«Dame una señal, Gussie, -pensó-. Estás ahí, como Santa Juana, esperando que el verdugo encienda la hoguera». Pero no hubo señal. Estaba mortalmente asustada, y lo miraba con ojos claros y transparentes como gemas verdes. Un reguero de agua goteaba desde el cabello revuelto de la mujer hasta la clavícula del hombre. La mirada de ella la siguió, descendiendo hasta la mata de vello áspero del pecho. Vio que tragaba saliva y la atracción que lo acercaba a ella fue demasiado intensa para resistirse.

La tomó de las muñecas y las apartó de los pechos.

Agatha alzó la vista.

– Tendría que… -murmuró, pero el resto se perdió.

Scott bajó la cabeza para besarla, y encontró los labios abiertos, aún fríos del agua. Los tocó con la lengua y ella respondió con timidez: fue un beso suave de comienzo y expectativa. Se irguió, y se miraron a los ojos, interrogantes, y encontraron correspondencia.

Agatha retorció con lentitud las muñecas hasta que él la soltó y entonces, con movimientos deliberados, puso las manos en los hombros de Scott, mirándolas como maravillada.

Scott permaneció inmóvil, para darle tiempo de adaptarse.

– ¿Me tienes miedo? -susurró-. No me tengas miedo.

– No.

Para demostrarlo, se puso de puntillas y le dio otro beso, más largo. Le apoyó los codos en el pecho. Al terminar, se quedó como estaba, con los ojos cerrados, los antebrazos apoyados en él, respirando como si, de pronto, el fuego hubiese consumido todo el oxígeno alrededor de ella.

Abrió los ojos y se encontró con los de él. Con voz insegura, murmuró:

– Lo que te dije la última noche en Kansas era verdad.

– Lo sé. Ahora, también es verdad para mí.

Le sostuvo las mejillas:

– Entonces, dilo.

– Te amo, Gussie.

Agatha cerró los ojos otra vez y dilató las fosas nasales.

– Por favor, oh, por favor, dímelo otra vez, para cerciorarme de que no estoy soñando.

Las manos oprimieron los hombros.

– Te amo, Gussie.

Abrió los ojos y pasó las yemas de los dedos por el labio inferior del hombre, como absorbiendo sus palabras.

– Oh, Scott, he esperado tanto para oír eso. Toda mi vida solitaria. Pero no debes decirlo a menos que estés seguro.

– Lo estoy. Lo sé desde el día de la boda. Quizá desde antes.

La expresión de la mujer se tornó dolorida.

– ¿Y por qué esperaste tanto para decírmelo?

– No sabía qué querrías primero: que te lo dijese o te lo demostrara. Eres tan diferente. Eres bella, especial, pura, la clase de mujer a la que un hombre corteja durante un tiempo.

– Entonces, deja la lámpara, Scott… y la pistola… -rogó en voz queda-. Y demuéstramelo.

Se agachó, y con un solo movimiento quedaron en la oscuridad. Cuando se incorporó, el abrazo fue inmediato, el beso impetuoso, todo lenguas invasoras, brazos que estrechaban y aliento agitado… un deseo desbordante de impaciencia y urgencia de recuperar el tiempo perdido.

Agatha levantó los brazos, echó la cabeza atrás y la toalla se soltó. Scott hundió una mano en el pelo húmedo, mientras que las de ella se posaron sobre los omóplatos, para percibir la sensación exquisita de la piel fresca y los músculos tensos. Scott le rodeó la cintura con un brazo y acercó tanto los dos cuerpos que el agua de sus pantalones se filtró por la bata y resbaló por los muslos de ella.

A un beso siguió otro, cada vez más ardiente, una vez en un ángulo, otra en otro, al tiempo que hallaba el pecho con el pezón frío y erecto, apretando la mano contra la ropa mojada. En cuanto lo tocó, Agatha contuvo el aliento.

La acarició hasta que comenzó a respirar otra vez… como si subiera colina arriba.

Buscó el cinturón y, al recordar las palabras de Violet, Agatha no se resistió. El cinturón cayó al suelo, junto a la toalla, y Scott abrió la bata y metió la mano dentro. La mujer se estremeció.

– Estás fría -murmuró contra la frente.

– Sí.

– Yo podría calentarte.

– ¿Debo dejarte?

La besó, y halló los botones del hombro. La prenda mojada cayó por su propio peso, dejando un solo pecho al descubierto. Con la mano ahuecada alrededor, le llenó la palma y lo sintió aún frío, perlado de agua, contraído. Al sentir el traspaso de calor, se estremeció de nuevo, también por la reacción que le provocó en el estómago. Dentro de la ropa mojada, halló el otro pecho, también contraído de frío y lo entibió. Le entibió la boca con la lengua. El estómago húmedo con el suyo. Los muslos con los de él.

