De pronto, Scott siguió a Zach doblando la esquina y entró en el establo a paso vivo, sin duda con la mente en los asuntos que tenía por delante.
– Mejor déjalo salir, Zach. No tiene sentido dejar que el potro tire abajo el pesebre. Marcus, Jube -agregó, como al pasar-, si queréis mirar, es preferible que lo hagáis desde fuera, del otro lado de la cerca de la pista. Cuando salga, tendrá prisa.
Marcus y Jube salieron y se detuvieron junto a una cerca blanqueada, alejados de los demás, que también habían salido de la casa para mirar. El potro excitado, Prince, salió trotando por la rampa de piedra hacia el corral con la cola arqueada como un sauce mecido por el viento, la poderosa cabeza alta, las fosas nasales dilatadas. Se detuvo a buena distancia de Cinnamon, las patas delanteras clavadas, los ojos turbulentos. La yegua y el potro se enfrentaron, inmóviles, durante lo que parecieron minutos. Él dio un resoplido. Ella se volvió. Corno si estuviese furioso por su indiferencia, Prince levantó la cabeza y lanzó un relincho largo y fuerte y sacudió la cabeza hasta que la melena se revolvió.
El relincho hizo que Willy, sentado sobre la cerca, con Scott detrás rodeándolo con el brazo, preguntase:
– ¿Por qué hace eso, Scotty?
– Está llamándola. Ahora se aparearán, obsérvalos. Así es como se forman los potrillos en el útero de la yegua.
Por el momento, todo hacía pensar que nada se formaría en ninguna parte. Cinnamon se mantenía ajena. En el extremo más lejano del corral, hacía cabriolas para un lado y otro, hasta donde la cerca se lo permitía. Cada vez que se volvía, se lanzaba adelante y se dejaba caer de tal modo que la melena revoloteaba. Altiva, pero inquieta al mismo tiempo, mantenía lejos a Prince corriendo en una y otra dirección, junto a la cerca.
Prince resopló, pateó la tierra blanda, agitó la cabeza majestuosa y, con ella, el falo también majestuoso.
Cinnamon le volvió grupas, la cola enarcada exhibiendo los genitales inflamados, que ya brillaban. El aroma llegó al potro, fuerte y cálido, y le latieron las fosas nasales y se le estremeció la piel.
Dio seis pasos, hasta que ella hizo un gesto de advertencia hacia él. Cuando el potro se detuvo, el órgano distendido se hundió, como si estuviese montado sobre resortes. La yegua se movió hacia la izquierda. Él también. Se movió hacia la derecha. La bloqueó otra vez y se aproximó, imperioso, como el señor a su dama.
Cinnamon no quiso saber nada y, con un brusco resoplido y una arremetida, lo rodeó, le mordió el flanco y se alejó corriendo.
Al oírlo quejarse, se volvió y los dos se miraron desde puntos opuestos del corral, erguidos y armoniosos, la piel oscura brillando al sol poniente, las colas quietas. Un par de moscardones azules revolotearon juntos sobre la pista, como si quisieran enseñarles lo que debían hacer.
Nuevamente, Prince avanzó, ahora con cautela, de a un paso por vez. En esta ocasión, la yegua relinchó levantando la nariz en el aire, esperando, esperando, hasta que él se le acercó, olfateándole los cuartos traseros. Bajó la cabeza y ella se quedó quieta para que su aroma llegara a la nariz de él. Luego, se dio la vuelta y lo mordió de nuevo, para después apartarse.
Los espectadores sintieron que la tensión llegaba a su punto culminante. Todas las palmas apoyadas sobre la cerca estaban húmedas, todas las espaldas, rígidas. Igual que en la naturaleza humana, había un punto a partir del cual la hembra ya no podía provocar más, sin hacer que la excitación del macho llegara a un nivel insoportable. Cuando rodeó de nuevo a Cinnamon, la erección de Prince había alcanzado proporciones sorprendentes y se dispuso a atacar.
Basta de toda esta excitación de alto vuelo, señora, parecían decir sus movimientos. Llegó la hora.
Avanzó indomable, dominante, y la encerró en una esquina. Después de todo el juego de evasivas que desplegó, la rendición de Cinnamon fue asombrosamente dócil. Se quedó inmóvil como la tierra misma, y lo único que movía eran los ojos, siguiendo a Prince en la iniciativa final. Las narices aterciopeladas casi se tocaron. Los vellos ásperos se agitaron cuando se bramaron uno a otro. Después, Prince trotó alrededor hasta quedar detrás de la yegua, retrocedió una vez, mientras ella lo esperaba, dócil. El miembro halló el resbaladizo objetivo y las potentes patas delanteras la flanquearon, mientras se hundía hasta la ingle.
