A Scott Gandy le encantaba la oficina. Evocaba al padre sentado tras el escritorio de caoba atendiendo los asuntos de la plantación, tal como él hacía en el presente. Con la pluma en la mano y el libro mayor ante sí, tenía una sensación de continuidad pero, más aún, de optimismo indoblegable.

El día en que recibió los primeros depósitos por adelantado, los registró en los libros, se sacó el puro de la boca y fue a buscar a Willy, resuelto a cumplir la promesa que le hizo al niño antes de partir de Kansas: comprarle un caballo. Recorrió la casa a zancadas llamándolo, pero era una tarde tranquila y, si había alguien, no respondió. Subió los escalones de a dos y se precipitó en el cuarto de los niños, que compartía con Willy, pero no estaba haciendo la siesta, ni en ningún otro lado.

– ¡Willy! -llamó, y se detuvo junto a la cama de baldaquino hecho a ganchillo.

Entonces lo oyó: el suave gemido de una voz infantil y una sola palabra que era más un suspiro que un grito:

– Ayúdame.

– ¿Willy?

Scott giró con brusquedad pero a sus espaldas, a la entrada del cuarto, no había nadie. El suelo, encerado hacía poco tiempo, brillaba y reflejaba el ojo fijo del caballo de juguete, el único que lo miraba.

– Ayúuuudame.

Escuchó otra vez, tenue, suplicante a sus espaldas. Se dio la vuelta y miró fijamente la cama: la manta, que un instante atrás estaba lisa, estaba arrugada ahora. Se quedó mirando el contorno de un cuerpo pequeño.

– Willy, ¿estás ahí?

Pero no era la voz de Willy, no era la figura de Willy. Scott estaba seguro de que eran las de Justine. Esperó, sin quitar la vista de la leve depresión. Oyó otra vez el suave gemido, como si proviniese de ahí, pero no le causó temor ni sensación de fatalidad sino un fuerte deseo de aliviar cualquier pena que expresara.

La presencia desapareció tan súbitamente como había aparecido, dejando a Scott con la certeza de que estaba de nuevo solo en la habitación. Se sintió culpable e impotente, como si hubiese debido ayudar. Pero, ¿cómo?

Buscó en los otros cuartos de arriba, pero estaban todos vacíos, igual que los de la planta baja. Al final, encontró a Leatrice en la cocina, que estaba fuera de la casa, sentada en una mecedora pelando guisantes secos con Clarice y Bertrissa.

– ¿Dónde está Willy? -preguntó, distraído.

– Se fue con los hombres.

– ¿A dónde?

– A alguna parte de los bosques, a liar leña.

– ¿Cuánto hace que se fueron?

– Salieron al terminar el desayuno -respondió, sin interés.

– ¿Dónde están las mujeres?

– En las cabañas, limpiando.


Scott no le contó a nadie de su encuentro con el fantasma, pero al día siguiente, cuando llevó a Zach y a Willy al mercado de ganado, donde esperaba encontrar caballos de tiro y un pony para el chico, no lograba concentrarse en los asuntos que tenía que atender.

– Willy -preguntó, en tono despreocupado, mientras recorrían los cobertizos inspeccionando los caballos-, ¿fuiste al bosque ayer, inmediatamente después del desayuno?

– Sí.

– ¿Y regresaste a la casa antes de la cena?

– No.

– ¿Leatrice hizo tu cama antes de que te fueras?

– No.

Eso significaba que la huella en la cama no era del cuerpo de Willy. ¿De quién, entonces?

– ¡Oh, mira ese! Ése es el que quiero. ¿Puedo quedarme con ese, Scotty? ¿Puedo?

El entusiasmo de Willy y la aprobación de Zach hacia un potro ruano de un año acabaron con las especulaciones de Gandy y lo obligaron a devolver la atención a la tarea de elegir caballos para Waverley.

Confiaba por completo en el criterio de Zach y, al final de la jornada, compró el ruano para el niño.

– Se llamará Major -afirmó Willy.

También adquirió un equipo de caballos de tiro pintos y dos de montar: un potro llamado Prince, y una yegua, Sheba.

A partir de entonces, se hizo frecuente ver a Willy rondando por los establos, pegado como una garrapata a los pantalones de Zach, abrevando a los caballos, bombardeándolo a preguntas, llevándole a Major golosinas que sacaba de la casa, haciéndolo girar en círculos en el medio del corral con una cuerda larga, como le había enseñado Zach.

