Para su sorpresa, dado el carácter apacible del lugar, reinaba en el albergue una gran agitación. Eso se debía, según el mesonero, a las importantes reformas que estaba llevando a cabo el cardenal de Richelieu en sus dominios:
—Están reparando algunos aposentos, y también el sistema de riego de los jardines. Cada semana vemos llegar carretas que traen mármoles y antigüedades para la decoración. Cuando acaben las obras, tendremos aquí una hermosa finca...
—Monseñor debe de estar fuera, con todo este trajín...
—¿Él? De ninguna manera. Ha estado enfermo, pero reside aquí y vigila personalmente todas las reformas. Eso me ha valido la clientela de los señores guardias, que se aburren un tanto cuando no están de servicio.
En efecto, se veían varias casacas rojas bajo las grandes hojas de parra, pero sus poseedores tenían un aspecto jovial que no parecía acorde con los matarifes desalmados de los que había sido víctima la familia de Valaines. Jugaban a los dados y se contaban chistes picantes entre grandes carcajadas. Había otros bebedores sentados, que se habían desabrochado o retirado el jubón y abierto la camisa para mejor aprovechar las postrimerías apacibles de un día abrasador. El lugar era agradable y propicio al descanso.
De súbito, la mirada alerta de Perceval, que seguía atenta a pesar de sus ojos entrecerrados, captó un detalle. Instalados al fondo de la terraza, cerca del tronco de la parra, dos hombres vestidos de negro y manchados de polvo brindaban con uno de los guardias del cardenal. Éste, después de beber, extrajo de su casaca roja con la cruz griega bordada una bolsa bastante abultada, que entregó a uno de sus acompañantes; pero su gesto hizo que cayera de su bolsillo un objeto que se apresuró a recoger. No lo bastante aprisa, sin embargo, para que Raguenel no pudiese identificarlo: era un antifaz negro.
Perceval vació de golpe su vaso, lo llenó de nuevo y luego, plantando los codos encima de la mesa y bajándose el ala del sombrero sobre los ojos como si le molestara el sol poniente, se dedicó a examinar con mayor atención a los tres hombres. Su instinto le decía que se encontraba ante una parte de la banda, venida sin duda a recibir su paga. Observó sobre todo al guardia. ¿Era el jefe, el hombre que había perseguido a Chiara con un amor tan feroz? Era difícil de creer. Se trataba de un hombre alto y fuerte, pelirrojo como una zanahoria, con una cara inexpresiva propia del típico soldadote aficionado a la cerveza y las estocadas, y probablemente sin la menor noción del alfabeto griego. Además no aparentaba más de veinte años, y el verdugo de Chiara le había reprochado su negativa a casarse con él. Sin duda se trataba del oficial pagador de la expedición, y probablemente había tomado parte en ella.
Finalmente, el hombre de la casaca roja se levantó, se caló el sombrero, se despidió y salió del albergue en dirección al castillo. Perceval se contentó con seguirle con la mirada. Los otros dos eran mucho más interesantes, y Perceval decidió seguirlos. Esa noche no tuvo que ir muy lejos. Bien provistos de dinero, y visiblemente de muy buen humor, los dos compadres reclamaron más bebida y pidieron una habitación. Antes de entregarse a los placeres de una distendida velada, uno de ellos se levantó y fue a buscar los caballos, que habían quedado atados bajo un alpende, para entregarlos al mozo de cuadra..., al que Perceval, después de un momento, fue a buscar a su vez. Una moneda de plata que apareció entre sus dedos consiguió que el muchacho le escuchara con toda atención.
—Creo que conozco a los propietarios de esos caballos —dijo, señalando las monturas que acababan de entrar en la cuadra.
—Es posible, gentilhombre. Vienen de vez en cuando por aquí para asegurarse de que sus mercancías llegan en buen estado. Son mercaderes de París.
Las cejas de Perceval se alzaron por lo menos hasta la mitad de su frente.
—¿Mercaderes? —No añadió «¿Con esas caras?», pero era lo que pensaba en el fondo—. ¿Y qué venden?
—Pasamanería. No siempre duermen en el albergue, pero esta vez se quedarán hasta mañana a primera hora.
—¿Vuelven a París?
—Sí, claro.
—Es natural. Vaya, creo que el parecido me ha hecho equivocarme. No los conozco de nada. Por cierto, yo también me voy mañana temprano.
—A vuestras órdenes, gentilhombre. Vuestro caballo estará listo. ¡Oh, es un animal precioso!
