Pero lo usó con tal habilidad, que Jube oyó su voz en cada lánguida caricia.
Jube, mi bella Jube. ¡Cuánto amo tu cabello, tu piel, tus ojos, tus pestañas oscuras, tu nariz adorable, labios hermosos, cuello suave, tus pechos, el lunar que hay en medio de ellos, la sombra, tu estómago tan blanco, y esto… esto, también, Jube… ahhh, Jube!
En el pasado, a menudo fingió pasión, pero con Marcus no fue necesario. Lo que sentía por él convirtió el acto, por primera vez, en un acto de amor.
Y cuando se cernió sobre ella y unió los cuerpos con un sólo impulso fluido, fue tan inevitable como el acoplamiento de las golondrinas en las vigas, las moscas en el aire, los caballos en el corral.
Cuando acabó, después de que llegaron a la cresta de la ola y pasaron más allá, descansaron con las frentes sudorosas pegadas. Jack trató de abrir la puerta y se alejó, rezongando, y el olor de pescado frito subía desde el comedor, y la voz retumbante de Leatrice les advirtió que se les hacía tarde para la cena, rieron mirándose en los ojos, y se abrazaron. Entonces, Marcus supo que no eran como Prince y Cinnamon. No podían separarse y seguir cada uno su camino como si eso significara poco más que la saciedad de un impulso animal.
Excitado, Marcus saltó de la cama tan bruscamente que Jube gritó y se abrazó. Tenía que preguntárselo en ese momento, antes de que bajaran a cenar. Frenético, buscó lápiz y papel en el armario, en los bolsillos de la chaqueta que se había sacado, en los cajones, sobre la mesa de refectorio que había entre las ventanas. Por fin, impaciente, apartó la pantalla de la chimenea, encontró un pedazo de carbón, empujó a Jube al otro lado de de la cama, quitó las mantas y escribió sobre la arrugada sábana de abajo:
«¿Quieres…
– Marcus, ¿qué estás haciendo? ¡Leatrice te arrancará la cabeza!
…casarte conmigo?»
Miró la pregunta, tan impresionada que los ojos parecían salírsele de la cara.
– ¿Si me casaría contigo? -leyó, atónita.
Marcus asintió, los ojos azules brillantes, el cabello rubio revuelto.
– ¿Cuándo?
Escribió sobre la sábana, y subrayó con énfasis:
«¡Ahora!»
– Pero, ¿y el sacerdote, el vestido, la fiesta de bodas, y… el…?
Marcus se arrodilló en medio de la cama sobre la palabra «casarte», la aferró de los brazos y tironeó de ella hasta que quedó también de rodillas, frente a él. La expresión de sus ojos hizo martillear el corazón de la muchacha, hasta que aplastó su boca contra la de ella con la misma autoridad que empleó para llevarla escaleras arriba, tres cuartos de hora antes.
Se apartó, aferrándola con los ojos con tanta fuerza como las manos que le apretaban los codos.
– ¡Sí! -pronunció ella, gozosa, rodeándole el cuello con los brazos-. Sí, oh, sí, Marcus, me casaré contigo. Pero dentro de dos semanas. Por favor, Marcus. Nunca he sido novia de nadie, y creo que me encantará.
La besó otra vez, con dureza al principio, después con suavidad, preguntándose si una alegría tan inmensa no sería fatal.
Llegaron tan tarde a la cena que se había acabado el pescado frito. Leatrice iba alrededor de la mesa recogiendo platos, ceñuda. Se detuvo al verlos apresurándose y parándose, sin aliento en la puerta del comedor, las caras resplandecientes de alegría.
Scott levantó la vista de la taza de café y se encontró con los ojos de Jube. Todos los demás se ruborizaron y prestaron súbita atención a las migas que había sobre el mantel.
Antes, Marcus llevaba la delantera, y ahora era Jube. Agarrándole la mano, miró de frente a Gandy y anunció:
– Marcus y yo vamos a casarnos.
Seis cabezas se levantaron sorprendidas. Gandy apoyó la taza.
– Dentro de dos semanas -se apresuró a agregar Jube.
Todos los ojos se volvieron hacia Gandy, esperando su reacción.
Lentamente, una sonrisa le estiró las mejillas. Cuando llegó a los ojos y se le formaron los hoyuelos, la tensión que reinaba en el comedor se disipó.
– Bueno, ya era hora -dijo, marcando las palabras.
Jube se le arrojó en los brazos.
– Oh, Scott, soy tan feliz…
– Y yo lo estoy por ti.
