– ¿Qué me dices respecto de ir mañana a la iglesia?
– ¿La iglesia? -repitió, sorprendido con la guardia baja.
– Sí, la iglesia. Willy estuvo asistiendo, ¿no es verdad?
Gandy carraspeó:
– Bueno… eh…
– No asistió. -Su semblante expresó decepción, cosa que hizo encogerse al hombre-. Oh, Scott, no puedes descuidar la educación espiritual del niño.
– Bueno, no es que no quiera que vaya, es que la iglesia más cercana está en Columbus.
– ¿Y la pequeña iglesia blanca por la que pasamos cuando vinimos?
– Es de los negros.
– ¿De los negros? ¿Bautista, quieres decir?
– Bueno, sí, bautista, pero para los negros.
– ¿Van Leatrice y Ruby?
– Leatrice sí, Ruby no.
– Bueno, entonces le diré a Leatrice que Willy y yo iremos con ella.
– Pero, Gussie, no entiendes.
– ¿Acaso no le rezamos al mismo Dios? ¿Qué importa si es bautista o presbiteriana?
– No importa. ¡Pero es de ellos!
– ¿Me echarán?
– No, no te echarán. Es que los blancos y los negros no se mezclan en la iglesia.
– Qué raro. ¿No crees que sería el lugar ideal para que lo hiciéramos?
Así, Agatha y Willy fueron a la iglesia con Leatrice, Mose, Zach, Bertrissa y Caleb. Leatrice, orgullosa, usando el llamativo sombrero rosado, se ocupó de presentarlos.
– Éste es Willy, el pequeño que adoptó el amo, y la señorita Agatha Downing, de Kansas. Es presbiteriana, pero rezará con nosotros.
En realidad, Gandy no se sorprendió de que Agatha se adaptara. A fin de cuentas, fueron mujeres como ella las que lograron que todo el Estado de Kansas apoyara la prohibición. Cuando regresaron, estaba esperándolos sentado en uno de los bancos de bois d'arc, en la galería norte.
– ¿Lo habéis pasado bien? -preguntó, levantándose cuando Agatha subió los escalones.
– Es una iglesia pequeña y encantadora. La próxima vez tienes que venir con nosotros.
Y para su sorpresa, a Gandy la propuesta le resultó tentadora.
Se acostumbró a levantar la vista desde el escritorio de la oficina para ver a Gussie trabajando en su habitación. Era placentero saber que estaba ahí, firme, confiable. Los huéspedes la adoraban. Emanaba un aire aristocrático que a las otras chicas les faltaba. Con sus finos vestidos, el cabello siempre impecablemente peinado, las uñas lustradas y recortadas en forma de óvalos perfectos, era la imagen de la gentileza que los invitados habían imaginado al hacer las reservas para la mansión Waverley. Agatha se hizo un hábito de saludarlos cuando llegaban, saliendo del cuarto, reuniéndose con Gandy en el vestíbulo para abrir juntos la puerta principal y darles la bienvenida a todos los que se apeaban del coche. Era lógico que muchos de ellos los considerasen marido y mujer, y se dirigiesen a ellos como «el señor y la señora Gandy«. La primera vez que sucedió, Gandy advirtió que Agatha se ruborizaba y le echaba una mirada fugaz. Pero después, se adaptó y dejó que él se ocupara de corregir el error.
Agatha dio a Willy la responsabilidad de acompañar a cada recién llegado a la habitación correspondiente, pues comprendió que el encanto del niño en sí mismo ayudaría a que la gente volviera. Era capaz de hablar con cualquiera, conocido o no. Del mismo modo que había cautivado su corazón cuando lo conoció, Willy conquistaba a ricos industriales y a sus esposas minutos después de que hubiesen puesto los pies en la mansión. Al comprenderlo, amplió la tarea y le asignó la de guiar en una gira por los establos y los campos a cada contingente que llegaba. A partir de entonces, Willy siempre recibía propina. Agatha encargó a Marcus que le fabricase una alcancía en forma de banjo, con las cuerdas sobre la ranura, de modo que sonaran cada vez que metía una moneda. Estaba tan encantado cada vez que echaba una moneda, que no le fastidiaba ahorrar. Agatha le hizo un libro de contabilidad en miniatura y le enseñó a ingresar cada propina que recibía, con la fecha, la cantidad y el nombre de la persona que se la había dado. (Hasta que aprendiese a escribir, aceptó escribir ella misma los nombres, aunque sí sabía los números y podía anotarlos él mismo.) Le explicó que, cuando fuera mayor, sin duda reemplazaría a Scott en el manejo de Waverley, y que tendría que aprender cómo llevar los libros, como lo hacía él. Al mismo tiempo, le enseñó a contar dólares y centavos, y a sumar. Pero, sobre todo, le enseñó el valor del ahorro.
