Diciembre, con la insoportable Navidad.

Enero, con un frío punzante que le aumentaba el dolor de la cadera.

Febrero, con ventiscas que soplaban desde Nebraska y ensuciaban la nieve de tierra, dejándola tan pardusca y desdichada como la vida de Agatha.


La que trajo el telegrama fue Violet. Violet, con los ojos azules iluminados como picos de gas, y las manos venosas agitándose en el aire, y el cabello azulado estremeciéndose. Y, otra vez, con esa curiosa risa que parecía un resoplido.

– ¡Agatha! ¡Oh, Agatha! ¿Dónde estás? Tt-tt.

– Aquí estoy. Junto al escritorio.

– ¡Oh, Agatha! -Cerró de un golpe la puerta que daba a la calle. La persiana se levantó y se enroscó en el cilindro, pero ella no lo advirtió-. ¡Tienes un telegrama! ¡De él! Tt-tt.

– ¿Un telegrama? ¿De quién?

Agatha creyó que se quedaba sin respiración.

– Tt-tt. Yo venía a trabajar, como de costumbre, cuando alguien me llamó desde atrás, me di la vuelta y ahí estaba ese joven, el señor Looby, de la estación, y me…

– ¿De quién, Violet?

– …dijo, «Señorita Parsons, ¿va usted a la sombrerería?» Y yo le dije: «Sí, por supuesto. ¿Acaso no voy a la sombrerería todos los días, a las nueve en punto de la mañana?» Y el señor Looby me dijo…

– ¿De quién, Violet?

A estas alturas, a Agatha le temblaban las manos y el corazón le retumbaba en el pecho.

– Bueno, no tienes por qué gritarme, Agatha. Ya sabes que no todos los días recibimos un telegrama. Del señor Gandy por supuesto.

– Del sen… -Le falló la voz-. ¿El señor Gandy? -logró decir, en un segundo intento.

– Tt-tt. ¿No es maravilloso?

Agatha se quedó mirando fijamente la hoja de papel amarillo que Violet tenía en la mano.

– Pero, ¿cómo lo sabes?

– ¿Cómo? ¡Lo dice aquí, claro como un cobertizo incendiado contra el cielo nocturno!: L. Scott Gandy. Tt-tt. Así se llama, ¿no? Y te pide que…

– ¡Violet! -Se levantó de un salto y extendió la mano-. ¿Para quién es el telegrama?

Era asombroso lo firme que estaba esa mano mientras que, en cambio, sentía el resto del cuerpo como si tuviese una fractura y estuviera desintegrándose.

Violet tuvo el buen tino de adoptar un aire contrito y entregarle el telegrama.

– Y bueno, sólo estaba doblado en dos. Y, de todos modos, el señor Looby me contó lo que decía. Se rió y me entregó este pasaje para White Springs, Florida. Tt-tt.

– Un pasaje…

Los ojos de Agatha se posaron en el boleto, y la excitación la obligó a dejarse caer en la silla mientras leía:

Tengo una proposición para ti Stop La discutiremos en territorio neutral Stop Encontrémonos en el Hotel Telford, White Springs, Florida, el 10 de marzo Stop Incluyo billete Stop Jube y Marcus comprometidos Stop Saludos Stop Scott Gandy Stop.

Cada vez que leía la palabra stop, el corazón parecía detenérsele. Al leer hotel, se cubrió los labios con los dedos y contuvo el aliento. Aturdida, se quedó mirando fijo el papel, hasta que Violet dijo:

– Tt-tt. Ese señor Gandy es un picaro. Tt-tt. Te mandó un billete de ida.

Agatha casi no podía respirar, mucho menos hablar. Pero tendió una mano rígida, y Violet depositó el billete sobre los dedos temblorosos: un trozo de cartón blanco con tinta negra que parecía danzar ante la vista confusa de Agatha al tratar de leer las palabras Proffitt y White Springs.

– ¿White Springs? -Estremecida, alzó la mirada hacia Violet-. ¿Por qué allí?

– Acabas de leerlo: territorio neutral.

– Pero… pero nunca oí hablar siquiera de White Springs, y mucho menos del hotel Telford. ¿Por qué me pide que vaya allí?

Ahora fue Violet la que se cubrió los labios, y los ojos azules le chispearon de malicia.

– Vamos, caramba, tt-tt, lo dijo con tanta claridad como si estuviese en código Morse: para hacerte una proposición, querida mía.

Agatha se sonrojó y se turbó:

– Oh, no seas tonta, Violet. Hacerme… una proposición puede querer decir muchas cosas.

– En ese caso, ¿por qué el billete es de ida sólo?

Agatha lo miró y sintió que, dentro de ella, la fractura se ensanchaba.