Estrechó la mano de Marcus y le palmeó la espalda, al tiempo que Jube iba recibiendo abrazos de todos. Cuando terminaron las felicitaciones, Scott pasó un brazo por la cintura de Jube:
– Insisto en que se pronuncien los votos en la alcoba nupcial -le dijo.
Jube miró a Gandy a los ojos y le provocó una de las mayores tormentas emocionales de su vida, al afirmar:
– Y yo insisto en invitar a Agatha a la boda.
Capítulo 19
Oh, ese invierno, ese invierno interminable en que la soledad aniquilaba a Agatha todos los días… Antes había estado sola, pero nunca de manera tan despiadada. Antes de la llegada de Scott, Willy, y toda la familia adoptiva de Gandy, su soledad fue apacible. Había aprendido a aceptar el hecho de que su vida no sería más que una sucesión infinita de días invariables, y que sus cénits y nadires oscilarían en tan mínima medida que casi no se distinguirían entre sí. A aceptar la blandura, el orden, la conformidad. Y la carencia de amor.
Entonces, llegaron ellos trayendo consigo música, confusión, disconformidad y risas. En lo que se refería al tiempo cronológico, esas presencias duraron lo que un relámpago, unos pocos meses en un mar de años y años de soledad. Pero en lo que concernía a la vida, experimentó en esos pocos días más vitalidad emocional concentrada que en el resto de su existencia, de eso estaba segura. Al haberlos perdido, estaba condenada a un eterno dolor.
Cuando se marcharon, ah, cuánta monotonía. La rutina tenía dientes y talones, la desgarraba. Nunca volvería a reconciliarse con ella.
Lo peor era el crepúsculo, esa hora del día entre la ocupación y la preocupación, la hora de las sombras largas y las lámparas encendidas, cuando los tenderos bajaban las persianas, las mujeres tendían la mesa, y la progenie se reunía en cocinas donde ardía fuego, los padres daban gracias por el alimento, los niños derramaban leche y las madres regañaban.
Veía a todos acabar el día en medio de esas bendiciones y lamentaba saber que nunca las tendría. Saludaba a Violet, subía, encendía la lámpara y, a veces, cuando hacía buen tiempo, veía que la pantalla necesitaba una limpieza. Se sentaba a leer The Temperance Banner y, si tenía suerte, algún artículo le interesaba. Miraba el reloj después de cada artículo y, a vece,s con fortuna, lo miraba sólo cinco veces antes de que se hiciera la hora de ir a cenar al restaurante de Paulie. Se tanteaba el peinado perfecto y, de vez en cuando, si era afortunada, tenía suficientes mechones sueltos como para justificar tener que rehacerlo. Iba cojeando al restaurante de Paulie a comer su cena sola, y a veces, con buena suerte, un niño se sentaba en una mesa vecina y la miraba sobre el respaldo de la silla. Bebía la taza del café que señalaba el fin de la cena, sin nadie con quién conversar pero, a veces, si tenía suerte, un hombre en una mesa cercana encendía un cigarro después de cenar. Y por unos momentos fugaces, Agatha miraba a lo lejos y fingía.
Luego, regresaba a casa con sobras para Moose y lo observaba comer, después lavarse, enroscarse formando una bola y dormirse contento. A la hora de dormir, se ponía el camisón que había usado la noche que durmió en la cama de Scott, se cepillaba el cabello, manipulaba las pesas del reloj y, cuando ya no podía posponerlo más, se acostaba: era una vieja doncella que envejecía, y dormía con un gato manchado, mientras el péndulo se balanceaba en la oscuridad.
La mayoría de las noches permanecía despierta, escuchando el tintineo del piano y el rasgueo del banjo, pero el jolgorio de abajo había concluido para siempre. Cerraba los ojos y veía largas piernas elevándose hacia el techo, y volantes rojos alrededor de medias de red negras, y un hombre con un cigarro entre los dientes, un Stetson de copa baja, y un niño pequeño espiando desde abajo de una puerta vaivén.
Una noche en que sus inquietos recuerdos se negaban a disiparse, se levantó de la cama y bajó, empuñando la llave que Scott le había dejado. Entró por la puerta trasera de la taberna y se quedó quieta, sosteniendo la lámpara en alto, observando como la luz alumbraba el pasillo hasta el cuarto donde había dormido Willy. El catre ya no estaba. Quedaban los armazones en que se apoyaban los barriles, y el olor rancio de la cerveza vieja. Pero el niño no estaba, y tampoco los vestigios de su presencia. Recordó la última noche, cuando ella y Scott lo llevaron a acostarse, y él la besó. Pero el recuerdo se le clavó en el corazón, y prefirió salir de la despensa.
