de la mujer. Olía a humo de leña, a chicharrones, y a saco de verduras, y su abrazo era capaz de quebrarle los huesos.

– ¡Mi pequeño volvió a casa! -se regocijó, derramando lágrimas, alabando a los cielos-. Señor, señor, regresó a casa por fin. -Retrocedió y lo aferró de las orejas-. Déjame echarte un vistazo.

Tenía una voz sin par entre los humanos, un bajo retumbante imposible de emitirse con suavidad, por mucho que lo intentara. Había fumado pipa de mazorca toda la vida, y nadie sabía qué mezclas le metía dentro. Alguna de ellas, una vez, le dañó la laringe, y desde entonces sólo fue capaz de emitir ese sonido rechinante que nadie olvidaba después de haberlo oído.

– Tal como pensé -dictaminó-, flaco como rodilla de gorrión. ¿Qué estuviste comiendo, lameollas? -Tomándolo de los hombros, lo hizo girar para inspeccionarlo con toda minuciosidad, y luego lo hizo volverse de frente a ella-. Bueno, la vieja Leatrice te engordará en menos que canta un gallo. ¡Mose! -llamó, sin mirar atrás-. Ven a ver quién está aquí.