Gandy le apretó el hombro. El chico pasó la vista a Scott:
– Bueno, está llorando. ¿Por qué llora?
Pero no obtuvo respuesta. Scott estaba abstraído contemplando a Agatha secarse los ojos, observando el juego del sol dorado sobre las brillantes ondas cobrizas de su pelo, la curva de la mandíbula, de perfil a él, la lozanía de los labios que cubría a medias con el pañuelo. Y absorto en el súbito palpitar enloquecido de su propio corazón.
La convicción lo golpeó con tanta brusquedad como si, de pronto, la vieja magnolia se hubiese caído sobre el tejado: Tendríamos que ser nosotros los que estuviésemos en esa alcoba. ¡Tendríamos que ser Gussie, Willy y yo!
Capítulo 21
Estuvo dos días pensando, estupefacto al comprender que Agatha Downing había conquistado su corazón, un corazón que había permanecido indiferente después de Delia. Pero, ¿cómo podía permanecer indiferente ante alguien que le había brindado tanta felicidad? Antes de Agatha, no había Willy ni Waverley. Scott vivía sin rumbo buscando conformarse con un romance insatisfactorio con Jube, con la familia sustituta que lo rodeaba, con una sucesión de barcos fluviales y tabernas donde apostaba y vendía whisky, tratando de reemplazar la felicidad genuina de la vida familiar por la alegría ficticia de la vida nocturna. Ahora, en retrospectiva, comprendía lo superficial de esa dicha. La «familia» no era más que una lamentable troupe de descontentos que buscaban raíces, constancia, objetivos en la vida.
Jube y Marcus habían hallado los suyos uno en otro. Y a menos que se equivocase, pronto Ivory y Ruby harían lo mismo. ¿Y qué pasaba con él y Gussie? ¿Cuándo Scott fue más dichoso que cuando ella llegó a Waverley? ¿Quién había hecho más por hacerlo regresar a los valores en que lo habían educado? Tenerla ahí, como madre de Willy, anfitriona de los huéspedes, influencia serena sobre las chicas, completaba el cuadro que Scott tenía de Waverley redivivo. Sólo a partir de la llegada de Agatha fue tal como lo había imaginado. Y ahora que estaba allí no quería que se fuera jamás.
Quería ver crecer a Willy hasta que se convirtiera en un joven brillante y honesto, guiado siempre por los dos; ver prosperar el negocio y compartir el éxito con ella; criar una hornada de hijos de ambos, que harían travesuras en los prados de los pavos reales, y llenarían los cuartos hasta que estuviese obligado a agregar un ala a la casa; quería estar seguro de que se acostaría con ella y se levantaría con ella, y verla sorber la sopa desde un rincón del comedor con los modales impecables que tanto admiraba; quería contemplar el magnífico cabello caoba, verlo encanecer al mismo tiempo que el suyo y, en la vejez, sentarse en los bancos de la galería mientras los nietos daban maíz a los pavos reales.
LeMaster Scott Gandy quería a Agatha Downing por esposa.
Lo que más le gustaba a Agatha era el anochecer. Las noches, cuando las muchachas cruzaban el prado con las faldas armadas de miriñaque, y parecía que se deslizaban por el aire. Las noches en que todos se reunían en la galería trasera y bebían mint juleps, mientras Willy daba de comer a los pavos y los huéspedes se sentaban en los bancos de bois d'arc oliendo el césped recién cortado, llenándose las fosas nasales con ese fresco aroma. Cuando se retiraban a la gran mesa del comedor y compartían la comida conversando alegremente. Cuando se encendían los picos de gas de iluminación y la casa resplandecía con una luz suave. Después, hacían música en el salón: Ivory al piano, Marcus con el banjo y las muchachas, que cantaban canciones pastorales.
En ocasiones, bailaban con los invitados sobre el lustroso suelo de pino de la gran rotonda, y la araña proyectaba una luz ambarina sobre los hombros y las faldas siseaban con un sonido que parecía la hierba crecida agitada por el viento estival. Entonces, Scott y los otros hombres sacaban a las damas a bailar el vals, mientras Willy se sentaba en el tercer escalón, tocaba la armónica y marcaba el ritmo con el pie bajo la serena interpretación de Ivory. Y Agatha levantaba la vista del bordado, abandonaba las manos sobre el regazo y se perdía en el encanto de las elegantes parejas que siempre despertaban una sensación de nostalgia en su pecho.
Hasta que, una tarde, poco después de la boda, Scott se detuvo ante ella y le hizo una profunda reverencia:
– Señorita Downing, ¿me concedería esta pieza?
El corazón se le estremeció y sintió calor en el cuello.
– Yo… -Para guardar las apariencias, decidió seguirle el juego, fingiendo un tono afectado y usando el bastidor de bordar como abanico-. Muy amable, señor. De todos modos, he bailado tanto que tengo los pies destrozados.
Scott rió y le atrapó la mano:
– No acepto una negativa.
Agatha alzó la vista hacia la rotonda y le ardieron las mejillas.
– No, Scott-susurró, premiosa-, ya sabes que no puedo bailar.
– ¿Cómo lo sabes? ¿Alguna vez lo intentaste?
– Pero sabes…
– Lo haremos muy lentamente. -Le arrebató el bastidor y lo dejó sobre el sofá-. Te aseguro que no te dolerá. Ven.
– Por favor, Scott…
– Confía en mí.
La hizo ponerse de pie y enlazó los dedos de ambos con firmeza mientras la acompañaba hasta la rotonda, donde otras tres parejas giraban con lentitud. Se sentía muy torpe de frente a él, con las mejillas como tomates maduros y las manos no acostumbradas a la posición del vals.
– Una aquí -le indicó, poniéndole la mano izquierda sobre su propio hombro-. Y la otra, aquí. -Levantó la otra mano en la suya-. Relájate. Nadie espera que demuestres nada: limítate a disfrutarlo.
Empezó balanceándose, sonriéndole, aunque Agatha no quería levantar la cara. No recordaba haberse sentido tan avergonzada en toda su vida. Pero los demás siguieron bailando como si no se percatasen de que, entre ellos, había una inválida.
Scott dio un pequeño paso y Agatha se movió tarde, se tambaleó y tuvo que aferrarse a la mano del compañero para no caer. La sostenía con firmeza y seguridad. Gandy dio un paso hacia el otro lado y ella lo adivinó, descubriendo que le resultaba mucho más fácil moverse en esa dirección. Gandy daba un paso cada tres de los otros bailarines. No se parecía mucho a un vals, pero no importaba. Con esfuerzo, Agatha siguió el paciente balanceo del hombre: daba un paso torpe hacia la izquierda, uno fluido a la derecha. Y cuando, al fin, se le enfrió el rostro, levantó la vista. Como él le sonreía, ella le correspondió con una sonrisa vacilante. De súbito, no importó que en realidad no estuviese valseando. No importaba que tuviese que aferrarse al hombro y a la mano del compañero con un poco más de fuerza que las otras. Lo único que importaba era que estaba sobre una pista de baile por primera vez en la vida. Y que Scott fuese más allá de su torpeza y le hubiese obsequiado con algo más valioso que todas las coronas con piedras preciosas del mundo.
El corazón le desbordó de gratitud. Los ojos, de amor. Deseó con fervor ser graciosa y estar sana para él, poder brincar por la pista de baile riendo y echándose atrás, quebrando la cintura, mientras veía la araña girar y girar encima de ellos. Un hombre tan hermoso merecía una mujer perfecta. La impresionó saber que él era tan bello por dentro como por fuera. Era una de esas raras personas que juzgaban a la gente por lo que sabían de ella y no por lo que veían. Era benévolo, generoso, juicioso y honesto. Y era así con todo el mundo. No se ponía un sombrero para complacer a una persona y otro para complacer a otra. Esperaba que la gente lo aceptara como era, porque eso era lo que él hacía. Era la primera persona con la que Agatha podía relajarse por completo, ante quien podía admitir su propia fragilidad y hasta qué punto la afectaba emocionalmente. Y sabiéndolo, le había brindado los regalos de nadar y bailar, dos libertades que jamás había esperado conocer.
– ¡Gussie, no sabía que podías bailar! -exclamó Willy, desde su lugar en el escalón.
Agatha le sonrió con las mejillas encendidas, pero de felicidad en lugar de vergüenza.
– Yo tampoco.
– ¿Te parece que yo podría?
– Si yo puedo, cualquiera puede.
El chico bajó de prisa el escalón y se abrió paso entre las otras faldas armadas de miriñaque. Scott se inclinó y lo levantó.
– Dale tu mano izquierda a Gussie -le indicó-. No, con la palma hacia arriba. -Willy dio vuelta a la mano y Agatha apoyó la suya en ella.
La mano izquierda de Scott seguía en la cintura de la mujer, y así bailaron los tres, Willy riendo, Agatha resplandeciente, y Scott, con aire complacido.
«Así tendría que ser, -pensó Agatha-, los tres juntos». Saboreó esos momentos dichosos, los almacenó para conservarlos en la memoria y sacarlos luego para revivirlos: la tibieza de la mano de Scott en su espalda, la firmeza del hombro bajo su mano, la risa feliz de Willy, la mano pequeña y húmeda en la suya, el juego de la luz ambarina sobre el rostro del hombre, los hoyuelos cuando sonreía, los ojos oscuros, alegres.
Cuando la danza terminó, Agatha subió con Willy. Cuando el niño iba a acostarse, era el único momento del día en que subía las escaleras. Él lo esperaba y ella lo disfrutaba. Encontró la camisa de noche y preparó una camisa y un calzón limpios para el día siguiente, vio cómo plegaba con pulcritud los pantalones, como le había enseñado. Mientras se ponía la ropa de dormir, Agatha fue hasta el vestidor, vagando entre las cosas de Scott, como solía hacer. Canturreando la melodía que habían bailado, inclinando la cabeza, levantó el cepillo para el pelo, pasó el pulgar por las cerdas, y se lo pasó por el pelo, encima de la oreja derecha, hasta donde lo permitía el rodete francés.
– ¿Necesitáis ayuda por aquí?
Soltó el cepillo con ruido y se dio vuelta hacia la puerta. Scott se recostó en el marco de la puerta, con el peso sobre una cadera. Recorrió lánguidamente con la mirada desde el rostro ruboroso hasta el cepillo, y al rostro otra vez. Los hoyuelos eran tan marcados como las tachuelas del tapizado de una silla. Nunca había subido mientras hacía acostar a Willy. Por lo general, éste bajaba corriendo hasta la oficina, le daba un beso de buenas noches, bebía un último sorbo de agua y demoraba lo más posible la hora de acostarse. Agatha solía gritarle asomada a la baranda:
– ¿Qué estás haciendo ahí abajo?
Y Willy subía arrastrando los pies, con aire de perseguido. Entonces, le mullía la almohada, le daba el beso de las buenas noches, acomodaba la red alrededor de la cama y apagaba la luz. Tenía la costumbre de irse a su propio cuarto en cuanto cumplía con todos esos rituales. Scott siempre estaba en la oficina cuando ella pasaba ante la puerta. Y cuando se daba la vuelta para cerrar la puerta, lo sorprendía mirándola, fumando un puro o jugueteando con la pluma.
– Buenas noches -decía.
– Buenas noches -respondía él.
Y las puertas se corrían con un leve topetazo, interponiéndose entre los dos.
Pero esa noche, Scott apareció en el cuarto de Willy y acomodó la red en el otro lado de la cama, luego la rodeó y se sentó en el borde.
– Buenas noches, muchacho.
Willy se arrojó entre sus brazos y le dio un beso entusiasta.
– ¡Me gusta bailar!
Scott rió y le revolvió el cabello.
– Te gusta, ¿eh?
– ¿Podemos hacerlo otra vez mañana por la noche?
– Si Gussie quiere.
– Querrá. Querrás, ¿no es cierto, Gussie?
La observó, sin dejar de sonreír. La incomodidad le provocó a Agatha pequeños estremecimientos en la parte de atrás de las piernas.
– Desde luego. -Se atareó con Willy-. Bueno, y ahora, acuéstate, jovencito.
– Primero un beso -exigió, arrodillándose junto a Scott y tendiendo los brazos a Agatha.
Se inclinó para recibir el beso y el abrazo de costumbre. La pierna de Agatha chocó con la rodilla de Scott y las faldas cubrieron el pantalón. La conciencia de sí se agudizó. Willy se tiró hacia atrás y los dos adultos se incorporaron. Al ver a Scott correr la cortina, la invadió una fantasía tan vital como el aire: que Willy era de los dos, que cuando terminaran de darle las buenas noches Scott la tomaría de la mano y la llevaría, por la pasarela elevada, al dormitorio principal. Una vez allí, se soltaría el cabello y lo alisaría con el cepillo que compartían, se pondría un fino camisón con encaje en la parte superior y, al mirar en torno hallaría los ojos oscuros siguiendo cada uno de sus movimientos, mientras Scott se desabotonaba lentamente la camisa y la sacaba fuera de los pantalones. Se reunirían en la gran cama con baldaquino en la que él había sido concebido, y él diría:
– Al fin -y harían juntos lo que, según Violet, ninguna mujer debía perderse.
Pero lo que sucedió fue que bajaron la escalera curva, Scott adaptándose al paso de ella. Y al llegar a la oficina Scott se volvió, Agatha fue hacia su propio dormitorio. Pero cuando las puertas se corrieron a unos centímetros del otro, Agatha se detuvo y al mirar lo encontró parado en la puerta de la oficina, contemplándola otra vez.
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