– Telford, señora -anunció el viejo, apartándose del asiento del conductor con artrítica lentitud.

Con los mismos gestos pausados, fue a retirar el baúl y la sombrerera del portaequipajes y los llevó al bullicioso vestíbulo.

– Vent'c'nco cent'vos, señora -dijo al volver, moviendo el sombrero de paja a izquierda y derecha, como si se rascara las sienes con él.

– No le entiendo.

– Vent'c'nco cent'vos, señora -repitió.

– ¿C…cómo?

Una familiar voz de bajo dijo junto a su oído, remarcando las palabras.

– Según creo, la tarifa es de veinticinco centavos, señora.

Nunca en su vida había experimentado una reacción tan explosiva al oír una voz humana. Se dio la vuelta con brusquedad y, ahí estaba, sonriéndole con esos ojos castaños, un par de hoyuelos, una boca tan conocida y maravillosa… y un bigote totalmente desconocido.

– Scott -fue lo único que se le ocurrió decir, porque le faltaba el aliento, la cabeza le daba vueltas y se sentía extrañamente débil.

El hombre tenía una apariencia tropical, con un traje de nanquín tan claro como un hueso blanqueado, un sombrero de paja de ala curva haciendo juego, y una banda negra que repetía el color del cabello largo hasta el cuello, las cejas y el nuevo bigote. Llevaba un chaleco ajustado en el torso, sobre una tintineante cadena de oro de reloj que unía los dos bolsillos. En la garganta llevaba una chalina de seda rayada, blanca y color triso, sujeta por un alfiler con una sola perla.

– Hola, Gussie.

Le tomó las manos enguantadas con las suyas, y las estrechó con fuerza mientras se sonreían con alegría franca y audaz.

Al instante, Gandy supo cuánto la había echado de menos. Y que no usaba sombrero, que el cabello era tan hermoso como siempre, el rostro agradable, la sonrisa especial. Y los pechos parecían pletóricos, el aliento trabajoso dentro del cuello alto del vestido que se había hecho para el té del gobernador. Y que el corazón le latía como un tambor.

– Lamento no haber estado cuando llegó el tren, pero no sabía bien cuál abordarías.

– No importa. Tomé un coche.

Al recordar que el cochero esperaba, Scott le soltó las manos y buscó en el bolsillo.

– Ah, la tarifa. Veinticinco centavos, ¿no?

– Sí, señor.

Pagó el doble de lo que costaba el viaje, y el cochero hizo dos reverencias. Entonces, se volvió hacia Agatha y le tomó otra vez las manos.

– Déjame mirarte. -Lo hizo durante largo rato, hasta que las mejillas de Agatha se sonrosaron-. Sin sombrero, gracias.

Ella inclinó la cabeza y rió, un poco avergonzada, y después la levantó y se topó con la sonrisa, siempre encantadora, y el aroma a cigarro que lo definía y que sería capaz de identificar entre miles.

– Gracias al cielo, no cambió nada -dijo Scott.

A su vez, ella le aseguró:

– En cambio, no puedo decir lo mismo de ti.

– ¿Qué? ¡Ah, esto! -Se tocó un instante el bigote y le tomó de nuevo la mano-. Me puse perezoso y dejé de afeitarme un tiempo.

Era una mentira evidente: el resto de la cara resplandecía, recién afeitada, y el bigote negro podía satisfacer exigencias militares. Le gustó de inmediato.

– Muy picaro -aprobó.

– Más bien apuntaba a parecer refinado.

Pero lo alegraba que le gustase.

– Quizá deba decir pícaramente refinado -concluyó, y los dos rieron, con el corazón liviano.

Otra vez, se quedaron mirándose, ignorando el ajetreo del hotel que proseguía alrededor de ellos, mientras las manos unidas colgaban entre los dos.

Scott le apretó con fuerza los dedos:

– Estás maravillosa -le dijo.

– Tú también.

Siguieron contemplándose. Y Gandy rió, como si la copa de su alegría simplemente desbordara.

Agatha también rió: ¿cómo controlarse cuando el corazón estaba tan dichoso? De pronto, le pareció imposible seguir mirándolo a los ojos.

– ¿Está Willy aquí?

Miró alrededor.

– No, nosotros dos solos.

Las miradas se enlazaron otra vez. Parados entre botones y cocheros, mujeres y hombres con niños a la rastra, y un trío de cazadores de codornices que se abrían paso hacia la cocina con la cena sin desplumar en la mano. A pesar de todo, Scott había dicho la verdad: estaban solos los dos. El bullicio de alrededor retrocedió, y se regocijaron con el reencuentro. Scott cambió las manos de posición, alzando las de ella hasta que las palmas se tocaron, los dedos se entrelazaron y estrecharon. El ensimismamiento mutuo continuó por un tiempo desusadamente largo, hasta que Scott comprendió, la soltó y se aclaró la voz.