En el momento del impacto, la yegua lanzó un alto relincho retumbante que pareció sacudir los árboles del huerto y estremecer la piel de todos los humanos que lo oyeron.
El acoplamiento tuvo algo de majestuoso y primario. Marcus y Jube lo sintieron, y quedaron deliciosamente excitados. Estaban con los antebrazos apoyados en la cerca, los codos tocándose, y contemplaban al potro que montaba y a la yegua que relinchaba ante ellos. Nunca se habían sentido tan conscientes uno del otro.
En la vida de Jube, hubo innumerables ocasiones en que se requería excitación, pero nunca la vivió de manera tan intensa como la que la invadía en ese momento. En la de Marcus, hubo pocas ocasiones, pero se sintió del mismo modo. Cuando Prince percibió el aroma de Cinnamon, él sintió el de Jube. Desde el punto en que se tocaban los codos, parecía surgir una corriente que los recorría hasta las extremidades. La deseaba con una fuerza tan primaria como la de Prince. Pero, si la abordaba en ese momento, ¿no pensaría que era sólo la excitación provocada por el espectáculo de los animales? Si pudiera decirle: No es por ellos, Jube, es porque te amé desde antes de que tú lo supieras. Si pudiese decirle: Te quiero para solaz del corazón tanto como del cuerpo, y porque creo que eres la única capaz de brindármelo. Si pudiese decir: Jube, Jube, te amo más de lo que ningún hombre te ha amado jamás, y puedo imaginarlos a todos, a todos los que te dieron placer antes y, sin duda, mejor que yo.
Pero no podía decir nada de eso pues tenía el corazón encerrado en un cuerpo sin voz, y sólo podía estar junto a la mujer que amaba, y palpitar.
La semilla de Prince estaba sembrada. Salió de Cinnamon brillante, mojado, dejando vestigios del acople en la grupa resplandeciente de la yegua.
Pearl se apartó de la cerca y fue caminando con Leatrice, hacia la casa. Jack se dirigió hacia la pila de leña. Gandy levantó a Willy y se lo llevó, respondiendo preguntas. Uno por uno, se fueron todos, hasta que sólo quedaron Jube y Marcus.
Entre ellos se hizo un silencio tenso.
– Te ayudaré con lo que estabas haciendo en el cobertizo -se ofreció Jubilee.
Se volvió, y fue caminando hacia el establo, preguntándose si al fin Marcus tomaría la iniciativa, y el joven la siguió. Había manifestado con tanta claridad como el cielo azul que tenían sobre sus cabezas que lo quería en todos los sentidos de la palabra, pero era tímido y, sin duda, lo hacía vacilar el pasado de Jubilee. Mientras caminaba junto a él, lo lamentó.
Existían maneras audaces de acariciar a un hombre, de provocarlo. Y ella las conocía todas. Pero precisamente por eso no quería emplearlas con Marcus. Si se unían, quería que fuese por amor, no sólo por lujuria. Y que fuese él el que diese el primer paso.
El cobertizo estaba en silencio. Lo único que se movía eran las motas de polvo en el pasadizo entre los pesebres. Olía a cuero, a heno y a la plácida fecundidad que parecía haber penetrado la madera, aún años después de que se hubiesen ido los caballos.
Jube se detuvo en el pasillo, y Marcus detrás de ella. Contempló el mentón caído, las finas hebras del cabello angelical atrapadas por el cuello del vestido azul, la deformación del chal tejido que Jube estiraba con los puños apretados. En las vigas del techo, un par de golondrinas de alas azules y pechos color albaricoque revoloteaban construyendo un nido de barro.
– Marcus. -La voz de Jubilee sonó suave, dolorida-. ¿Es porque fui prostituta?
¿Eso era lo que pensaba? Oh, se había afligido creyendo que eso le importaba…
La hizo girar tomándola de los hombros y sacudió las manos delante de los ojos de Jube, negando apasionadamente con la cabeza. No, Jube, no. Es porque… porque… El anhelo físico no era nada comparado con el que sentía por poder decir lo que sentía: Porque te amo.
Cuando se lo dijo, lo hizo con movimientos duros, musculares, forzados por la ira concentrada que le provocaba la incapacidad que le tocó en suerte. Se tocó el pecho, se golpeó el corazón con el puño, y tocó el de ella con la yema del dedo: Te amo. Hizo gestos alocados, como si quisiera borrar todo lo que habían visto en el corral… no aquello, esto. Volvió a gesticular: Yo… te… amo.