Mientras volvía a su mesa, en la que ahora una camarera estaba colocando el cubierto —cenaría fuera para aprovechar el fresco del atardecer—, Perceval, sin perder de vista a los «mercaderes», pensaba que aquellos hombres tenían aspecto de interesarse, más que por el comercio de la pasamanería, por el de sogas para el verdugo. En particular sus mostachos —se parecían tanto entre ellos que debían de ser hermanos—, levantados en forma de gancho, no eran de los que suelen encontrarse detrás de un mostrador.
El sol acababa de ponerse cuando la verja del castillo se abrió para dar paso a una nutrida comitiva: precedidos por un oficial, los guardias de casaca roja, impecablemente alineados de cuatro en fondo, escoltaban a una carroza de viaje lo bastante grande para llevar a un viajero acostado. No cabía duda sobre quién era el ocupante: el pesado vehículo llevaba en las portezuelas, pintado en escarlata realzado con filetes dorados, un gran blasón coronado por el capelo rojo ritual. Detrás de los soldados marchaban las muías y la carreta del equipaje...
El respeto había hecho inclinarse a todos los presentes en la Salamandre d'Or. Al paso del carruaje, Raguenel tuvo tiempo de atisbar un rostro pálido y altivo, alargado por una barba en punta, y, frente a él, un religioso vestido con un sayal gris. Armand-Jean du Plessis, cardenal duque de Richelieu, y su más fiel consejero, el padre Joseph du Tremblay, a quien se apodaba ya la Eminencia Gris, marchaban de viaje.
Cuando el cortejo se hubo alejado en dirección al sur, Perceval comentó al mesonero:
—¿El cardenal se va? ¿A esta hora? ¿No es un poco extraño?
—De ninguna manera, señor. Su Eminencia, cuya salud deja bastante que desear, soporta mal los fuertes calores. Así el camino le resulta menos penoso.
—¿Es una costumbre, entonces?
—No siempre. Sólo en verano y para trayectos largos. Dicen que Su Eminencia va a reunirse con el rey, junto al Loira. Cuando el rey llama, conviene acudir con presteza.
El caballero le dio las gracias con un gesto y el hombre se alejó sin imaginar la brusca inquietud que esa marcha había suscitado en su cliente, impresionado por las fuerzas desplegadas a la luz de las antorchas. Los uniformes rojos, la silueta roja e incluso el capuchón gris del religioso, todo le parecía amenazador. Tal vez, al saber presos a los Vendôme, Richelieu corría presuroso hacia un desenlace que su odio no quería dejar escapar a ningún precio. ¿Iba a aplastarlos como habían sido aplastados, tal vez por orden suya, los inocentes de La Ferrière?
A pesar de los sombríos pensamientos que lo asaltaban, Perceval consiguió dormir unas horas, pero con el canto de los gallos estaba ya dispuesto a emprender el camino. Sin embargo, refrenó su ímpetu y, cuando los «pasamenteros» dejaron el albergue, él se encontraba tomando un desayuno compuesto por pan, mantequilla y jamón regados con un vino blanco, seco como un pedernal. Su cuenta estaba ya pagada y su caballo, ensillado, esperaba delante de la puerta.
Como buen sabueso, dejó que la presa se adelantara lo suficiente. Mejor montado que ellos, podría alcanzarlos sin dificultad. Bastaba, por consiguiente, con seguirlos de lejos hasta las proximidades de la capital, y luego, cuando el camino estuviese más frecuentado, acortar la distancia hasta tenerlos a la vista.
Por desgracia, los dos compadres no tenían prisa. El buen tiempo les incitaba a entretenerse y Perceval, que esperaba que marcharan directamente a París, tuvo la desagradable sorpresa, al llegar a Bièvres, de verlos instalados a la sombra de un albergue, picoteando un cestillo de fresas —la especialidad de la región— y bebiendo una jarra de vino. Parecían de muy buen humor.
Raguenel, que tenía sed, les hubiera imitado gustoso, pero eso habría sido una imprudencia mayúscula. De manera que optó por cambiar de táctica: en lugar de seguirles, les precedería. Y así, después de rebasar Bièvres dando un rodeo para pasar inadvertido, siguió directamente hasta la puerta Saint-Jacques, en París, que era el término normal del camino. Cerca del convento de los Jacobinos había una pequeña taberna tan acogedora como la de Bièvres, en la que podría refrescarse mientras esperaba tranquilamente.