– Bueno… eh… Supongo que todavía no te registraste.

– No.

– Hagámoslo.

¿Hagámoslo? Mientras la acompañaba al escritorio, la veía firmar, y tomaba la llave, la ambigüedad de Scott la dejó presa de una palpitante incertidumbre. Pero le dieron un cuarto privado, que no estaba ni siquiera en la misma planta que el de él.

– Yo llegué ayer -le explicó-. El mío está en el tercero, el tuyo en el segundo y así, sólo tendrás que subir un piso.

Y qué piso: escalones de ancho triple, con pesada baranda de roble, un rellano con una enorme ventana ovalada, decorada con un dibujo de telaraña, un gran helecho sobre un pedestal, luego más escaleras con un suntuoso alfombrado escarlata, y a los lados, lámparas de gas sostenidas por ménsulas [5] dobles.

– Es impresionante, Scott. El sitio más hermoso que conozco.

– Espera hasta que conozcas Waverley -replicó.

Se sintió flotar por las escaleras. Pero no preguntó cuándo. Aún no. La expectativa era demasiado embriagadora.

– ¿Todavía vives ahí?

– Sí.

Se inclinó para meter la llave en la cerradura.

– ¿Y los otros, Jube y los demás?

La puerta se abrió.

– También están ahí. Estamos transformando Waverley en un hotel de descanso. Su habitación, señora.

La hizo pasar con un leve toque en el codo. En cuanto posó los pies en la espesa alfombra Aubusson, Agatha olvidó todo lo demás.

– ¡Ohhh, Scott! -Giró en círculo mirando, y luego, hacia abajo-. ¡Oh, caramba!

– ¿Te gusta?

– ¿Que si me gusta? ¡Es magnífico!

Scott enganchó un codo en uno de los postes de bronce de la cama, tiró la llave y observó cómo Agatha contemplaba el cuarto por segunda vez, disfrutando de su sonrisa, de su placer. La mujer se acercó a una de las dos ventanas iguales que daban a la calle, tocó las sobrecortinas rosadas, las cortinas austríacas que había debajo, el empapelado sedoso con ramilletes de pimpollos de rosa entrelazados. Giró lentamente, y fue pasando la vista por el helecho cribado como un encaje, puesto sobre un trípode, el cuenco de cristal con dibujo de rosas rojas y blancas, el recipiente de agua haciendo juego, con la espita de bronce, el vaso para beber, la cama con el cubrecama rosado tejido, y la manta plegada con pulcritud sobre el rodapié, frente a Scott.

Los ojos de Agatha, verdes como las hojas del helecho traspasadas por la luz del sol, se detuvieron al llegar a los del hombre. Juntó las manos, con los nudillos de los pulgares sobre la clavícula. La sonrisa dio paso a una expresión que provocó en Gandy el deseo de dejar su lugar a los pies de la cama tomarla en los brazos y sentir su boca moviéndose sobre la de ella. Pero se quedó donde estaba.

– No puedo permitir, de ninguna manera, que pagues esto

Permaneció quieta, recatada, con los guantes puestos.

– ¿Por qué?

– No sería correcto.

– ¿Quién lo sabrá?

Surgió la pregunta tácita: ¿Quién se enterará de lo que hagamos en este cuarto, sea lo que sea? Por un momento, la perspectiva los atrajo a los dos.

Al terminar la contemplación del cuarto, Agatha comprendió que lo más arrebatador que había ahí era Scott Gandy, con su traje tropical de buen corte, el chaleco que ajustaba a él como a ella sus guantes en las manos temblorosas, y los intensos ojos negros posados en los de ella mirando bajo el ala del fino sombrero tejido de plantador. Y ese nuevo bigote, que atraía con insistencia su mirada hacia la boca de él.

– Yo lo sabré. Tú -repuso, seria.

También serio, Scott se apartó del poste con toda parsimonia.

– En ocasiones, eres demasiado rígida contigo misma.

No había dado más que un paso hacia la mujer, cuando un botones habló desde la entrada.

– Los baúles.

Decepcionado, Gandy giró y fingió un tono indiferente:

– Ah, bien. Éntrelos. Póngalos aquí.

