¿Cómo harían diez personas solas para ponerla en condiciones de rendir?
La melancólica reflexión fue interrumpida por una voz que llamaba suavemente desde abajo:
– Scotty.
Era el pequeño, de pie en la entrada del dormitorio, del lado opuesto de la rotonda, dos suelos más abajo.
– Así que ya te levantaste.
Las voces resonaban como campanas en un valle, aunque hablaban casi en susurros.
– ¿Qué estás haciendo ahí arriba?
– Mirando.
– ¿Qué miras?
– Ven, sube y te lo mostraré.
Contempló a Willy subir por la impresionante escalera produciendo un suave ruido con los pies desnudos, la tapa del calzón apareciendo entre los balaustres del balcón. Cuando llegó al pasadizo, tenía los dedos de los pies cubiertos de polvo.
– ¡Uf! -exclamó, al llegar al último escalón-. ¿Qué pasa aquí arriba?
Scott levantó a Willy y lo sostuvo en un brazo.
– Waverley. -Hizo un ademán, mientras iba lentamente de una ventana a otra-. Todo eso.
– ¡Oh!…
– Pero no sé qué hacer con todo esto.
– Si es una granja, ¿no tendrías que poner plantas?
Parecía tan simple que hizo reír a Gandy.
– Hace falta mucha gente para plantar todo eso.
Willy se rascó la cabeza y miró por la ventana polvorienta
– Gussie dice que yo soy afortunado de poder verlo. Dice que n 'uay… que no hay más como ésta, y que tengo que aprender a va… va…
– ¿Valorarla?
– Sí… a valorarla. Dice que le gustaría verla un día, pues nunca vio una plantación. La llamó un… una forma de vida. ¿Qué significa eso, Scotty?
Pero Scott quedó prendido de lo que había dicho antes no de la pregunta. Murmuró casi para sí:
– No se refería a la tierra, se refería a la casa.
– ¿A la casa?
Willy estiró el cuello hacia el vértice de la cúpula que estaba encima de ellos.
– La casa…
Scott lanzó una mirada a las ventanas que lo rodeaban, al salón de baile que estaba abajo, a las puertas que daban a la escalera más grandiosa de este lado de la línea Mason Dixon.
– ¡Eso es! -exclamó Gandy.
– ¿A dónde vamos? -preguntó Willy, mientras las botas negras de Scott repercutían en los escalones-. ¿Por qué te sonríes?
– La casa. Ésa es la solución, y era tan obvia que la pasé por alto. Gussie me dijo lo mismo que a ti el verano pasado, una noche, cuando le conté de Waverley. Pero yo estaba muy concentrado soñando con plantar algodón, y no se me ocurría usar la casa para ganar dinero.
– ¿O sea que piensas venderla, Scotty? -preguntó Willy, decepcionado.
– ¿Venderla? -Cuando llegaron a la altura del cuarto del baúl, donde estaban guardadas esas faldas con miriñaque y esos fraques cola de golondrina, estampó un sonoro beso en la mejilla del chico, pero estaba demasiado excitado para mostrárselo en ese momento-. Jamás, pequeño. La haremos revivir, y en el presente, esos yanquis que quemaron casi todas las mansiones como Waverley, pagarán un rescate regio para verlas y disfrutarlas. ¡Lo que ves a tu alrededor, Willy, muchacho mío, no es otra cosa que un tesoro nacional!
Al llegar al nivel de los dormitorios, sin aminorar el paso, Scott fue golpeando las puertas, vociferando:
– ¡Arriba! ¡Ya ha amanecido en el pantano! ¡Vamos, todos! ¡Jack! ¡Marcus! ¡Jube! ¡Pearl! ¡Levantaos! ¡Tenemos que poner este lugar en condiciones!
Cuando bajaba corriendo la sección curva de la escalera que llevaba a la entrada principal, la voz y los pasos retumbaron en la rotonda. Cabezas soñolientas asomaron por las puertas en la planta alta, mientras Scott, aún con Willy en brazos, salía como una tromba por la puerta trasera.
– Te presentaré a Leatrice -le dijo Scott a Willy mientras cruzaban el patio-. Ella cree en espectros pero, fuera de eso, es buena. ¿Anoche escuchaste a algún espectro en la casa?
– ¿Espectros?
El niño dilató los ojos y, al mismo tiempo, rió.
– No había ninguno, ¿verdad?
– Yo no escuché nenguno.
– Ninguno. Eso le dirás a Leatrice, ¿entendido?
– Pero, ¿por qué?
– Porque la necesitamos aquí, para organizar a estos holgazanes, y hacer que levanten el polvo. Que yo sepa, nadie puede hacer eso mejor que Leatrice. ¡Si hubiese comandado ella las tropas de la confederación, habríamos tenido un resultado muy diferente!