Scott casi había olvidado el incidente del cuarto de los niños hasta un día en que se dirigía al cuarto del baúl a revisar la ropa que pensaba exhumar. Al pasar ante la puerta del dormitorio, oyó a Willy hablando con alguien. Retrocedió y miró dentro. Willy estaba sentado en el suelo, los tobillos hacia afuera, construyendo una torre de bloques, conversando con… nadie.

– …y Gussie vive en Kansas, donde antes vivía yo. Ella tiene a mi gato. Se llama Moose. Gussie vendrá para Navidad, y Zach dice que cazaremos un pavo salvaje para la cena de Navidad.

– Willy, ¿con quién estás hablando?

Curioso, Scott espió dentro.

– Ah, hola, Scotty -lo saludó, echando una mirada sobre el hombro antes de colocar otro bloque en la torre.

– ¿Con quién estabas hablando?

– Con Justine -respondió, tranquilo, y luego canturreó un trozo de «¡Oh, Susanna!»

– ¿Justine?

– Ahá. Viene a jugar conmigo a veces, cuando llueve y tengo que quedarme adentro.

Scott echó un vistazo a los cristales de las ventanas: una cortina de agua los bañaba, oscureciendo todo lo que había más allá. Entró en la habitación, se acuclilló junto a Willy y apoyó los codos en las rodillas.

– ¿Mi hija, Justine?

– Ahá. Es agradable, Scotty.

Scott experimentó el primer instante de temor, no porque la casa pudiese estar embrujada pues, a fin de cuentas, era un hombre razonable que no creía en fantasmas, ¿no?, sino porque, al parecer, Willy creía que éste era mortal.

– Justine está muerta, Willy.

– Ya lo sé. Pero le gusta estar aquí. A veces, viene a visitarme.

Scott miró alrededor, desconcertado. La torre se derrumbó, y Willy comenzó a construirla de nuevo, canturreando feliz.

– ¿Te acuerdas del pequeño cementerio que está al otro lado del camino? -preguntó Scott.

– Claro. Estuve allí con Andrew y Abraham cuando cortaron la hierba y lo limpiaron.

Aunque esto era una novedad para Gandy, lo disimuló y prosiguió:

– Entonces, sabes que Justine está enterrada ahí.

– Lo sé -respondió Willy, alegre.

– Si está enterrada allá, no puede venir aquí a jugar contigo. No es más que tu imaginación, Willy.

– Sólo viene a este cuarto, porque era de ella.

Si bien Scott nunca se lo había dicho, el chico era lo bastante inteligente para comprender que un cuarto con un caballo mecedora era para niños.

– ¿Le dijiste a Leatrice que hablabas con Justine?

Willy lanzó una carcajada musical como el resonar de un pandero:

– Leatrice pondría los ojos en blanco y saldría corriendo como si hubiese una víbora suelta, ¿no?

Scott sonrió, también, pero luego se puso pensativo:

– Si no te molesta, hijo, no se lo cuentes a Leatrice. Ya tiene bastante con organizar esta casa.

– Está bien.

Willy no daba señales de estar preocupado por que le creyese la experiencia.

– Y otra cosa. -Scott se levantó y contempló la coronilla del niño-. ¿Quién te dijo que Gussie vendría para Navidad?

– Tú dijiste que podría verla alguna vez.

– Pero no vendrá para Navidad, hijo.

– Pero, ¿por qué no?

Cuando Willy alzó hacia él los ojos castaños, decepcionados, Gandy buscó una respuesta.

– No vendrá, eso es todo.

– Pero, ¿por qué no?

– Porque, hasta que estén listas las cabañas, la casa está repleta. Y estamos ocupados preparando todo para los invitados. Todavía hay mucho que hacer.

– Pero dijiste…

– Lo siento, Willy, la respuesta es no.

Willy volteó la torre con un manotón enfadado.

– ¡Me mentiste! ¡Dijiste que podía venir!

– ¡Basta, Willy!

Scott se dio la vuelta y salió del cuarto ceñudo, fastidiado por la insistencia del niño. ¡En verdad, por qué no! Porque Agatha representaba para Scott una complicación en la vida, que en ese momento no necesitaba. Porque si la veía otra vez, la despedida sería más dolorosa que la primera. Porque si Willy volvía a verla, habría más lágrimas y penas cuando se separasen.

Además, ya tenía suficiente con aceptar la idea de que la casa era visitada por un fantasma. El sentido común le indicaba que no podía ser Justine.