Las tres horas diarias de trabajo formal con Willy no eran el único tiempo invertido en su educación. Se le enseñaban modales siempre que la ocasión lo exigiera. Cuando Agatha cortó el vestido de boda de Jube, le enseñó a usar la cinta de medir; y Marcus, a petición de Agatha, le mostró cómo aceitar la máquina de coser, en lugar de explicárselo. Si alguno de los hombres iba a pescar, mandaba a Willy con él para que aprendiera. Si Leatrice pelaba bagres, Agatha le pedía que le mostrase a Willy cómo lo hacía. Cuando Zach recortaba cascos de caballos o los herraba, el chico aprendía los nombres de las herramientas, el ángulo apropiado del casco, el modo de ajustar la herradura.
Agatha misma le enseñó que jugar era la recompensa por trabajar, procurando que tuviera cantidades similares de ambas cosas, para que al crecer fuese trabajador, pero también capaz de divertirse.
Willy también le enseñó cosas a ella. Le contó cómo Prince y Cinnamon se mordisquearon y fingieron indiferencia antes de que el potro montara a la yegua con su gran pene que colgaba casi hasta el suelo.
Y también, cómo se había topado con Jube y Marcus cerca de la vieja curtiembre, y cómo el joven levantó el vestido de la muchacha hasta la cintura y que ésta reía y corcoveaba como un potro cerril.
Y que, en ocasiones, las chicas se escabullían hacia la piscina de ladrillos e iban a nadar sin otra cosa más que los calzones.
A Agatha la escandalizó la cantidad de cosas atrevidas que Willy había presenciado en ese lugar mientras andaba sin que nadie lo educase, y le habló a Scott al respecto. Fue la primera vez que no recibió su apoyo.
– Son cosas naturales, Gussie. No veo nada de malo en que presencie cómo se aparean los caballos.
– Tiene sólo seis años.
– Y aprendió junto conmigo que así es cómo opera la naturaleza para procrear.
– Y vio a Jube y Marcus. ¿Qué clase de enseñanza es ésa para un niño de seis años?
– Están enamorados. ¿Acaso eso no es también una lección?
Demasiado avergonzada para mirarlo en la cara más tiempo, huyó de la oficina. Pasó varias noches preguntándose qué habría visto Willy cuando los caballos se aparearon, y a Jube y Marcus. Las imágenes que bullían en su mente la dejaron desasosegada, incómoda, acalorada y, al levantarse para abrir la ventana, vio luces que titilaban en dirección de la piscina. Trató de imaginar cómo sería experimentar esa paradisíaca levedad sin otra prenda que una fina ropa interior de algodón. Un día, poco antes de la boda, cuando estaba probándole el vestido a Jube, le preguntó si era cierto que las chicas iban a nadar después del anochecer. Jube dijo que sí, y Agatha le pidió si podía ir con ellas la próxima vez.
Fueron esa misma noche, deslizándose por el camino como cuatro espectros, los camisones como manchones blancos bajo las magnolias gigantes. Sin duda, andar descalza de noche, sin más ropa que una delgada ropa interior bajo el camisón, no era propio de una dama, pero Agatha había hecho tan pocas cosas prohibidas en su vida que era un placer romper las reglas por una vez.
Llegaron a la casa de la piscina riendo entre dientes y encontraron el camino a tientas en la oscuridad; estaba fresco, la tierra húmeda se les pegaba a los pies, luego tocaron el mármol, más frío y suave en el borde de la piscina. Jube bromeó:
– Miremos si hay mocasines de agua. -Dos gritos agudos resonaron, fantasmales, en las paredes y la superficie del agua, que gorgoteaba un poco. Luego, una cerilla aplicada a la lámpara simple proyectó una tenue luz anaranjada sobre un rincón del gran recinto. Jube se volvió, y desatando el nudo del cinturón, preguntó, inocente-: ¿Alguna está asustada?
Ruby la empujó, con bata y todo.
– ¡Caramba, no, no estamos asustadas! ¡Acércate, así puedo tomarme la revancha!
Ruby rió, se quitó la bata y bajó los escalones de mármol como una diosa de ébano desnuda, seguida por Pearl. Jube las salpicó, y protestaron. Después, las dos se aliaron para vengarse de Jube y pronto las tres jugueteaban como niñas.
