Dales a todos saludos de mi parte, y deséales feliz Navidad. A Scott, también.
«A Scott, también», como si para ella fuese nada más que algo que recordaba al pasar. Esto le provocó una furia que no entendió, ni pudo sofocar.
La Navidad de 1880 tendría que haber sido una de las más felices de su vida, pues estaba de regreso en Waverley. La mansión estaba adornada con muérdago y acebo, y ardía el fuego en todos los hogares. La casa resplandecía de cera de abejas y bullía de vida. Zach había cazado un pavo salvaje y Leatrice estaba preparándolo con relleno de castañas y todas las guarniciones, como en los viejos tiempos.
Pero Scott pasó esas fiestas desasosegado y amargado, tirado en un sillón de cuero en el vestíbulo del frente, sorbiendo ponche de huevo y contemplando, abatido, la alcoba nupcial. Tenía junto a él a todos los que amaba, ¿verdad? Y sin embargo, su mente volvía a una vieja construcción de madera en una helada calle de barro de Kansas, donde el viento aullaba, la nieve revoloteaba, y una mujer sin un alma para acompañarla pasaba la fiesta sola en un apartamento pequeño, triste y oscuro.
En enero, Willy se puso cada día más travieso y exigente. Lloraba por Agatha casi todas las noches, y pasaba más tiempo conversando con «Justine». Como Scott supuso que un amigo ayudaría a que el niño estuviese mejor, lo llevó al pueblo a conocer al nieto de Mae Ellen Bayles, A. J. Pero los dos niños no se llevaban bien, y se impacientó más aún con Willy.
En febrero, por fin Scott y las mujeres se pusieron a revisar la colección de ropa del ático. Sacaron de allí una auténtica mina de oro en vestidos, que las muchachas podían usar para dar un aire genuino cuando bailaran en el salón, ante los huéspedes que pagaban. Pero ninguno de ellos cubría los pechos generosos de Jube y, cuando trató de arreglar uno, lo estropeó por completo.
Los comentarios sarcásticos de Scott duraron varios días Los establos estaban inmaculados, en las cuadras había caballos suficientes para hacer el recorrido hacia y desde la estación de trenes, y también para que los huéspedes cabalgasen por placer. Los equipos habían sido aceitados y, cuando era necesario, reemplazados. La fábrica estaba abarrotada de hielo, traído desde el pueblo a donde había llegado en un vagón de carga, conservado en serrín. El ahumadero lanzaba un lento flujo de humo de nogal. Dos docenas de gallinas rojas Rhode Island picoteaban en un corral cercado, y un par de vacas blanquinegras mantenían corta la hierba del prado, y proporcionaban leche y manteca. Hasta la vieja balsa chirriante había sido arreglada, con el propósito de llevar a los huéspedes al otro lado del río para hacer un picnic en la otra orilla. Y, como toque final, Scott había hallado un par de pavos reales para adornar el prado verde esmeralda. Todo era perfecto…
Todo, menos el mismo Scott. Estaba malhumorado, insoportable. Cualquier habitante de la casa que lo mirase torcido, recibía una mala contestación. Iba de aquí para allá taconeando sobre los suelos de madera dura, como para advertir a todos que se apartasen de su camino. Les gritaba a los hombres y miraba de mal modo a las mujeres, y le dijo a Leatrice que si no se quitaba ese «saquillo maloliente», le retorcería el pescuezo. Culpaba de su malhumor a Willy. ¡Estaba convirtiéndose en un chiquillo malcriado! Tal vez, por andar tanto tiempo cerca de Leatrice e imitar sus modales. El modo de hablar del niño se había vuelto deplorable y, de vez en cuando, se le escapaba una profanidad aprendida de las chicas, que no siempre cuidaban su lenguaje como debían cuando lo tenían cerca. Todos lo malcriaban de una manera abominable, y cuando Scott se cruzaba con él, se ponía áspero, sarcástico, o las dos cosas. En enero había cumplido seis años y tendría que ir a la escuela, pero a menos que alguien lo llevase todos los días al pueblo, no había modo de que recibiera las lecciones, y nadie estaba dispuesto a enseñarle siquiera a ocuparse de sus cosas. Cuando Srott se lo ordenó, Willy salió corriendo, diciendo que Leatrice le haría la cama y recogería la ropa.
Entonces, un día, las chicas arruinaron otro vestido. Cuando Scott se enteró, irrumpió en el vestíbulo de abajo que también se usaba como salón de costura, y las regañó:
– ¡Maldición! ¿Cuántos vestidos creéis que puedo sacar de ese ático? ¡Si Agatha estuviese aquí, no habría hecho semejante destrozo con éste!
Fue Jube la encargada de espetarle lo que todas pensaban.