– ¡Pero, Scotty, todavía estoy en ropa interior!
– No importa. Ha visto niños con menos ropa.
Willy se apegó a Leatrice como una garrapata a un pellejo tibio. Desde el momento en que le ordenó:
– Ven aquí, chico, deja que Leatrice te eche un vistazo -el vínculo quedó sellado.
Era lógico: Leatrice necesitaba a alguien de quién ocuparse, y el chico necesitaba a alguien que se ocupase de él. Y el hecho de que, cuando le presentaran al pequeño, estuviese vestido sólo con los calzones, lo hizo más entrañable aún para ella. Parecía una unión concertada en el cielo.
Pero en lo que se refería al mandato de Scott, la negra se mostró menos entusiasta.
– No pondré un pie en ninguna casa encantada.
– Díselo, Willy.
Aunque Willy se lo dijo, la negra apretó los labios y adoptó una expresión terca.
– ¡No, no! Leatrice no entra.
– Pero, ¿quién los hará moverse? Toda la banda está acostumbrada a dormir hasta mediodía. Te necesito, cariño.
El término hizo que los labios de Leatrice se aflojaran un poco:
– Siempre fuiste un zalamero -refunfuñó.
Al ver que se ablandaba, insistió:
– Imagínate este sitio otra vez lleno de gente, música en el salón de baile, todos los dormitorios ocupados, la vieja cocina humeando y el aroma de los pasteles de guisantes saliendo de los hornos…
Lo miró, ceñuda, por el rabillo del ojo:
– ¿Y quién cocinará?
Eso amilanó a Scott.
– Bueno… no sé. Pero, cuando llegue el momento, ya se nos ocurrirá algo. Primero, tenemos que limpiar, encerar, lustrar la casa, limpiar los campos de malezas y también los edificios externos. ¿Qué dices, cariño? ¿Me ayudarás?
– Tengo que pensar en un exorcismo -fue su respuesta.
Pensar le llevó a Leatrice exactamente cuatro horas y media. Para entonces, las tropas de Gandy ya estaban levantadas, habían desayunado y obedecían, no muy al pie de la letra, las ineficaces órdenes. Pero el trabajo que realizaban y la velocidad con que lo hacían era tan lamentable que, cuando Leatrice dio un vistazo al equipo de limpieza que sacaba elementos de casa al patio para ventilarlos, farfulló una protesta contra los zalameros y levantó las manos.
Minutos después, apareció ante la puerta trasera, con una bolsa de asafétida colgando del cuello.
– No se puede quitar el polvo a las alfombras si se dejan en el suelo -afirmó, en tono imperioso, de pie junto a la puerta del lado de adentro, con los brazos en jarras-. ¡Tienen que sacarlas afuera y golpearlas! Cualquier tonto sabe que no se empieza de abajo y se va subiendo. Cuando uno llega arriba, la planta baja está tan sucia como cuando empezó.
Se acercó Gandy y le dio un abrazo de agradecimiento, pero retrocedió al instante.
– ¡Por Dios, mujer! ¿Qué tienes en ese saquillo? -preguntó, casi haciendo arcadas-. Huele a orín de gato.
– ¡Nada de insolencias, muchacho! Es asafétida, mantiene a los espectros alejados de Leatrice. Si quieres que les enseñe a limpiar a estos blancos lamentables, deja a un lado los melindres de cómo huelo.
Gandy rió, y le hizo una reverencia burlona.
Desde ese momento, el renacer rápido y eficiente de Waverley quedó asegurado.
Capítulo 18
Convertir Waverley en un hotel de turismo donde los norteños pudiesen tener una idea de cómo era una plantación en funcionamiento era una empresa ambiciosa. Pero todos los elementos esenciales estaban presentes. Lo único que hacía falta era quitar el polvo, aceitar, encerar, limpiar, reparar y arreglar.
Las tropas de Gandy comenzaron en la rotonda, y fueron trabajando hacia abajo, como ordenó Leatrice. Por cierto que daba órdenes, en una voz que retumbaba como un trueno y que hacía que el más empecinado haragán irguiese la espalda y se pusiera en movimiento. De todos modos, jamás habrían podido encarar semejante tarea si no hubiese sido por el fenómeno que comenzó la segunda mañana. Una por una, todas las caras familiares aparecieron ante la puerta trasera de Waverley: todas negras, con expresiones que manifestaban claramente lo ansiosos que estaban de echar una mano y ver florecer otra vez la plantación.
