– Por supuesto. No querría hacer un vestido de novia sin ella. ¿Alguno de los otros vino al pueblo contigo?

– No, pero están todos en casa, esperando. ¿Necesitas algo de aquí antes de irnos a Waverley? Es una hora de camino y no venimos todos los días.

No necesitaba nada. Sintió que tenía todo lo que necesitaría o querría en el mundo al ver el reencuentro entre Willy y Moose: cara a cara, patillas con pecas, el gato colgando en el aire frente al niño que lo sostenía, lo besaba, lo apretaba con demasiada fuerza, con los ojos cerrados y decía:

– ¡Eh, Moose! ¡Jesús, te extrañé!

Agatha fue presentada a Zach, que se levantó en una destartalada carreta cargada con la cesta vacía, la máquina de coser y todo el equipaje de Agatha, incluyendo el sombrero que Gandy lanzó por el aire a último momento.

Luego, ella, Willy, Scott y Moose subieron a un coche con muelles negros y arrancaron hacia el nuevo hogar de Agatha. En el camino vio por primera vez pimpollos rojos: nubes de heliotropos. Y cornejos, nubes blancas, algodonosas. Glicinas, nubes de púrpura puro. En los charcos junto al camino, florecían los junquillos en grupos tan extensos que parecía que hubiesen caído trozos de sol a la tierra, y se hubiesen despedazado sobre la hierba. Como en Florida, prevalecía el olor del Sur, rico, húmedo, fecundo. A Agatha ya le encantaba.

Pasaron por Oakleigh, y Willy le contó que ahí vivían la abuela y la madre de A. J. desde antes de la guerra. Pasaron ante una pequeña iglesia blanca en medio de un conjunto de pinos, y le dijo que ahí iba Leatrice los domingos. Ante el cementerio, le contó que ahí estaba enterrada Justine. Giraron hacia el prado, y Gandy le dijo:

– Aquí… es donde yo nací.

Más grande, más majestuoso de lo que la acuarela de Scott fue capaz de representarlo. Waverley, con sus altos pilares, su magnífica rotonda y sus bancos de hierro forjado que semejaban una labor de encaje. Waverley, con sus imponentes magnolias en el frente y los bojes, pulcramente recortados. Lo contempló, y se le aceleraron los latidos del corazón: al fin estaba ahí. ¡Al bajar la mirada, vio a los pavos reales en el prado!

– ¡Oh! -exclamó, agitada.

Scott sonrió al verla, desbordante de orgullo por el aspecto de la casa, engalanada con tantas flores, lustrosa como una perla en medio de los prados de esmeralda.

– ¿Te gusta?

La respuesta fue como había esperado. Permaneció inmóvil, muda, con la mano apretada contra el corazón tumultuoso.

Jack vio el carro y corrió cruzando los campos, desde la curtiembre, vociferando a todo pulmón:

– ¡Llegaron! ¡Llegaron!

Y antes de que el coche se detuviera, se abrió de par en par la puerta principal y se oyeron hurras y todos corrieron hacia el vehículo con los brazos levantados.

Agatha pasó de Pearl a Ivory, de éste a Ruby, y todos la abrazaron. Luego llegó Jack resoplando por la carrera a través del patio, haciéndola girar en círculo, riendo. Después apareció Jube, radiante incluso con un vestido de algodón gastado.

– ¡Jube, felicidades!

Las dos mujeres se apartaron un poco y se miraron, sonriendo. Después, Jube aferró a Marcus del brazo y tiró de él haciéndolo adelantarse.

– ¿No es maravilloso? Si él te dice lo contrario, no le creas una palabra.

Marcus, perfecto caballero, como siempre, sonrió a Agatha pero se quedó atrás. La recién llegada le dio un impulsivo abrazo.

– ¡Felicidades, Marcus! Estoy muy contenta por vosotros.

El joven hizo ademanes como de verter aceite e hizo un gesto interrogante con la ceja.

– Sí, está aceitada y lista para funcionar. Haremos el vestido de la novia en menos que canta un gallo.

Había otra persona que esperaba en los escalones del frente con las manos cruzadas sobre la barriga protuberante, con un saco de cuero colgando del cuello por medio de una correa, una mujer con la forma de un búfalo de agua, que no podía ser otra que Leatrice.

Todos, menos Leatrice hablaban al mismo tiempo. Todos menos Leatrice, abrazaron a Agatha o la besaron en la mejilla. Todos, menos ella sonrieron y rieron. Leatrice esperó, como una reina sobre la plataforma, a que le presentaran a la viajera.