– ¡Bueno, pues, si Agatha puede hacerlo mejor, trae a Agatha! Es lo que tienes metido bajo la piel desde que salimos de Kansas, ¿no es cierto?
El semblante de Gandy cambió repentinamente. Dio la impresión de que se le aguzaban los pómulos, se le afinaba la boca, y los ojos se volvían mortíferos, como estoques. Apuntó con un dedo a la nariz de Jube.
– ¡Será mejor que tengas cuidado con lo que dices, Jube! -refunfuñó.
– Bueno, ¿no es verdad?
Con los brazos en jarras, le acercó la cara.
Gandy apretó la mandíbula, y se le contrajo un músculo de la mejilla izquierda.
– Sabes que puedo echarte de aquí -le advirtió, en voz destemplada.
– ¡Ah, claro, y eso resolvería tu problema!
Gandy se volvió bruscamente hacia la puerta.
– ¡No sé de qué diablos estás hablando!
– ¡Estoy hablando de la señorita Agatha Downing! -Tomándolo del codo, lo hizo volverse otra vez-. Desde que la dejaste, estás hecho una fiera, y cada vez es peor.
Gandy echó la cabeza atrás y soltó una risotada amarga.
– ¡Agatha Downing! ¡Ja! -Miró, furioso, a Jube, y espetó-: ¡Estás loca! Agatha Downing, ¿esa… esa pequeña sombrerera remilgada?
– Pero, por supuesto, eres demasiado cabeza dura para admitirlo.
Se soltó de un tirón.
– ¿Desde cuando soy cabeza dura, Jubilee Bright?
– ¡Desde que yo soy costurera, LeMaster Scott Gandy! -Pateó el vestido que estaba tirado en el suelo, y se volvió hacia él con mirada combativa-. ¿Sabes?, estuvimos despellejándonos vivos trabajando, refregando suelos, encerando… ¿quieres saber cuántos husos hay en esa condenada baranda? -Hizo un ademán hacia el pasillo-. ¡Setecientos dieciocho! ¡Lo sabemos, porque nosotros fuimos quienes los aceitamos! Tus antiguos esclavos vinieron a ayudar, magnífico, pues la ayuda nos vino bien, e hicimos lo que se nos ordenó, y las cabañas están habitables otra vez. Y pelamos cebollas cuando Leatrice nos lo indica, y lavamos la ropa de cama cuando lo ordena, y lustramos los bronces. Y ahora, a Ivory se le ocurrió la absurda idea de que todos nosotros plantemos algodón en uno de los campos para esta primavera, sólo para darle un toque de preguerra a la propiedad. Bueno, hice todo eso, y quizá termine plantando algodón también. ¡Pero no sé un comino de costura, LeMaster Gandy! -Lo pinchó en el pecho-. ¡Y sería conveniente que lo recuerdes! -Giró, le dio otra violenta patada al vestido y cayó en un sofá que estaba cerca. Apoyándose en los codos, enganchó un pie detrás de la rodilla y proyectó los pechos hacia adelante-. Soy una ex prostituta, Gandy. A veces, creo que lo olvidas. Estoy acostumbrada a trabajar en posición reclinada, con ropas que no llevan tanto trabajo como éstas. -Con la voz convertida en un murmullo sedoso, continuó-: Yo lo usaré, mi amor, pero será mejor que consigas a otra persona para que me lo arregle. Y si esa persona es Agatha Downing, mejor. Tal vez logre endulzarte un poco el carácter.
Ruby estaba sentada en una silla, con las piernas cruzadas, un pie balanceándose, una ceja más levantada que la otra. Pearl también estaba sentada, indolente, sin prestarle atención al vestido que estaba cosiendo cuando entró Scott.
Nunca había visto a tres ex prostitutas más tercas. Eran más difíciles de tratar que una sequía de diez años. Echando una mirada al vestido que Pearl había dejado, comprendió que podría con ellas mientras se mantuviesen juntas. Ahogando una maldición, salió del cuarto.
Era un día de fines de febrero, y la primavera había enviado sus heraldos. Zach parecía un herrador de caballos tan bueno como el padre, y les enseñaba, no sólo a Willy sino también a Marcus, todo lo que sabía sobre los caballos, Marcus había descubierto que le encantaba trabajar con los animales. Igual que él, no podían hablar pero, de todos modos, se hacían entender. Ese día, la pequeña Sheba de dos años estaba ansiosa por salir y pateaba con las patas de atrás. El par de juiciosos animales de tiro parpadeaban, perezosos, en el sol que entraba por la ventana cuando les llevaba agua. Y Prince, el inquieto potro de Scott, bueno… tenía otra clase de ideas. Su vigor estaba en ascenso, las fosas nasales dilatadas. Las orejas erguidas y la cola castaña arqueada, al oír el relincho de Cinnamon, la yegua que Scott acababa de comprar, que cabriolaba por la pista al aire libre, y sacudía la cabeza, invitándolo.
