– En ese caso, ¿qué puedo decir?

– Bien. Te daré tiempo para desempacar, para colgar tus cosas. Después, vendré a buscarte. -Miró el reloj de bolsillo-. Digamos, ¿en media hora?

– Estaré lista.

Fue hasta la puerta abierta pero se detuvo antes de salir y se dio vuelta para miraría.

– Me alegro de verte otra vez, Gussie -dijo con sencillez.

– Yo también.

Cuando se hubo ido, Agatha se apretó las mejillas con las manos: estaban calientes como piedras al sol. Se sentó en el borde de la cama, después se tendió de espaldas, apoyó los dedos al costado del pecho izquierdo, donde el corazón golpeaba con violenta insistencia que se volvía cada vez más difícil de aquietar.

Al cerrar la puerta, Scott permaneció con los dedos en el pomo varios segundos, mirando sin ver la alfombra escarlata del pasillo, y se preguntó por qué la había hecho venir aquí, si sabía que no resultaría. No era un revolcón fugaz en una cama alquilada lo que quería de ella, ni ella de él. Pero, si no era eso, entonces, ¿qué?

Inspiró una honda bocanada de aire, echó a andar por el pasillo y resolvió que el tiempo respondería la pregunta.


Treinta minutos más tarde, descendían juntos la gran escalera, con gran formalidad, la mano de Agatha tomada del codo de Scott.

– ¿A pie o en coche? -le preguntó, cuando llegaron a la galería del hotel.

Era una tarde tan hermosa, que le respondió:

– Caminemos. Estuve viajando dos días.

Tras el deprimente invierno de Kansas, la temperatura tibia resultaba maravillosa. Los pájaros cantaban y las flores se balanceaban, y Agatha se asombró una vez más del lozano verdor que había por todas partes.

– ¿Qué son ésas? -dijo, señalando un arbusto cargado de capullos rosados que se parecían mucho a las rosas.

– ¿Vas a decirme que nunca viste una camelia?

– Empiezo a pensar que hay muchas cosas que no conozco. Este lugar es maravilloso. ¿Cómo lo encontraste?

– En la guerra me hirieron, y me mandaron aquí a recuperarme.

Le dirigió una mirada sobresaltada:

– ¿Te hirieron?

– White Springs fue declarado territorio neutral, y los soldados de ambos bandos podían venir aquí a recuperarse de las heridas de guerra sin miedo. -Le dirigió de soslayo una sonrisa con hoyuelos-. Un sitio bastante apropiado para que se encuentren un comerciante de whisky y una luchadora por la templanza, ¿qué opinas?

Le sonrió y se sintió orgullosa de ir de su brazo, al ver que las mujeres lo miraban por segunda, por tercera vez. Fingió que eran enamorados, y hasta les sonrió con simpatía a las otras mujeres cuyos acompañantes, por apuestos que fuesen, no se podían comparar con Scott Gandy. A veces, el codo de él le rozaba el costado del pecho. Le encantó la sensación, que le reverberaba hasta las puntas de los pies.

En pocos minutos se acercaron a una impresionante estructura de ocho lados. Admirada, Agatha preguntó:

– ¡Oh, por Dios!, ¿qué es eso?

– Esa es la casa de baños, el edificio de la cascada.

– Sin embargo, parece un gran hotel.

El pabellón de tres plantas de madera blanqueada, con celosías en la base y tejas negras, se elevaba majestuoso como una rosquilla octogonal, y en el hueco burbujeaban las aguas blancas de la cascada del río Suwannee. En seis caras del octógono, tres a cada lado, había vestidores para cambiarse. Éstos estaban conectados por una galería en el nivel superior, donde el tejado continuo sombreaba bancos blancos, desde donde se podía mirar.

– Uno de los motivos por los cuales siempre me gustó -comentó Scott-, es que está construido en forma de octógono, como el mirador de Waverley.

En el paisaje que lo rodeaba había más camelias, azaleas, bananeros, bordeando una acera de madera que iba hasta la puerta principal. Al entrar, Scott condujo a Agatha ante una auxiliar, una mujer joven de cabello negro como el carbón y una nariz como un cucharón con salsa.

– Es la primera vez que viene -le dijo a la chica-. Déle el tratamiento completo.

– Pero…

De pronto, Agatha quedaba en manos de una extraña.

– Volveré dentro de una hora. Que lo disfrutes.

Cualquiera fuese el que esperaba, no era el tratamiento regio que recibió.