En el salón principal, las sillas estaban dadas vuelta sobre las mesas y la barra. Pero el piano no estaba, ni Dierdre y su Jardín de las Delicias. La luz de la linterna proyectaba sombras caprichosas que trepaban por las paredes y caían entre las mesas mientras Agatha se movía entre ellas. Ahí perduraba el olor del whisky y, tal vez, el inefable resabio de humo de cigarro.
Algo crujió, y Agatha se detuvo alzando la linterna para escudriñar los rincones. Como a través de un largo túnel, llegó el tintineo lejano de la música, una canción alegre que flotó en la noche con la tenue resonancia de un clavicordio. Agatha ladeó la cabeza y escuchó. Ahora los reconocía: eran un piano y un banjo que tocaban juntos, y de fondo, el eco débil de risas y pies golpeando sobre el suelo de madera.
Chicas de Buffalo, por qué no salen esta noche,
Salen esta noche, salen esta noche…
Sonrió y giró hacia el lugar donde había estado el piano. Donde Jube, Pearl y Ruby revoleaban los pliegues de tafetán y levantaban los tacones con notable sincronización.
El sonido enmudeció. Las imágenes se desvanecieron. No era más que la imaginación de Agatha, las tontas divagaciones de una mujer melancólica, nostálgica, sola en una taberna abandonada, temblando con su camisón sobre el que, una vez, un hombre había apretado su cuerpo y un niño apoyado su cabeza.
Ve a la cama, Agatha. Aquí no hay nada para ti, sólo angustia y el comienzo de una desdicha mayor.
Después, nunca más volvió a la taberna, excepto una de día, para mostrársela a una persona interesada en alquilarla como almacén para productos secos. Pero cuando la esposa del hombre levantó la nariz y olfateó, afirmó que nunca podrían quitar de ahí el olor a whisky, y se fueron sin mirar siquiera la despensa.
Agatha se preguntó si vendrían otros inquilinos nuevos que, quizás, iluminaran su vida con nuevas amistades, distracciones. Pero, ¿quién iría otra vez a ese desolado pueblo vaquero? Ahora que las tabernas estaban cerradas, ni los vaqueros mismos. Al llegar la primavera, la vivacidad que acarrearían los animales y sus conductores no se haría presente. Ni ruido, ni desorden ni barullo. Por mucho que se hubiese quejado antes, los echaría mucho de menos. Los vaqueros y su desorden formaban parte de su vida tanto como la sombrerería. Pero, sin ellos y la prosperidad pasajera que traían, las temporadas cambiarían y el pueblo se marchitaría, igual que Agatha y su tienda, y a nadie le importaría.
La Navidad era una ocasión para sufrir. La única alegría de Agatha, bastante modesta, por cierto, fue confeccionar el ganso relleno para Willy y enviárselo, junto con la primera carta. Estaba llena de cháchara intrascendente acerca de lo grande que estaba Moose, cómo se le colgaba del ruedo del vestido con las uñas, qué le regalaría a Violet para Navidad, y lo bello que estaba el tejado de la Iglesia Cristiana Presbiteriana cubierto de nieve. No daba indicios de la abrumadora soledad y tuvo cuidado de no preguntar cómo estaba Scott ni enviarle ningún mensaje personal.
Cada vez que pagaba el alquiler, hacía el cheque y escribía la dirección en el sobre con más cuidado que ninguna otra de las cosas que hacía en esa época, trazando cada letra como si fuese un grabado en cobre, tan intrincado que parecía un bordado sobre la funda de una almohada. Pero en la carta sólo decía que le enviaba el alquiler mensual de veinticinco dólares, y un informe de cualquier posible comprador que hubiese visitado el edificio. Excepto en la de enero, que fue cuando aparecieron la mujer que olfateaba y su marido, esa parte podía descartarse.
Había palabras efusivas que ansiaba derramar, pero se contenía, temerosa de parecer una solterona desesperada, hambrienta de amor… precisamente lo que era.
Pasaba los días ayudándose por medio de una alegría falsa que desaparecía en cuanto Violet le daba la espalda. Pero cuando quedaba sola en la tienda, a menudo se sorprendía con las manos quietas, contemplando el taburete de Willy y se preguntaba si habría crecido tanto como para no necesitarla; cómo sería Waverley, dónde vivían él y Scott, y también, en ocasiones, si la echarían de menos, y si volvería a verlos alguna vez. Entonces, aparecía Moose, se le refregaba contra los tobillos y hacía: «Mrrr…», lo único que se escuchaba en la sombrerería, y Agatha tenía que esforzarse por salir de una honda lasitud que la saturaba cada vez más a medida que se arrastraba el invierno.
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