«Tan veloz, -pensó Agatha-. Tan violenta la transición de deseo a desenfreno. De modo que, es así como sucede, no en el lecho conyugal sino en un pasillo, en el hueco de una puerta, y tus rodillas se convierten en puré y tu piel en ascuas, y sientes por primera vez el cuerpo turgente de un hombre apretado contra el tuyo».

Ignorante pero ansiosa, se elevó hacia él, aceptó los besos, le tocó el pelo húmedo como hacía él con el de ella, siguió las indicaciones de su lengua y de sus labios, y se preguntó si le alcanzaría una vida para hacerle entender lo que significaba para ella. Las palabras resultaban pálidas, y aun así las susurró, apretándole las mejillas y mezclando su aliento con el de Scott,

– Cuando te fuiste de Kansas, quise llorar pero no pude porque mi pena era demasiado honda. Pero sufría todos los días, y no habría sido peor si hubieses muerto.

Le besó el mentón y sintió que la mandíbula se movía cuando habló en voz baja y ronca.

– Me pregunté muchas veces por qué te dejaba. No quería hacerlo, pero no pude hacer otra cosa.

– Pensé en morirme -susurró-. A veces, deseé haberlo hecho.

– No, Gussie… no.

Le dio besos rápidos, como para borrar el recuerdo de su mente.

– Era preferible a vivir sin ti. Siempre estuve sola, pero cuando te fuiste pensé que hasta entonces no había conocido el verdadero significado de la palabra. Perdí toda esperanza de sentir alguna vez esto contigo, y eras el primer hombre con el que me hubiese acostado y supe que no habría otro. Para mí, no. Nunca.

– ¡Calla! Mi amor, eso ya acabó.

Se besaron otra vez, y las manos del hombre la acariciaron con más urgencia, como reiterando la promesa. Los pechos se entibiaron, las caricias se hicieron más tiernas.

– Aquella noche en que nos besamos en el rellano, me resultó difícil contenerme de hacer esto.

– No te lo habría permitido.

– ¿Por qué?

– Porque te marchabas.

– Pero yo no quería dejarte. A último momento, la sola idea me angustiaba.

– ¿En serio? Yo creí que era la única que me sentía así: angustiada, enferma de nostalgia, de vacío.

– No, no eras la única.

– Pero tú tenías a Jube. No tenías que estar solo.

– Si no amas a una persona, igual te sientes solo.

– ¿Nunca la amaste?

– Nunca. Solíamos hablar de ello, lamentábamos no tener sentimientos más profundos uno hacia otro. Pero así fue.

Dentro de la bata abierta, pasó la mano por la espalda, las nalgas frías. Agatha se apretó más contra él, asombrada de lo poco culpable que se sentía de permitirle caricias tan íntimas.

– Scott.

– ¡Shh!

La besó, deslizó la mano por la cadera hacia adelante por el estómago.

Con movimientos suaves, Agatha se echó atrás y lo detuvo

– Debo decirte algo. Por favor… por favor, detente y escúchame.

La obedeció, aferrándole las caderas, las manos de ella sobre su pecho.

– Cuando me iba de Proffitt, Violet me dijo algo que no se me va de la cabeza desde entonces. Me confesó que de joven, tuvo un amante. Que fue la experiencia más maravillosa de su vida y que ninguna mujer debería perdérsela.

– ¿Violet?

Aunque no le veía la expresión en la oscuridad, percibió su asombro.

– Sí, Violet. -Rozó el vello del pecho con las yemas de los dedos-. Luego me dijo que esperaba que el señor Gandy viese la luz y me tomara como amante, si no por esposa. Me imagino qué a eso conduce todo esto, y quiero que sepas que si me quieres sólo como amante acepto, Scott. Te invito a mi cuarto y… y… aprenderé… o sea… haré todo lo que…

En la oscuridad, le alzó la barbilla y la besó, la rodeó con los brazos y unió las manos al final de la columna.

– Qué audaz, señorita Downing.