Agatha fue mucho más lenta para mojarse. Llevaba puesta una combinación de algodón: una prenda sin mangas que se abotonaba en un hombro y en la ingle, y combinaba calzones y enagua en una sola prenda.
Tal como Gandy había dicho, estaba helada. Pero cuando se metió, se acostumbró a la temperatura como le había pasado en White Springs. Se repitieron la ingravidez y el placer que recordaba… paradisíacos. Las chicas nadaban de un modo rudimentario. Le enseñaron a ponerse de espaldas, agitar los pies y usar las manos como si fuesen aletas de pescado. Y a sumergirse no muy hondo y emerger con la nariz por delante. Y cómo soplar por la nariz para que no se le llenara de agua. Y a descansar en el agua tomando una gran bocanada de aire, reteniéndola y sintiendo que subía, subía a la superficie y quedaba ahí, como si flotara sobre una nube en el cielo.
Terminó demasiado pronto, pero Agatha se prometió que volvería sin demora.
Entre tanto, los preparativos para la boda avanzaban. Llevó más tiempo del que pensaba terminar el vestido de Jube, y que la cabaña del mirador estuviese habitable. Pero, por fin, todo estuvo listo y el ministro de la Iglesia Bautista de Leatrice aceptó celebrar la ceremonia.
Se reunieron en la sala del frente, en una dorada tarde de principios de abril: la familia de Gandy, y todos los huéspedes regulares de la mansión Waverley (a esa altura, las tres habitaciones estaban ocupadas), y todos los antiguos esclavos que habían regresado parar ayudar a que la propiedad floreciera otra vez. El salón brindaba un marco espléndido para la pareja nupcial, con el sol entrando oblicuo por las altas ventanas que daban al oeste y los arbustos de azalea repletos de flores, tanto afuera como adentro. Se habían colocado enormes ramos de azaleas rosadas sobre el piano y las mesas, en toda la habitación. En la alcoba nupcial Jube, toda vestida de blanco, su color, estaba junto a Marcus que lucía elegante de gris. Jube sostenía un ramillete de azaleas blancas unidas por una sencilla cinta de satén blanco. Marcus la tenía de la manO libre.
Ivory tocaba el piano, mientras Ruby y Pearl entonaban «Dulce es el florecer primaveral del amor».
El reverendo Clarence T. Oliver se adelantó y sonrió, benevolente, a la pareja de novios. Era un hombre delgado y alto, corto de aliento, y la túnica colgaba de su cuerpo flaco como una bandera en un día sin viento. Usaba unas gafas redondas y no podía quedarse quieto ni cuando hablaba. Pero en cuanto abría la boca, hacía olvidar todo lo demás. La voz de bajo profundo resonaba como un tambor en la selva.
Abrió la Biblia y la ceremonia comenzó.
«Queridos bienamados…»
Gandy estaba cerca, evocando el día en que él y Delia oyeron las mismas palabras en la misma alcoba. Ellos también estaban radiantes de felicidad, como ahora Jube y Marcus. Tenían el futuro por delante, extendido como un camino dorado por el que sólo hacía falta que avanzaran de la mano, hacia la felicidad eterna.
Qué breve fue esa felicidad, y cuan poca disfrutó desde aquel entonces. Envidiaba a Marcus y Jube, radiantes de amor, comprometiéndose a compartir el futuro. Él también deseaba eso.
Entre él y Agatha, Willy se removía. La mujer se inclinó hacia él, le murmuró algo al oído, y el chico se calmó.
El ministro preguntó quién sería testigo de la unión, y Gandy dijo:
– Yo.
Pearl y Ruby dijeron a dúo:
– Nosotras.
(Jube había insistido en tener dos testigos mujeres, y aseguró que no podía elegir entre las dos, y a la larga, el sacerdote accedió.)
El ministro preguntó:
– Tú, Marcus Charles Delahunt, ¿quieres por esposa a Jubilee Ann Bright, como tu fiel esposa, para tenerla y sostenerla desde hoy en adelante, en lo bueno y en lo malo, en la riqueza y en la pobreza, en la enfermedad y en la salud, dejando de lado a todos los demás, hasta que la muerte os separe? Responde asintiendo.
Marcus asintió y, con el rabillo del ojo, Scott vio que Gussie sacaba un pañuelo de la manga.
El sacerdote le repitió la pregunta a Jube.
– Sí, quiero -respondió en voz baja.
Scott vio que Gussie se enjugaba los ojos.
– En presencia de estos testigos, y con el poder que me confiere Dios, os declaro marido y mujer.
Willy miró a Gussie y murmuró:
– ¿Por qué lloras?
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