Zach había dicho a las cuatro en punto, en cuanto Scott regresara del pueblo, a donde había llevado al niño de visita, mientras él controlaba el precio de la semilla de algodón.
Ya no falta mucho, Prince, pensó Marcus, deseando poder decirle al potro impaciente, que ya tenía el falo medio distendido y le colgaba, grueso como el brazo de un hombre.
– Marcus.
Se sobresaltó, y giró hacia la puerta. Ahí estaba Jube, en la luz, con un vestido azul tan sencillo como el de cualquier doncella. El cabello platinado estaba recogido en un nudo flojo y un chal tejido le rodeaba los hombros.
Hizo un ademán de saludo y corrió hacia ella, con la esperanza de detenerla en ese extremo del cobertizo, lejos de Prince con su resplandeciente miembro expuesto.
– Estaba buscándote.
Tenía la expresión seria cuando Marcus se paró delante cortándole el paso.
Estaba hermosa, con mechones sueltos en las sienes y esa boca suave. El corazón se le aceleró, y la adoró en silencio.
– ¿Podemos hablar? -preguntó la muchacha.
Le encantaba que dijera cosas como esa, como si él no fuese diferente de otros hombres. Asintió, y Jube, tomándolo del brazo, comenzó a pasearse con él junto a los pesebres, con la vista baja.
– Ayer tuve una pelea con Scott. -Marcus se detuvo, frunció el entrecejo, interrogante, y agitó la mano, para llamarle la atención. Prosiguió con calma-. Nunca habíamos peleado, pero ésta estuvo cocinándose durante mucho tiempo. Estalló a causa de un vestido que estropeé tratando de arreglarlo. Sin embargo, no fue por eso en realidad. Fue con respecto a Agatha. -Ante la expresión asombrada del joven, rió con suavidad y luego prosiguió el paseo, tomándolo del brazo-. Sí, esa Agatha. Yo creo que está enamorado de ella, pero no puede admitirlo, y por eso está volviéndonos locos a todos. ¿Notaste lo gruñón que está últimamente? ¿Y cómo nos trata? Bueno, por mi parte, ya me harté. Le dije, en términos bastante poco dignos de una dama, que no estaba acostumbrada a trabajar tan duro como nos pide que lo hagamos. Le dije que tendría que traerla aquí y que, así, tal vez, se volviese más tratable.
Marcus oprimió el brazo de Jube. Señaló hacia Kansas y después, adonde estaban ellos.
– Sí, aquí. -Levantó el rostro y le apoyó las manos en los codos-. Marcus, nunca me lo preguntaste, pero yo voy a decírtelo. Se trata de Scott y de mí. Fue desde antes de que nos fuéramos de Kansas. Para ti, ¿es importante?
Marcus tragó saliva, sintió que enrojecía y el corazón comenzó a golpear con fuerza.
– Yo creo que eres demasiado honrado como para tomar ninguna iniciativa conmigo mientras pienses que Scott tiene algún derecho. -Una vez pronunciadas las palabras, le dio pudor. Las mejillas le ardieron y, moviendo los hombros, se dirigió sin advertirlo hacia el pesebre de Prince-. Oh, Marcus, sé que no me corresponde decirlo, pero si espero hasta que…
El muchacho se abalanzó y la tomó del codo antes de que pudiese mirar dentro del pesebre. Jube giró la cabeza y los ojos se encontraron. La apretó con más fuerza y sacudió la cabeza: era una orden.
– ¿No? -pronunció Jube-. ¿No lo digo? Pero, ¿por qué? Uno de los dos tiene que decirlo.
Los ojos de Marcus volaron de ella al pesebre, y otra vez hacia Jube. Negó con la cabeza con más firmeza, sin saber cómo hacerle entender que no eran las palabras de Jube lo que objetaba.
– ¿Qué? -Miró atrás sobre el hombro y obtuvo una clara imagen del pesebre y del potro que aguardaba en él-. ¡Oh! -exclamó, dilatando los ojos.
Prince retrocedió y pateó, y el miembro se sacudió, lujurioso. Jube y Marcus quedaron paralizados, en una situación tan incómoda que tuvieron la sensación de que el aire se agitaba alrededor de ellos, levantando las motas de polvo que giraban en los rayos oblicuos de luz dentro del establo.
Entonces, Zach habló desde la puerta y se separaron de un salto.
– Será mejor que os alejéis del pesebre. Los caballos en ese estado son peligrosos cuando huelen a la hembra en celo.
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