– Me llamo Betsy -le informó la muchacha de la nariz aplastada cuando Scott se hubo ido-. Sígame, la llevaré al cuarto para cambiarse.

Betsy la condujo al centro del edificio, donde una amplia abertura daba a la cascada misma. Pero antes de que tuviese tiempo para más que un vistazo breve, la llevó en dirección contraria, hasta un elevador movido por medio de un sistema de poleas y cuerdas, que utilizó la misma Betsy. Por el modo en que tiraba de los cables, daba la impresión de que costaba mucho esfuerzo, pero Agatha supuso que los bíceps de la chica eran más anchos aún que la nariz. Llevó a Agatha al tercer piso, y no se notó que estuviese agitada. Allí salieron del elevador a una galería exterior con baranda, que sobresalía encima de las cascadas, y por ella fueron hasta los vestuarios. Cuando entraron le dio a Agatha un par de calzones tejidos, de lana, una prenda para la parte de arriba, que se sujetaba en los muslos, y una cofia de algodón blanco. Cuando salió cambiada, descalza, Betsy la acompañó otra vez al montacargas, e hizo bajar a las dos a la planta baja y, por fin, a las cascadas mismas.

– Todo el año está helada, y la congelará hasta la médula de los huesos, pero en unos minutos se acostumbrará. Y recuerde que, cuando termine aquí, estará esperándola un baño caliente adentro. Que lo disfrute, señora.

En los rincones del edificio octogonal el olor era espantoso, pero el borboteo del agua era tentador.

La palabra «frío» casi quedaba escasa para el primer contacto de Agatha al meterse en el agua. Unos estremecimiento le recorrieron el dorso de las piernas, y le pareció que se le erizaba el cabello. Aunque le resultaba extraño moverse dentro de una piscina completamente vestida, lo hizo. Hasta las rodillas (abrazándose). Hasta los muslos (estirándose lo más posible). Hasta la cintura (quedándose sin aliento). Hasta el cuello (castañeteándole los dientes).

«¡Dios mío, esto es una locura!», pensó.

Pero se veían las cabezas de otras mujeres balanceándose sobre el agua. Una que estaba cerca de Agatha le dedicó una sonrisa. Sin poder hacer otra cosa, la correspondió con otra mucho menos convencida.

– Cuando te acostumbras, es maravilloso -dijo la desconocida.

– Sin du…da. P… pero está t…tan f…fría…

– Es vivificante -repuso la mujer, y se puso de espaldas, como suspendida sobre el agua.

Agatha bajó la vista: a su alrededor, subían burbujas diminutas. Sintió que la risa le bullía en la garganta cuando las burbujas, como pequeños peces curiosos, jugueteaban con sus miembros y se le metían dentro del traje de baño para cosquillearle la piel. Le tocaron todos sus sitios íntimos, y fueron estallando en una serie de explosiones sin fin, que le provocaban alivio en los músculos.

Le hacía cosquillas. La sedaba. Era muy parecido a la excitación. Pero, al mismo tiempo, la relajaba. ¿Cómo era posible que provocase tantas sensaciones a la vez?

Levantó un brazo cerca de la superficie y observó cómo las burbujas trepaban a él sonando como si en el salón contiguo estuviesen friendo carne. Estiró los dedos y vio los bolsones de aire que se formaban entre ellos. No necesitaba haber visto champaña para imaginarse flotando en él. Las burbujas constantes creaban una efervescencia permanente. Se sintió como si ella misma se hubiese convertido en champaña: burbujeante, deliciosa, casi bebible. Cerró los ojos y se dejó hundir en la sensación del movimiento en la cara interna de los muslos, en el centro de la columna vertebral y entre los pechos. Respiró hondo y dejó que esas sensaciones ocuparan el lugar de todas las preocupaciones mundanas.

En esos momentos, llegó a entender la sensualidad de un modo vivo, natural.

Un rato después, cuando se acostumbró a la novedad de las burbujas, probó dar un pequeño salto, y la sorprendió la inesperada flotabilidad de su cuerpo. Nunca en la vida se sintió flotar, y la sensación le produjo euforia. Se movió otra vez, empleando los brazos, y sintiéndose mágicamente libre e ingrávida. Imitando a la mujer amistosa, se puso de espaldas levantando los pies y, durante varios segundos, flotó libre de las restricciones de la gravedad. ¡Era la gloria perfecta!

Cuando bajó los pies de nuevo hasta el fondo, miró alrededor y no vio a nadie que le prestara especial atención, comprendió con grata sorpresa que ahí, en el agua, era exactamente igual a los demás. Las propiedades de flotabilidad los igualaban. De súbito, también advirtió que los dientes ya no le entrechocaban, y el vello de los brazos ya no estaba erizado.