Una cosa le intrigaba. Los aldeanos de La Ferrière habían hablado de una docena de hombres de negro. Pero en Limours no había más que dos, tres contando el que había ido a pagarles. ¿Dónde estaban los demás? ¿Galopaban al lado de la carroza del cardenal, estaban dispersos por la región, o bien esperaban en París el pago que les llevaban los «pasamenteros»?
Llegado a primera hora de la tarde, nuestro viajero se instaló en el pequeño hostal y almorzó un cuarto de oca aderezado con salsa de agraz, gofres crujientes y unos vasos de un vino blanco de Aunis que no carecía de mérito, pero que le obligó a luchar después contra la somnolencia para no arriesgarse a perder la pista de su presa.
Esperó bastante tiempo, hasta el punto de preguntarse si los dos hombres no se habrían quedado en Bièvres para echarse una larga siesta. Por fin, les vio llegar. En los comercios se voceaba ya el cierre y las campanas de la ciudad tocaban el ángelus. Raguenel montó a toda prisa en su caballo. Esta vez no podía perderlos de vista en la afluencia que se producía siempre a la hora del cierre de las puertas de la ciudad, con corrientes contrarias de personas que entraban y que salían. Por suerte, los dos sombreros adornados con plumas negras idénticas facilitaban la vigilancia.
Una vez cruzada la bóveda de la puerta, con su fuerte olor a orines y aceite rancio, y después de pasar entre dos soldados distraídos que se suponía debían vigilar las idas y venidas, descendieron la colina de Sainte-Geneviève, feudo siempre más o menos agitado de los estudiantes, entre una doble fila de colegios de aspecto venerable. Pero en lugar de dirigirse hacia el Sena, como suponía Raguenel, los dos hombres doblaron a la derecha. El día se había cubierto súbitamente desde la entrada en París. Pesadas nubes negras venidas del norte se agolpaban, precipitando la llegada de la oscuridad. Un viento anunciador de tormenta levantaba un polvo acre, pero la lluvia no caía todavía.
Los dos hombres pasaron delante del Collège de France y rodearon la antigua mansión de los abades de Cluny donde, desde comienzos del siglo, se alojaban los nuncios del Papa. Al desembocar en el triángulo de la plaza Maubert, Raguenel se dio cuenta de que únicamente seguía a un hombre: el otro había desaparecido como por ensalmo. El caballero resolvió continuar detrás del que quedaba. Así atravesaron, a respetuosa distancia, el amplio espacio patibulario donde el prebostazgo de París mantenía de forma permanente dos horcas listas para funcionar, lo que no impedía que el lugar gozara de bastante mala fama.
Por fin, el hombre se apeó de su caballo en la esquina de una callejuela estrecha, ató la brida y siguió a pie. Perceval sonrió: se trataba de un callejón sin salida conocido por el nombre de «callejón de Amboise», en el que, aparte de la noble mansión de la que recibía el nombre, únicamente había dos casas. En una de ellas se abría una taberna de bastante mal aspecto frecuentada por «escolares» sin dinero en busca de algún buen negocio o de alguna fechoría. Fue allí donde entró el desconocido.
Seguro de que no se le escaparía, Perceval buscó un sitio para atar su caballo, lo encontró cerca de la capilla de Nôtre-Dame de la Recouvrance des Carmes y dejó allí su montura al abrigo de un saliente. Después se aseguró de que su espada salía con facilidad de la vaina y se dirigió hacia la puerta baja en cuyo dintel una enseña, ilegible a fuerza de roña y decrepitud, chirriaba ligeramente impulsada por la brisa del atardecer. No entró, sino que se contentó con limpiar con su pañuelo húmedo de saliva una esquina de la ventana más próxima. Vio entonces, sentados uno a cada lado de una mesa en la que ardía una vela, a su «pasamentero» y a un hombre grueso de pelambrera gris e hirsuta, con una camisa de color indefinido, que debía de ser el tabernero. No había nadie más a la vista, era aún temprano para la clientela habitual del lugar.
De súbito, el corazón de Perceval dio un vuelco: entre las manos del hombre de negro acababa de aparecer un collar de oro, perlas y pequeños rubíes que había visto muy a menudo al cuello de Chiara de Valaines. Sentaba de maravilla a su belleza morena y, como lo sabía, ella le tenía un particular aprecio y lo lucía con frecuencia. Esta vez, la duda —admitiendo que subsistiese alguna— ya no era posible...
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