Se arrojó en sus brazos tan abruptamente, que lo hizo retroceder un paso. Poniéndose de puntillas, lo besó apoyando todo el cuerpo contra el de Marcus, aunque los brazos del joven la atrajeron hacia él, como deseaba hacía mucho tiempo. Y la lengua que no podía hablar dijo poemas al recorrer el interior de la boca de ella. Y las manos, convertidas en las transmisoras de sus mensajes, transmitieron el más importante de todos aferrándola contra su corazón palpitante, acariciándole la espalda, la cintura, la cabeza. Jube se apartó, y le rodeó las mejillas con las manos, mirándolo con ojos intensos y oscuros.
– Marcus, Marcus, yo también te amo. ¿Por qué esperaste tanto para decirlo? Te amo desde aquel día del picnic quizá desde antes.
Marcus deseó poder reír, conocer el alivio embriagador de ese sonido contra el pelo sedoso de ella. Como no podía, la besó. Una y otra y otra vez… un rimero de besos impacientes que le decían todo lo que sentía. Y mientras se besaban, le apoyó una mano en el pecho adorándola, acariciándola. Las de ella le acariciaron el cabello, la espalda, la cintura. Marcus se topó con los botones del cuello, los desabrochó y metió una mano deslizándola sobre la piel tersa. Las de Jube bajaron por la espalda, hasta que los cuerpos de los dos comenzaron a moverse uno contra otro.
¡Me ama!, se maravilló la muchacha. En verdad, Marcus me ama.
¡Ella me ama!, se regocijó él. Jube, en verdad me ama.
Pero no quería poseerla en el establo, como si ellos también fuesen animales en celo. Jubilee merecía algo mejor, y lo mismo Marcus, después de haber esperado tanto tiempo.
Aferrándola de los hombros, la apartó de él. Igual que Prince, tenía las fosas nasales dilatadas, los ojos turbulentos. Como Cinnamon, Jube se mostraba dócil, expectante, los labios entreabiertos, el aliento escapándose de entre ellos en rachas breves y duras.
Marcus señaló un pesebre vacío y cortó el aire con la mano: aquí no, así no. La hizo girar, le abotonó el vestido, acomodó dos hebillas sueltas en el cabello, y la arrastró hacia la puerta, antes de que pudiese adivinarle las intenciones. A grandes pasos, sosteniéndola con firmeza de la mano, la hizo cruzar la hierba pisoteada que cubría el camino entre el cobertizo y el patio, pasar junto a los gastados rieles que unían los edificios exteriores, a los jardines ornamentales y los inflados pavos reales, que levantaron la cabeza como si los observaran al pasar. Subieron los escalones de atrás, cruzaron la galería y entraron en el amplio vestíbulo, donde los pasos de los dos hicieran eco cuando subían las escaleras.
Scotty salió de la oficina leyendo una carta:
– Oh, Marcus, ¿te molestaría…?
La pregunta se desvaneció antes de terminar. Su mirada atónita siguió a la pareja cuyos pasos resonaban al subir la magnífica escalera, Marcus tironeando a Jube tras él. Jube miró a Scott sobre el hombro y se ruborizó hasta la raíz del cabello. A continuación, desaparecieron tras un giro de la escalera, y Gandy se retiró al interior de la oficina, cerró la puerta y sonrió para sí.
Arriba, Marcus llevó a Jube directamente a su propio dormitorio, que compartía con Jack. La hizo entrar y, sin dificultad, aferró un enorme armario que parecía requerir una fuerza enorme para moverlo. Lo arrastró hasta delante de la puerta como si fuera de juguete. Pero el chirrido resonó en toda la casa.
Se volvió, jadeando, y se topó con una sonrisa burlona en el semblante de la muchacha.
– Raspaste la cera del suelo -dijo en voz suave-. Leatrice nos hará pasarla otra vez.
La respuesta del hombre consistió en soltar dos botones de la camisa, sacar los faldones de los pantalones y después, cruzar la habitación para levantarla. La llevó hasta la cama victoriana y cayó con ella sobre los suaves cobertores. Con el primer beso, su mano encontró el pecho, y antes de que terminase, estaba apretándola contra el colchón. Con el cuerpo de Marcus tendido junto a ella, Jube supo que en el trayecto entre el cobertizo y esa habitación, nada se había perdido.
La única clase de amor que Marcus conoció, fue comprado. Pero éste… por algún milagro lo había ganado. Con cada caricia, le demostró cuánto la valoraba. Su Jube, su hermosa e inaccesible Jube, a la que, a fin de cuentas, había accedido. Ella murmuraba en su oído, volcando en él las palabras de los dos que sólo uno podía pronunciar. Él habló con sus manos voraces, su boca que la idolatraba, sus ojos elocuentes. Cuando quedaron desnudos, la adoró cabalmente. Los demás hombres disponían de las palabras, que podían emplear para seducir y provocar. Como él no las tenía, usaba sólo su cuerpo.
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