Betsy llegó demasiado pronto a buscarla para acompañarla al cuarto de baño privado donde la esperaba una bañera de metal con agua caliente, y espesas toallas turcas, blancas. Betsy la dejó disfrutar del agua mineral caliente unos diez minutos, hasta que golpeó la puerta y le ordenó que se secara y se preparase para el masaje. Cuando entró otra vez, le dijo a Agatha que se tendiera boca abajo en un banco de listones de madera, con una de las toallas debajo y la otra cubriéndola de la cintura para abajo.

Las friegas minerales fueron más restauradoras que cualquier cosa que Agatha hubiese imaginado. Cerró los ojos, mientras unas manos diestras trabajaban con sus músculos de tal modo que la hacían sentir como si flotara sobre una alfombra mágica. El cuello, los hombros, los brazos, las nalgas, las piernas… todo fue masajeado con igual experiencia y habilidad.

Una vez vestida, cuando entró en el montacargas, Agatha percibió que cierto milagro se había producido en su cuerpo. Claro que aún cojeaba, pero había desaparecido todo vestigio de dolor. Se sentía flexible, ágil, y profundamente vivificada ¡Como si fuese capaz de caminar kilómetros sin cansarse, corno si pudiese saltar cercas, correr subiendo las escaleras, saltar a la cuerda! Desde luego que no podía, pero sentirse así era casi tan bueno como poder.

Sonriente, Scott la esperaba en la entrada principal.

– ¿Cómo estuvo? -le preguntó cuando se acercó.

– ¡Oh, Scott, fue extraordinario! ¡Me siento renovada!

La tomó del brazo y rió, hondamente satisfecho por la euforia de ella. Era un placer ver a Agatha, por lo general tan reservada, burbujeando como las propias aguas.

– ¡No me duele nada! ¡Y mira! Me siento como si pudiera volver caminando a Kansas. Pero en el agua, ¡podía flotar, era celestial! ¡En verdad floté! Había una mujer que me sonrió y me dijo algo amable, entonces yo la observé y traté de imitarla. Brinqué. ¡De verdad, brinqué! No necesité más que un pequeño impulso con un pie, y salté como todos los demás, flotando como un corcho. Oh, Scott, fue sensacional, nunca en mi vida me sentí tan libre de preocupaciones. -Miró, nostálgica, sobre el hombro hacia la casa de baños-. ¿Podré venir otra vez, mañana?

Gandy rió, le apretó el codo y luego puso la mano de ella en el pliegue de su codo.

– ¿Cómo podría negártelo?

– ¡Oh, pero…! -En la frente de la mujer aparecieron arrugas de consternación-. ¿No es muy caro?

– Deja que yo me preocupe por eso.

– Pero…

– ¿Tienes hambre?

– Pero…

– Yo sí. Y White Springs es famoso por tener algunas de las mejores cocinas del Sur. La especialidad son las codornices. Te llevaré de regreso al hotel y te atiborraré de pechuga de codorniz salteada en manteca con setas negras y salsa de nuez, y arroz con azafrán humeante.

– Pero…

– Y después, una porción de tarta Selva Negra, con un enorme copete de crema batida. Y mucha agua mineral para beber.

– Pero…

– No quisiera criticarte, Gussie, pero estás muy repetitiva. ¿Sabes cuántas veces dijiste pero? Estás aquí como invitada mía, y así será. No quiero escuchar otra palabra al respecto.

El comedor del Telford era elegante, con manteles almidonados y vajilla de plata verdadera. Era un mundo de diferencia con el restaurante de Cyrus y Emma Paulie. A Gandy le complacía poder invitar a Agatha a una cena elegante en un lugar así. Disfrutó verla comer las perdices con setas negras y los otros platos que sugirió. Lo hizo con gran placer, como si la hora en el baño medicinal le hubiese aguzado en gran medida el apetito. Por algún motivo, esperaba verla comer con la melindrosa afectación de casi todas las mujeres modernas, y el hecho de que no fuera así lo fascinaba más que cualquier estúpida simulación que hubiese mostrado.

Tenía las puntas del cabello mojadas y, a medida que se secaba, los mechones escapaban del peinado y formaban diminutos tirabuzones detrás de las orejas. La luz de las lámparas lo encendía y proyectaba sombras en el cuello y los hombros del vestido verde esmeralda. De manera parecida, las pestañas sombreaban los ojos claros.