Aunque no podía verlos, supo que habían aparecido los hoyuelos. Agitada, se apresuró a seguir:

– Pero, en el caso de que me quieras para algo más que amante, me gustaría pedirte, con todo respeto, que dejemos esto hasta que podamos hacerlo en el dormitorio principal, en la cama donde fuiste concebido y donde naciste, porque no quiero concebir a ninguno de tus hijos en otro lugar de esta casa que no sea esa cama. -Sintió que la risa crecía en el pecho del hombre, y el rostro le ardió cada vez más, pero lanzando un suspiro trémulo, se lanzó otra vez al ataque-. Y si no existe la más remota posibilidad, bueno, pido respetuosamente que demoremos esto hasta que tenga ocasión de formularle unas preguntas personales y femeninas a Leatrice, porque estoy segura de que ella debe saber cómo evitar el embarazo.

Ahora estaba segura de que el pecho de Scott se sacudía de risa silenciosa.

– Bueno, Agatha, ¿esto es una proposición?

Se crispó un poco.

– Por cierto que no. Sólo expreso mis deseos antes de que sea demasiado tarde.

– Pero incluso hablaste de concebir niños… a mí, sin duda, me parece una proposición. ¿No deberíamos encender la luz para esto?

– ¡No te atrevas, Scott Gandy!

Sintió que las manos de él le sujetaban los antebrazos y la apartaban de él. Cuando volvió a hablar, en su voz no quedaban vestigios de burla.

– Abotónate todo lo que haga falta y ata todo lo necesario, pues voy a encender otra vez la lámpara, Gussie.

– Por favor, no, Scott.

Se marchitaría de vergüenza cuando la luz brillara sobre su cara encendida. Pero se encendió, y no tuvo otra alternativa que cubrirse rápidamente y enfrentar al hombre que acababa de acariciar su piel desnuda y húmeda en la oscuridad.

Le sostuvo las manos y la miró de lleno en la cara, completamente serio.

– Agatha Downing, ¿quieres casarte conmigo? -le preguntó, con sencillez. Agatha abrió la boca pero no emitió palabra, mientras él proseguía-. ¿En la alcoba nupcial, con todos nuestros seres queridos como testigos? ¿Tal como lo soñaron mis padres, con Willy dándonos su aprobación, que es como debe ser porque ya somos una familia?

Agatha se cubrió los labios con tres dedos y los ojos se le desbordaron.

– Oh, Scott.

– Bueno, no pensarías que iba a permitirte concebir a mis hijos bastardos en el dormitorio de la planta baja, sólo para que Willy tuviese compañeros de juego, ¿no? ¿Qué clase de ejemplo sería para él?

– Oh, S… Scott -tartamudeó otra vez. Pero se abrazó a su cuello, llorando-. Te amo tanto… -Lo besó con fuerza en el cuello-. Y hacía tanto que deseaba esto, por Willy, por ti y por mí, pero nunca creí que sucedería.

Con creciente excitación, la sostuvo a distancia suficiente para poder contemplarle los ojos.

– Di que sí, Gussie. Luego, despertaremos a Willy y se lo diremos.

– Sí. Oh, sí.

Lo abrazó otra vez. Se besaron, de pie en el charco de los dos, con los pies de ella sobre los de él, el cabello de Agatha aplastado contra el cráneo y el de él secándose erizado.

Cuando se apartaron, la mujer rió y se tapó el cabello con las manos.

– Scott Gandy, eres horrible, pidiendo semejante cosa a una mujer mojada y desarreglada. Si supieras cuántas veces imaginé esta escena, y cuántas veces me esmeré con el peinado y con los vestidos porque sabía que iba a estar contigo. ¡Y eliges un momento como éste para pedírmelo: debo de estar horrible!

El hombre rió.

– Iba a decírtelo, Agatha. -Le pasó la lámpara-. Toma, ten esto -y la alzó en brazos-. Para mí estás muy bien -le dijo, mientras se dirigía hacia la imponente escalera-. De todos modos, si te pones fastidiosa, tal vez cambie de idea.

Le rodeó el cuello con el brazo libre:

– Inténtalo.

– Ah, y de paso, aunque la noche de bodas en Waverley esté bien, tengo intenciones de que pasemos la luna de miel en White Springs, donde podamos tener un poco de intimidad.

– White Springs… -murmuró, con la boca pegada a los labios de él.

Si bien subir la escalera besándose al mismo tiempo no garantizaba un avance muy continuado, se las arreglaron bastante bien.

Sin hacer caso de las ropas mojadas, se sentaron en el borde de la cama de Willy y lo despertaron.

– Eh, Willy, despierta.

Willy abrió los ojos hinchados y se frotó la cara.

– ¿Eh?

– Tenemos algo que decirte.

Se incorporó y se frotó los ojos con los nudillos.

– ¿Qué? -preguntó, quejoso.

– Gussie y yo vamos a casarnos.

Willy abrió los ojos.