Sin embargo, tres noches después, a Scott lo despertó de un sueño inquieto la sensación de una voz en la oscuridad. Al principio, cuando intentó abrirlos, le pareció que tenía los ojos como pegados con cera. Alguien gemía con sollozos tristes, infantiles. Tenía que ayudarla… ayudarla… salir de ese estado ambiguo… de este mundo nebuloso, a la deriva…

El sollozo creció. Abrió los ojos: el cuarto estaba sumido en la oscuridad total.

– Ayúuudamee… -suplicó una voz lastimera.

Scott se despertó como si lo hubiese atravesado un rayo. Se incorporó y se inclinó sobre Willy. Pero el chico estaba de costado, las manos relajadas en el sueño, la respiración regular como el golpe de un metrónomo.

Otra vez, se escuchó un sollozo, más cerca.

Scott se apoyó en las manos y escudriñó en las sombras.

– ¿Quién está ahí?

El gemido se acercó, sintió el roce suave de un aliento en la mejilla y se quedó paralizado. El cuarto se llenó de un perfume floral, difícil de identificar.

Intentó penetrar la oscuridad con la mirada, pero nada se movió. No vio sombras ni figuras pálidas. Sólo el sonido penoso, suplicante, el lloriqueo de una niña que rogaba otra vez:

– Ayúuudamee.

– ¿Justine? -susurró, mirando a los lados.

Un movimiento en la manta, sobre su pecho, como si alguien pasara una mano buscando el borde, como si quisiera apartarla para meterse debajo.

– Justine, ¿eres tú?

El sonido cesó, pero el perfume permaneció.

– Es porque estamos en tu cama… ¿verdad?

Se hizo el silencio, sólo interrumpido por la respiración regular de Willy. Una vez más, Scott sintió que la presencia no tenía intenciones claras, sólo una inquietud que él ansiaba calmar.

– ¿Justine?

Era invierno, las ventanas y la puerta de la galería estaban cerradas, pero una brisa suave como un suspiro atravesó el cuarto, llevándose consigo el perfume y la presencia.

Scott se enderezó, estiró una mano y tocó: nada.

– ¿Justine?

A su lado, Willy se removió, resopló y se dio la vuelta. La presencia se había ido.

Scott se recostó, subió las mantas hasta las axilas, y miró hacia el techo en medio de la negrura absoluta. ¿Qué otra persona podía ser? Y si hubiese tenido intenciones de hacerles algún daño, ¿acaso no lo habría manifestado, de algún modo? Cerró los ojos, y la imaginó como una hermosa niña rubia. Justine, hija mía, cuánto te quisimos y te amamos. Lo recuerdas, ¿verdad?

Cerró los ojos, pero los abrió por un instante, inquieto perplejo, pero abandonado ya todo escepticismo.


A medida que se aproximaba la Navidad, Scott olvidó momentáneamente al fantasma, al tiempo que Willy insistía cada vez más para que Agatha estuviese en Waverley para esas fiestas.

– Pero la echo de menos -se quejaba, como si fuese lo único que hacía falta para cumplir sus deseos.

– Ya lo sé, Willy, pero no tengo tiempo de llevarte a Kansas en tren, y eres demasiado pequeño para ir solo.

– ¡Dijiste que podía! -se obstinó, proyectando el labio hacia afuera y golpeando con el pie-. Dijiste que podría ir a verla cuando quisiera.

Scott se impacientó.

– Estás malinterpretando mis palabras, muchacho. Nunca dije que podrías ir cuando quisieras. ¡Por el amor de Dios, si sólo hace un mes que la viste!

– No me importa. ¡Quiero ver a Gussie!

Adoptó su expresión más repugnante y unas lágrimas enormes bajaron de los párpados. Scott estaba convencido de que podía hacerlo a voluntad. Hasta el momento, el pequeño fastidioso nunca había sido tan exigente.

– Muchacho, no sé por qué crees que puedes andar dando patadas y haciendo pucheros para conseguir lo que deseas, pero conmigo no resultará, de modo que tienes que terminar, ¿me oyes?

Willy salió corriendo de la oficina, cerró la puerta de un golpe con tanta fuerza que hizo balancear la lámpara que colgaba de una cadena.

– ¿Qué demonios le sucede? -murmuró Gandy.


Cuatro días antes de Navidad, Willy recibió un regalo de Gussie: un ganso relleno hecho a mano de suave franela blanca, con el pico anaranjado de fieltro y los ojos bordados. Otra vez, Willy reanudó las exigencias, que terminaron con una discusión entre los dos y con el chico que se alejaba llorando.

Scott echó una mirada ceñuda a la puerta y se agachó a recoger la nota de Agatha, que había dejado caer al suelo. La leyó, molesto. Era sólo para Willy, con un breve agregado en el que decía: