– Ten. Te he cortado uno bien puntiagudo, fácil de chupar.
Intercambiaron los trozos. Las manos de Scott no estaban más limpias que antes, y tampoco la cara. Estaba surcada de sudor, tenía polvo en las arrugas de las comisuras de los ojos. Sin ceremonias, se puso a chupar su propio trozo de hielo, mientras se le derretía entre los dedos, formándole arroyuelos de barro en las manos. Agatha lo observaba fascinada, los claros ojos fijos en el erizado vello negro del pecho, donde caían las gotas de hielo derretido. Olvidó que sus propias manos estaban congelándose.
Scott se quitó el hielo de la boca, se limpió con el dorso de la mano y le dijo:
– Adelante, es agradable.
Dio una lamida, sacó serrín y escupió, haciendo reír a Scott.
– Un poco de serrín no hace mal a nadie.
Agatha lamió otra vez y sonrió.
– Bueno, escucha -dijo Gandy, como al pasar-, iré a ver si Leatrice tiene té frío. Te veo a la hora de la cena.
Le estampó un beso con menos premeditación que en las dos ocasiones previas. Dio un único lengüetazo frío a los labios de la mujer. Retrocedió, se sacó el hielo y le quitó una brizna de serrín.
– Lo siento -dijo, sonriente.
Y la dejó ahí, atónita.
¿Noviazgo o seducción? Fuera cual fuese, no coincidía con las ideas preconcebidas de Agatha, pero la perspectiva de un beso inesperado le aceleraba la sangre cada vez que lo veía.
Gandy encontró a Leatrice en la cocina con Mose, fumando la pipa y pelando maíz. Ahí dentro debía de hacer cerca de cuarenta grados.
– ¡Por Dios, mujer, te morirás de un ataque al corazón!
– Un ataque al corazón no me asusta ni la mitad de lo que Mose acaba de contarme. Cuéntale, Mose.
Mose no abrió la boca.
– Dime de qué se trata.
– Esta vez, hay fantasmas en la piscina -afirmó Leatrice, demasiado impaciente para esperar que Mose hablara.
– ¡En la piscina!
– Mose los vio. Llevaban una luz y buscaban gente para hundirla en el agua.
– ¿De qué habla?
– Yo los vi. Luces titilando por ahí abajo, en mitad de la noche, cuando todos en la casa duermen. Los vi flotando como la neblina, blancos y movedizos. No tienen forma. También oí unas risas fuertes, como chillidos de búhos.
– Eso es ridículo.
– Mose los vio.
– Yo los vi. Vinieron del cementerio, eso fue.
– También aseguraste que había fantasmas en la casa, pero desde que entras ahí no volviste a verlos, ¿no?
– Porque uso mi asafétida, por eso.
– Quizá se muden. Como la casa está repleta, se fueron a la casa de baños.
Era posible. Hacía tiempo ya que Gandy no era testigo de ninguna manifestación de los espíritus en la mansión.
A la noche siguiente, como no podía dormir, lo recordó. A su lado, Willy estaba inquieto, y deseó tener un cuarto para él solo. Pero con ese arreglo dejaban libres más dormitorios para los huéspedes. El tiempo caluroso proseguía. Las sábanas parecían húmedas y el mosquitero impedía el paso del aire.
Scott se levantó, se puso los pantalones, y encontró un puro en el bolsillo del chaleco. Fue descalzo hasta la galería de arriba. Apoyó un pie en la baranda, encendió el cigarro y pensó en la noche en que adoptó la misma postura en el pequeño y lamentable rellano que compartía con Agatha en Proffitt. Señor, aunque parecía tanto tiempo atrás, sólo había pasado poco más de un año. Había sido en agosto. Agosto o septiembre, cuando aullan los coyotes.
Se oyó el grito amortiguado de un búho y levantó la cabeza.
En el extremo distante del sendero titiló una luz.
Bajó el pie de la baranda y se sacó el cigarro de la boca. ¿Espectros? Tal vez Mose y Leatrice tenían razón otra vez.
En un periquete, bajó las escaleras. Sólo cuando buscaba la pistola en el cajón del escritorio, se dio cuenta de que no le serviría de mucho contra un fantasma. De todos modos, la tomó: no podía saber con qué podría toparse en la casa de la piscina.
Afuera no estaba más fresco que adentro. El aire estaba denso, inmóvil. En el río, las ranas emitían toda una escala de notas, desde el pitido agudo de las arbóreas hasta el ladrido bajo de las ranas toro. Caminando descalzo por la hierba húmeda, pisó un caracol, maldijo el pegote y siguió adelante, en silencio. La luz era firme. Ya podía verla emergiendo por la ventana de la casa de baños.
Se acercó a hurtadillas al edificio, con la espalda contra la pared exterior, que sintió fría contra los hombros desnudos, empuñando la pistola en la mano derecha.
Aguzó el oído. Parecía que alguien estuviese nadando. No se oían voces ni ninguna otra clase de movimientos, sólo un blando chapoteo.
Se aflojó y apareció en el vano iluminado. La mano que llevaba el arma se relajó y respiró con más calma. Alguien estaba nadando. Una mujer, vestida sólo con una combinación, y no se había percatado de su presencia. Cara abajo, se dirigía al otro extremo de la piscina con movimientos lentos y fluidos. Sobre los escalones de mármol había una lámpara. Se acercó a ella, se aferró al borde con los dedos de los pies, y aguardó. En el otro extremo, la mujer se sumergió, emergió asomando primero la nariz, se sacó el agua del rostro y nadó en dirección al hombre, de espaldas.
Esperó hasta que estuviese casi junto a él antes de hablar.
– Así que, éste es nuestro fantasma.
Agatha giró velozmente, hizo pie y lo miró con la boca abierta.
– ¡Scott! ¿Qué estás haciendo aquí?
Cruzó los brazos sobre el pecho y se metió bajo el agua. Scott se quedó tenso, sin otra prenda encima que los pantalones negros, los pies separados, un arma en la mano, el rostro ceñudo. Iluminado desde abajo, el semblante era diabólico.
– ¡Yo! ¿Qué rayos haces tú aquí, en mitad de la noche?
Agatha sacó una mano del agua para alisarse el pelo.
– ¿No debería estar aquí?
– ¡Por todos los diablos, Gussie, podría haber serpientes en el agua! -Irritado, señaló el arma-. O podría darte un calambre y, entonces, ¿quién te oiría si pidieras auxilio?
– No pensé que te enfadarías.
– ¡No estoy enfadado!
– Estás gritando.
Bajó el volumen, pero puso los brazos en jarras.
– Pues, es una idea bastante tonta. Y no me gusta que estés aquí, sola.
– No siempre vengo sola. En ocasiones, vengo con las chicas.
– ¡Las chicas! Debí imaginar que estaban detrás de esto.
– Me enseñaron a nadar, Scott.
Se ablandó un tanto.
– Ya veo.
– Y hacía tanto calor que no podía dormir.
«Yo tampoco, -pensó Scott-. ¿No fue eso, acaso, lo que me hizo salir a la galería?»
– El agua tan fría, ¿no te produce dolor en la cadera?
– A veces. Cuando acabo de meterme. Pero como vengo a nadar con regularidad, creo que me hace bien.
– ¿Con regularidad, dices? ¿Cuánto hace?
– Poco después que llegué a Waverley.
– ¿Y por qué de noche? ¿Por qué no lo haces de día?
Cruzó los brazos con más fuerza, se aferró el cuello de la ropa, y apartó la vista. El agua le chorreaba del pelo con un goteo amplificado, y en las vigas de madera del techo los reflejos de la linterna danzaban como luciérnagas. Scott escudriñó bajo el agua, pero las piernas eran una mancha difusa.
– ¿Y bien?
– Nosotras…
Sintiéndose culpable, se interrumpió.
– Gussie, no estoy molesto contigo porque uses la piscina, sino porque la usas de noche, y eso no es seguro.
– De día, están los huéspedes y como no tenemos trajes de baño apropiados, por eso…
Se interrumpió otra vez y lo miró. Gandy esbozó una semisonrisa.
– Ah, entiendo.
– Por favor, Scott. No está bien que estés aquí. Si regresas a la casa, yo saldré.
Scott metió un pie en el agua, lo agitó.
– Tengo una idea mejor. ¿Qué te parece si me meto yo? Es una noche calurosa, y yo tampoco podía dormir. Me vendría bien un chapuzón.
Antes de que pudiese protestar, dejó el arma y bajó chapoteando los escalones.
– ¡Scott!
Pero no le hizo caso. Dio una limpia zambullida y salió tres metros más allá, lanzando una exclamación, por el contraste.
– ¡Aaaah!
Agatha rió, pero no se movió mientras él iba hacia el extremo de la piscina con enérgicas brazadas. Dio la vuelta y se dirigió hacia ella, pasando sin detenerse. En la tercera pasada, le dijo:
– Ven.
– Te dije que no tengo la ropa apropiada.
– Oh, demonios, ya te he visto en camisón.
Arrancó otra vez y la dejó atrás, absorto en el placer físico del ejercicio. Ocupaba un costado de la piscina, y Agatha decidió que sería correcto que ella usara el otro.
Pero los siguientes diez minutos que compartieron la piscina, sólo dejó asomar la cabeza.
Estaba chapoteando boca abajo, cuando la cabeza del hombre emergió junto a ella, como la de una tortuga.
– ¿Ya es suficiente? -preguntó, sonriendo. La mujer retrocedió y se aferró otra vez el cuello.
– Sí. Ya tengo frío.
– Sal, entonces. Te acompañaré de vuelta a la casa.
La tomó de la muñeca y comenzó a sacarla del agua.
– ¡Scott!
Siguió tirando.
– ¿Sabes cuántas veces dijiste mi nombre desde que te descubrí aquí?
– ¡Suéltame!
En vez de hacerle caso, la levantó, subió los escalones y la depositó arriba, temblorosa, envuelta en telas blancas que se transparentaron en cuanto salió del agua. Echó un solo vistazo y le exhibió una sonrisa de aprobación antes de poner cara de circunstancias.
– Te daré la espalda.
Lo hizo, mientras Agatha se precipitaba a secarse la cara y los brazos, se ponía la bata sobre la piel todavía húmeda y la ropa interior empapada.
Scott, en cambio, se quitó el agua con las manos.
– Toma, puedes usar esto antes de que me seque el cabello.
Miró sobre el hombro y aceptó la toalla.
– Gracias.
Observó disimuladamente, mientras se pasaba la toalla por la piel desnuda y le daba un rápido repaso a la cabeza, dejándose el pelo erizado como púas. Pensó, divertida: «No cabe duda de que los hombres son menos delicados que nosotras en su arreglo personal».
Enseguida Agatha se avergonzó e, inclinándose desde la cintura, se envolvió la cabeza en la toalla. Se enderezó, la enroscó y sujetó la punta en el cuello.
Gandy recorrió una vez más el cuerpo de la mujer con la mirada, y luego se posó en la pistola y la lámpara.
– ¿Lista?
Asintió, y salió la primera. En el trayecto hacia la casa, Scott dijo:
– Leatrice cree que eres un fantasma. Mose vio la lámpara en la casa de baños y debe de haberos oído reír. Le contó a Leatrice que ese sitio estaba encantado.
– ¿Ahora ya no podré ir de noche?
– Me temo que no. Pero podríamos reservar un tiempo durante el día para que tú y las chicas tuvierais la piscina para vosotras solas.
– ¿Podríamos?
– ¿Por qué no? Es mucho más sensato que hacerlo de noche. ¿Oyes esas ranas?
Hicieron el resto del camino en silencio, con el coro de ranas como acompañamiento. Una delgada tajada de luna iluminaba el camino, convirtiéndolo en una tenue cinta gris. De los jardines llegaba el perfume de las plantas que florecían de noche. Desde abajo de las arqueadas ramas de la magnolia, Agatha levantó la vista y las vio iluminadas por la lámpara. Al pasar entre los bojes, entraron otra vez en la luz pálida de la luna. Los pies descalzos sonaban como sordos golpes de tambor en el suelo hueco de la galería. La ancha puerta del frente se abrió en silencio sobre los goznes aceitados.
Entraron en la imponente rotonda que lo tragaba todo, salvo un pequeño círculo de la luz escasa de la lámpara que Scott aún sostenía. Una de las puertas de Agatha estaba abierta. Se detuvieron junto a ella. Agatha giró y levantó la cara, con los brazos cruzados sobre el pecho.
– Bueno, buenas noches -dijo, incapaz de soñar con una excusa para retenerlo un poco más.
– Buenas noches.
Ninguno de los dos se movió. Agatha sentía que el corazón le latía en la muñeca, y un agua tibia le goteaba entre las piernas, formando un charco en el suelo.
Enmarcado por la toalla blanca enroscada como un turbante, el rostro se veía adorable, despejado. Scott advirtió que la bata estaba mojada en todo punto en que tocaba la prenda interior, y que sus propios pantalones se le pegaban y formaban un charco que resbalaba por el suelo encerado hasta unirse al de ella. Deseó hacer lo mismo: pegarse, sumergirse en ella.
Resbaló la mirada hasta el hueco del cuello de Agatha, donde el pulso latía más rápido que lo normal, igual que el suyo.
– Fue divertido -susurró la mujer.
– ¿En serio? -replicó, levantando la lámpara, que bañó los rostros de los dos de un intenso color albaricoque.
Contempló los ojos de Agatha, enormes, de expresión incierta, y comprendió que en situaciones como la presente se desconcertaba, que la actitud defensiva obedecía a una vida orientada por severos preceptos morales.
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