Cuando el barullo del recibimiento cedió un poco, Scott tomó a Agatha del codo y la acompañó hasta los escalones de mármol.

– Leatrice -dijo-, me gustaría presentarte a Agatha Downing. Agatha, ésta es Leatrice. Es caprichosa e irrazonable, y no sé por qué la conservo. Pero yo estuve más tiempo bajo el agua que ella lejos de Waverley y, por lo tanto, supongo que se quedará.

Leatrice habló con una voz como la de una locomotora con dificultades para dar la marcha atrás.

– De modo que aquí estás, al fin, mujer de Kansas. Quizás ahora obtengamos de este sujeto algo más que gruñidos. -Señaló a Gandy con el pulgar-. Convivir con este muchacho fue peor que hacerlo con un oso salvaje.

A Gandy se le enrojeció el cuello y se miró los pies. Por cortesía, Agatha se abstuvo de mirarlo.

– Oí hablar mucho de usted, Leatrice.

– Apuesto a que sí, y nada bueno, ¿no es así?

Agatha rió. A decir verdad, la mujer hedía como una mofeta, como le advirtió Gandy.

– Bueno, oí decir que usted gobierna con mano de hierro, pero tengo la sensación de que, a veces, hay alguien que lo necesita.

– ¡Ja! -Leatrice reacomodó las manos cruzadas sobre su panza de barril-. Y yo sé quién.

Llegó Zach con el equipaje y los hombres comenzaron a descargarlo. Jack y Marcus subieron la máquina de coser. Zach e Ivory los siguieron con un baúl, el último con el sombrero de Agatha con flores rosadas encasquetado en la cabeza.

– ¿De dónde sacaste ese sombrero, muchacho? -preguntó Leatrice.

Agatha se lo arrebató.

– Es mío, pero el amo de Waverley emitió la primera orden: nada de sombreros para mí.

– ¿A dónde llevo estas cosas? -preguntó Jack.

– Al salón de la derecha -respondió Gandy, y los hombres entraron.

Se acercó Willy, arrastrando la sombrerera, casi tan grande como él, y lo seguían Jube y las chicas con otras piezas del equipaje. Mientras se metían dentro, Agatha acomodó los pétalos del sombrero y miró a Gandy con expresión provocativa.

– ¿Y dónde voy con esto?

Gandy miró con disgusto el sombrero con sus rosadas flores de calabaza, la espiral de red, y el racimo de cerezas en medio de un grupo de hojas verdes.

– No te ofendas, Agatha, pero éste es la cosa más fea que he visto nunca. Es un misterio para mí por qué una mujer con un cabello como el tuyo querría cubrirlo con flores rosadas de calabaza y cerezas.

Agatha cesó de manosear los pétalos de seda, suspiró y, casi por casualidad, ganó para siempre el corazón de la negra, al preguntar:

– Leatrice, ¿cree que podría aprovechar un sombrero rosado un poco usado?

Leatrice dilató los ojos, los fijó en la bizarra creación, y tendió las manos con gesto lento y reverente.

– ¿Esto? ¿Para mí?

– Si no le molesta que esté un poco usado…

– Señor…

Gandy le sonrió a Agatha y dijo:

– Vamos, te mostraré la casa.

Dejaron a Leatrice en los escalones del frente, con el pestilente saco de asafétida en el cuello y el sombrero rosado en la cabeza.

Scott llevó a Agatha a trasponer el portal más ancho y alto que ella hubiese visto jamás, y entraron en la gran rotonda donde se detuvo un momento para recuperar el aliento. Era majestuosa. Amplia y luminosa, con puertas corredizas abiertas, mostrando dos recibidores idénticos a cada lado y las escaleras iguales que descendían desde lo alto, constituyendo un gracioso marco para las puertas de atrás, también semejantes, al otro lado del lustroso suelo de pino. Miró arriba y lo que vio era tal como lo había imaginado: El techo en forma de cúpula, la elegante araña de bronce, las pasarelas, las ventanas, las puertas que daban a las habitaciones del suelo alto, y los husos, los setecientos dieciocho, que parecían las costillas de un ser monstruoso.

Desde el principio tuvo esa impresión: que Waverley tenía vida propia, distinta de sus habitantes. Poseía dignidad, con un toque desafiante, como si se sintiera superior por haber sobrevivido a la guerra. Por otra parte, sus proporciones empequeñecían a sus moradores, se les imponía. Pero esa dominación estaba atemperada por cierto aire de protección. Agatha tenía la sensación de que si uno necesitaba refugio, no tenía más que dar un paso entre las escaleras gemelas y estas lo estrecharían como dos brazos fuertes, y lo protegerían de todo peligro.