Le dio una propina al botones, que cerró la puerta al salir. Pero la interrupción quebró el encanto. Cuando Gandy volvió la atención hacia Agatha, ésta recorría el perímetro de la habitación, cuidando de posar la vista en las cosas, y no en él.

– El cuarto ya está pagado, Gussie.

– Entonces, te lo reembolsaré.

– Pero es una invitación.

– ¿Por qué? -Dejó de pasearse y lo enfrentó, desde la punta de la cama en diagonal a él-. Quiero decir, ¿por qué aquí? Si Waverley es un hotel, entonces, ¿por qué el Telford en White Springs?

Gandy soltó el aliento y sonrió otra vez, a propósito:

– Porque me acordé de que dijiste que nunca habías nadado. ¿Qué mejor lugar para aprender que en un lugar de primera magnitud, de agua mineral?

– ¡Nadar! -Se oprimió el pecho-. ¿Me hiciste venir desde tan lejos sólo para que pueda ir a nadar?

– No te sorprendas tanto, Agatha. No es un simple hoyo en un valle de Kansas. De primera magnitud significa que el salto da más de mil doscientos hectolitros de agua por hora, y cuando esas burbujas te tocan sientes como si estuvieses flotando en champaña.

Agatha rió, como si estuviese haciéndolo en ese momento:

– Pero si yo nunca vi champaña, y mucho menos floté en él.

– Tiene exactamente el mismo aspecto que el agua de la cascada, pero sabe mucho peor. Ah, a propósito. -Indicó el recipiente con su espita y el vaso que había al lado-. Procura beber toda el agua que puedas mientras estés aquí. Se encargan de que tengas, en todo momento, una buena cantidad en la habitación. Y afirman que produce toda clase de milagros en tu cuerpo. Cura la gota, el bocio, los cólicos, la constipación, el cretinismo, callos, catarros, caspa y sordera. Además, hace que los ciegos vean y los baldados caminen.

Cuando empezó, Agatha sonreía pero las últimas tres palabras sonaron como si las hubiese repetido en voz más alta.

– ¿En serio? -dijo, bajando la vista.

Gandy rodeó la cama y se detuvo ante ella.

– Sí, en serio. -Le levantó la barbilla con la punta de la llave y la obligó a mirarlo-. Pensé que sería bueno para ti, Gussie. Y quería tener la oportunidad de hablar contigo… a solas. En Waverley no hay intimidad. Hay gente por todos lados.

Los ojos negros no se apartaron de los de ella. Sintió la llave fría y aguda. Los latidos de su corazón eran desacompasados. Al mirarlo en los ojos, sintió el peso de la ética como algo indeseado que le oprimía los centros vitales, y supo que si la hubiese llevado ahí para seducirla, lo rechazaría. En cambio estaba ahí en ese refugio privado donde no respondían ante nadie más que ante sí mismos, comprendió con claridad que no soportaría una relación ilícita, por intensos que fueran sus sentimientos hacia Gandy. Cuando le tomó la muñeca, los latidos del corazón adquirieron un ritmo que le provocó dolor en el pecho. Pero el hombre no hizo más que depositar la llave en la palma enguantada, dobló los dedos sobre ella y retrocedió, soltándole la mano.

– Y, de todos modos, Waverley es mi territorio. Comprendí que todos los sitios donde estuvimos, cada vez que estuvimos juntos, fue en el territorio de alguien. La sombrerería era tuya. La taberna era mía. Waverley también es mío. Pero White Springs es neutral, tal como lo fue durante la Guerra Civil. Me pareció que era el lugar ideal para que nos encontrásemos dos pendencieros como nosotros.

– ¿Pendencieros, nosotros?

– ¿Acaso no lo somos?

– Lo éramos, pero creí que nos habíamos hecho amigos.

En ese momento, Scott supo que quería ser mucho más que amigo, pero también que cada vez que se insinuaba la posibilidad, ella se ponía nerviosa. Por eso mantuvo el humor superficial.

– Amigos. Entonces… -Retrocedió un poco más-. Como amigo, quería invitarte a las aguas de White Springs. -Se tironeó del chaleco, como preparándose para irse-. Yo ya las tomé esta mañana, pero pensé que te gustaría tomar un baño antes de cenar. Todavía hay tiempo, y yo te acompañaré a la casa de baños o, si prefieres, tomaremos un coche de alquiler. Las señoras se bañan en las horas pares, los varones en las impares, pues no están permitidos los baños conjuntos, por supuesto, excepto para los padres con niños, dos veces por día. ¿Qué te parece?

– No tengo traje de baño.

– Se consiguen en la casa de baños.

Abrió las manos, las unió, y recuperó la sonrisa.