– No… no lo sé -respondió, en voz débil-. ¡Por Dios, Jubilee y Marcus comprometidos para casarse… imagínate!

– ¿Crees que verás a Willy?

– No sé. Scott no lo dice.

– Bueno, chica, ¿para qué te quedas aquí, sentada? Pasado mañana es diez.

Al comprenderlo, Agatha quedó estupefacta.

– Oh, caramba, tienes razón. -Se apretó con una mano el corazón que le martilleaba y miró alrededor, como tratando de recordar dónde estaba-. Pero… -alzó la vista, distraída hacia Violet- ¿cómo puedo estar lista para irme pasado mañana… y cómo puedo dejar la tienda por tiempo indefinido…? y estaba haciendo un vestido para…

– ¡Tonterías! -le espetó Violet-. Pon ese billete en lugar seguro y ve arriba ya mismo, Agatha Downing. Cuando un hombre así está esperándote en el cuarto de un hotel, en Florida, no te preguntes cómo, por qué ni por cuánto tiempo ¡Mete todos los vestidos que puedas en el baúl y estáte en ese tren cuando arranque mañana! -Pero…

– ¡Una palabra más, y abandono el trabajo, Agatha!

– Pero…

– ¡Agatha!

Aunque era vieja, Violet podía ser bastante irascible.

– Oh, Violet, ¿realmente crees que puedo hacer algo semejante?

– Desde luego que puedes. Y ahora, muévete. -La tomó de la mano y la hizo levantarse de la silla-. Revisa tus vestidos y tus enaguas, y cerciórate de llevar suficiente ropa interior limpia, y si tienes algo sucio será conveniente que lo llevemos de inmediato a la lavandería Finn.

– Oh, Violet. -Agatha tendría que horrorizarse de su propia falta de coherencia si advirtiese la cantidad de veces que dijo «Oh, Violet» pero, en esta ocasión, abrazó a la amiga con apariencia de pájaro, y le dijo, cariñosamente, junto a la sien-: Tienes una magnífica veta rebelde que siempre admiré. Gracias, corazón mío.

Violet le palmeó el hombro y la apartó de un empujón.

– Vete arriba, ahora, y usa vinagre en el enjuague. Eso realza los matices rojizos de tu pelo. Tt-tt.


Le había alquilado un compartimiento en un coche dormitorio, pero ni pretendió dormir. La noche que pasó ahí casi no cerró los ojos. No podía olvidar durmiendo una expectativa tan rebosante. Las horas como éstas eran demasiado preciosas, únicas, para dejarlas escapar, entre los dedos.

Observó cómo cambiaba el paisaje del castaño al blanco, al verde, el verde más lozano que hubiese visto jamás. Recordó el clima semiárido de Colorado, con sus pinos de piñones, y sus álamos, pero la tierra misma era seca. Y en Kansas, aunque llenaba todos los paisajes un verdadero océano de hierba azulada. Más allá de los llanos, en Kansas no se veía mucho verdor, salvo algún matorral de chopos y almeces. Y cuanto más al sur llegaba el tren, más verde se veía la tierra por la ventanilla del tren.

Cruzaron el río Tennessee sobre un viaducto majestuoso, tan alto sobre el cañón, que le pareció estar mirando la tierra desde el cielo. Cerca de Chattanooga, los rieles giraban y corrían entre barrancos cubiertos de vegetación y varias veces creyó ver caídas de agua a lo lejos. Al dejar atrás los Appalaches, la tierra comenzó a hacerse llana. Después apareció Georgia, con la tierra roja como orín de diez años, y más pinos de los que era capaz de imaginar, erguidos, gruesos y furtivos.

Cambió de tren en Atlanta, y las ruedas retumbantes la acercaban cada vez más a Scott, a un encuentro cuyo resultado no se atrevía a imaginar, por temor de que fuese una propuesta que tuviera que rechazar. Sepultó el pensamiento en lo más recóndito de su mente y se entregó a la alegría infantil del descubrimiento. Al ver musgo español por primera vez, lanzó una exclamación de deleite y buscó alguien con quien compartirlo, pero los demás estaban dormitando, o no les interesaba. Los pinos cedieron lugar a los robles de agua y a los robles perennes, flanqueaba los rieles un agua negra en la que se reflejaban los cipreses, y el follaje se hizo tan espeso que daba la impresión de que ninguna criatura pudiera vivir en él. No obstante, vio un ciervo en una loma color esmeralda, y antes de que su mente lo registrara, había vuelto grupas y desaparecido en la espesura. Algo pasó, fugaz, algo que podría describir como una bola verde con copos de color rosado intenso, pero fue demasiado rápido para reconocerlo. Prestó atención y, al ver otro, tuvo tiempo de preguntarle a un guardia qué era:

– Un tulipanero, señora. Estamos a punto de cruzar la frontera de Florida. Allí, los tulipaneros florecen temprano. Fíjese también en las flores blancas, grandes, sobre árboles de extenso follaje verde: esas son magnolias.