– Me encanta -afirmó-. ¿Cómo pudiste estar lejos de aquí tantos años?

– No lo sé -respondió Scott-. Ahora que he regresado, realmente no me lo explico.

– Muéstrame lo demás.

La llevó a la sala del frente, a la izquierda, una bella habitación con cuatro ventanas altas, imponentes, una gran chimenea y, a la izquierda de la entrada, un hueco en la pared, rodeado por un decorado de yeso.

– La alcoba nupcial -anunció.

– Preparada para ser usada otra vez -comentó Agatha-. Qué hermosa. Sin duda, debe de estar contenta.

– Jube está fascinada.

– No, Jube no, me refiero a la casa. -Alzó los ojos hacia el alto techo-. Tiene… presencia, ¿no es así? -Caminó alrededor de una silla Chippendale de patas palmeadas, pasó las yemas por la superficie encerada de una mesa Pembroke, el respaldo de un airoso sofá, pasó al piano, donde tocó una nota que quedó vibrando en el aire-. Personalidad.

– Pensé que yo era el único que todavía lo creía. Mi madre también.

Por las ventanas bajas del frente vieron los árboles de boj que la madre de Gandy había llevado desde Georgia.

– Quizá mire desde su tumba, al otro lado del camino, y dé su aprobación al modo en que hiciste revivir la casa.

– Quizá sí. Ven, te mostraré mi habitación preferida.

También a Agatha la oficina de Scott la conquistó a primera vista. Era mucho más personal que la sala del frente, poseía un aspecto de habitación en la que se vivía, con el libro mayor abierto sobre el escritorio, un tintero de cristal, y una pluma con punta de metal que parecía aguardar para ponerse a trabajar una vez más; el humidificador, sin duda lleno de cigarros, los restos de uno en un cenicero de pie, que estaba cerca de la silla junto al escritorio. El olor de Scott, a cigarro, cuero y tinta, predominaba.

– Va muy bien contigo.

Al levantar la mirada, lo sorprendió observándola, y aunque no sonreía se lo veía tan complacido de que ella estuviese ahí como Agatha se sentía de estar, por fin, en la plantación.

– Te mostraré el comedor -dijo, girando para abrir la marcha por el pasillo.

También el comedor era inmenso, con gabinetes empotrados para guardar la porcelana, una maciza mesa rectangular y, sobre ella, otra araña de gas. Bajo la mesa, el suelo estaba desnudo y reluciente, y los pasos de los dos resonaron mientras caminaban por el cuarto.

– El desayuno es a las ocho, el almuerzo al mediodía, y la cena, a las siete. Ésta es siempre formal, y compartimos la mesa con los huéspedes.

– ¿Y Willy?

– Willy también.

Entonces, Scott Gandy le daría otra cosa más: ese inefable sentido de familia que cundía en torno de la mesa de la cena más que en ningún otro lado. Los atardeceres de Agatha ya no serían solitarios, nunca más.

Tenía el corazón rebosante. Quería agradecérselo, pero ya la llevaba hacia la otra sala de adelante.

– Y ésta es tu habitación -le dijo Gandy, cediéndole el paso.

– ¿Para mí? -Entró-. ¡Pero… pero es tan grande…! Lo que quiero decir es que me sobraría la mitad del espacio.

La máquina de coser y los baúles ya estaban instalados en la amplia habitación. Todo brillaba: las cuatro ventanas, una con una vista al sur, hacia los jardines de adelante, el sendero de entrada, los bojes y, al este, el río. Era demasiado, y se sentía abrumada.

– Quería que estuvieras en el suelo principal, para que no tuvieses que subir las escaleras con frecuencia. Si estás de acuerdo, usaremos ese rincón como salón de clase para Willy.

– Oh, estoy más que de acuerdo.

Era una habitación idéntica a la primera sala, sin la alcoba, pero con una rareza: un armario con espacio para entrar, más grande que cualquier despensa que Agatha hubiese visto. Había una elegante cama con colgaduras de brocado blanco, una silla tapizada en tela de flores coloridas, una pequeña cómoda doble con cajones también en la parte superior, un poco más angosta, un espejo de pie de un metro y medio de alto, montado sobre puntales giratorios, y una mesa de biblioteca sobre la que había un gran ramo de forsitias doradas.

– Lo siento, Gussie. No gozarás de mucha intimidad, salvo a la noche. Durante el día, para darte sensación de intimidad, podrías tener las puertas abiertas mientras trabajas aquí. Así, los huéspedes se sentirán como si fueran de la familia.