Primero, llegó Zach, hijo de un mozo de establo que había enseñado a Scott todo lo que sabía. Zach se puso a trabajar encargándose de revisar y reparar los arneses, limpiando los viejos carruajes y el establo mismo. Luego llegaron Beau y su esposa Clarice, que sonrió con timidez al ser presentada a LeMaster Gandy, y que obedecieron sin chistar cuando Leatrice les dijo que podían empezar por limpiar una zona para agrandar la vieja huerta. Un par de hermanos llamados Andrew y Abraham encabezaron un grupo que limpió el prado largo y que, cuando terminaron, se dedicaron a poner en condiciones el patio y el gran prado del frente. En el jardín ornamental podaron los árboles de boj, las camelias, dieron forma a las azaleas que se habían vuelto salvajes. Siguió la reparación de todas las construcciones externas y una limpieza a fondo de sus interiores, donde habían hecho su guarida los animales silvestres, se había oxidado el metal y la madera estaba combada. Llegó una mujer negra llamada Bertrissa, y la pusieron a llenar la tina de hierro negro del patio y comenzar la pesada tarea de lavar las mantas y ropa de cama polvorientas. Su esposo; Caleb, se convirtió en integrante del equipo que pintaba la mansión. La dirigía Gandy en persona, que encargó cuatro escaleras nuevas y se subió a una de ellas para ocuparse del lugar más alto, la rotonda. Al tiempo que los hombres bullían en el exterior de Waverley, las mujeres se ajetreaban en el interior.
Se ventiló y sacudió cada uno de los cortinados, se lustró cada centímetro de adorno de bronce. Se colgaron y azotaron las alfombras, algunas, se rasquetearon a mano. Se pintaron los revestimientos interiores de madera, se enceraron los suelos, se lustraron las ventanas, se lavaron y enceraron las espigas de adorno, al igual que las liras decorativas que sostenían las luces laterales. Cada pieza del amoblamiento fue aireada y golpeada, o frotada y lustrada. Se sacaron todas las porcelanas del gabinete empotrado, se lavaron y volvieron a guardarse sobre carpetas de lino limpias. Se blanquearon los armarios, se barrieron las chimeneas, y se pulieron los morrillos hasta que los pomos de bronce resplandecían.
El mismo Scott revisó las tuberías de gas y puso otra vez en funcionamiento los quemadores. Ivory llevó un contingente que incluía a Willy a los bosques a buscar leña de pino para encender, y la noche que encendieron las bocas de la gran lámpara por primera vez, hicieron una pequeña celebración. Marcus tocó el banjo y Willy la armónica. Las muchachas bailaron en el salón de baile, con los demás sentados en las escaleras como público, bromeando que pronto tendrían que dejar de lado el audaz cancán y dedicarse a la mazurca, más apta para entretener a los norteños que pagarían mucho dinero por fingir, durante una o dos semanas, que pertenecían a la élite de los plantadores del sur.
También había otro asunto que resolver. Mientras los equipos seguían trabajando, Scott redactó un anuncio para enviar a los periódicos del Norte, anunciando para marzo, el mes de las camelias, la apertura de la plantación Waverley al público. Hizo un viaje a Memphis para conseguir una lista de los cien industriales más ricos del país, y envió cartas personales de invitación a cada uno de ellos.
La idea dio resultado: en el término de dos semanas, recibió dinero para reservas de varios de ellos que aseguraban que sus esposas estarían sobremanera agradecidas de escapar a los rigores del clima del norte y acortar el invierno pasando sus últimas semanas en el clima moderado que Gandy describía en el anuncio.
Fue un día feliz aquél en que Scott compró un libro de reservas forrado en suntuoso cuero verde, y un libro mayor donde asentó el primer ingreso que hizo Waverley en más de dieciocho años.
Destinó a oficina la misma habitación de la planta baja que el padre empleo para idéntico propósito, y que estaba detrás del recibidor principal. Era un cuarto luminoso, alegre, con ventanas en aguilón que iban del techo al suelo, y que se abrían de abajo arriba para formar una corriente de aire fresco en la época de calor, cuando las ventanas de la rotonda estaban abiertas. Pero en ese momento estaban cerradas, cubiertas de colgaduras de jacquard verde mar, que daban al cuarto el color de la vegetación en las épocas en que el verdor escaseaba. Los muros eran de yeso blanco, como el techo, decorado con esculturas similares a las molduras que adornaban la parte superior de las paredes. No había bibliotecas cubriéndolas, sino un juego de muebles de caoba tallados: cómoda de patas altas con flancos sobresalientes, secretaire, escritorio de tapa plana, y una variedad de sillones de orejas tapizados de cuero gris pardusco. Sobre el suelo de pino barnizado había una alfombra oriental con un dibujo de color rosa claro sobre fondo verde hielo. El hogar, con su revestimiento decorativo de hierro, mantenía la habitación acogedora, aunque las ascuas casi no ardiesen.
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