Magnolias. Tulipaneros. Musgo español. Las meras palabras le aceleraban los latidos del corazón. Pero lo que más lo aceleraba era que a cada kilómetro que pasaba, se acercaba más a Scott. ¿Estaría ahí, en la estación? ¿Qué tendría puesto? ¿Estaría Willy con él? ¿Qué le diría Agatha? ¿Qué le dice una mujer al hombre al que le confesó su amor, pero del que no obtuvo una respuesta similar?

El guardia recorrió el pasillo anunciando:

– Próxima parada, White Springs, Florida. -Se detuvo un momento, se tocó el sombrero y le dijo a Agatha-: Que disfrute de los tulipaneros, señora.

– Sí… lo haré -respondió, agitada, asombrada de poder hablar, siquiera.

El tren empezó a moverse lentamente, y sintió que la inundaba una mezcla de preocupaciones tontas: ¿Tengo el sombrero derecho? (Pero no tenía sombrero: no lo llevaba, en atención a los deseos de él.) ¿El vestido estará arrugado? (Desde luego, estaba arrugado, pues lo tenía puesto desde que salió de su casa.) ¿Tendría que haberme puesto el azul? (¡El azul! Era un vestido de lechera, comparado con el que se había hecho para el té del gobernador.) Si me saluda con un beso, ¿dónde pondré las manos? (Si la saludaba con un beso, ¡sería afortunada si recordaba que tenía manos!) ¿Tendré que preguntarle antes que nada para que me hizo venir? (¡Oh, Agatha, eres tan remilgada! ¿Por qué no tratas de imitar un poco a Violet?)

Después de tanto preocuparse, al bajar del tren descubrió que Scott no había ido a esperarla. La desilusión se convirtió en alivio, y otra vez en desilusión. Pero había líneas de coches de plaza para trasladar a los pasajeros y a sus equipajes de la estación a los hoteles. ¡Tantos coches…! ¡Tantos hoteles! ¡Tanta gente!

Le hizo señas a un conductor negro que se incorporó y la saludó con el amplio sombrero de paja.

– Buenas tardes.

– Buenas tardes.

Con tranquilidad, se apeó, acomodó el baúl y la caja de sombreros de Agatha en el compartimiento, y se acercó arrastrando los pies al costado del coche. Usaba sandalias de fieltro marrón, pero en los pies cambiados. Tenía las piernas arqueadas y los labios protuberantes.

– ¿A dónde?

– El hotel Telford.

– El Telford, muy bien.

Se sentó detrás del conductor, en un asiento de cuerno negro cuarteado, y la yegua blanca echó a andar con un clip-clop de los cascos sobre las calles arenosas, sin más prisa que el conductor. Agatha miraba ambos lados, tratando de absorberlo todo. En el aire había un olor desagradable pero, al parecer, era la única que lo advertía. Elegantes damas y caballeros paseaban por todos lados, cruzando las calles y las galerías de los hoteles, por senderos sombreados que parecían ir en una sola dirección. Un grupo de hombres montados con armas al hombro y codornices colgando de las monturas, iba por la calle, detrás de una jauría de galgos. El coche pasó ante un cartel en que se leía: Club de Caza – Se alquilan perros. Una mujer en silla de ruedas con respaldo de caña cruzó la calle tras ellos, empujada por un hombre robusto con sombrero de castor. Una banda de hombres risueños con equipos de pesca caminaban hacia ellos con cestas de pesca colgadas de los hombros mediante correas. Todos tenían la apariencia de estar divirtiéndose.

– ¿Señor? -le dijo al conductor.

– ¿Señora?

Se volvió a medias como si no pudiese girar más. Tenía el cuello entrecruzado de surcos tan profundos como para plantar semillas, si fuese de tierra en lugar de piel.

– Yo… nunca estuve aquí. ¿Qué hay en este lugar?

– Salt's d'agua min'ral -respondió, con palabras tan abreviadas que Agatha arrugó el entrecejo.

– ¿Cómo dijo?

– Saltos de agua mineral. Aguas curativas.

– Ah… agua mineral.

De modo que eso era lo que olía a huevos podridos.

– Está bien, señora. Aquí viene la gente rica, algunos a divertirse, algunos a descansar, otros a meterse en las aguas. Se van tan sanos como un pelo de rana.

Rió y se concentró de nuevo en guiar el vehículo. A los tres minutos, se detuvieron ante un impresionante edificio blanco de tres plantas con una profunda galería al frente, donde damas y caballeros sentados en sillas de mimbre bebían de vasos altos.