Desenvainó la espada y, sin más reflexión, subió los dos escalones de la entrada, abrió la puerta con un puntapié brutal, se precipitó con el ímpetu de una bala de cañón sobre los dos cómplices, y arrancó el collar de los gruesos dedos del tabernero.

—¿Dónde has encontrado esto? —preguntó, colocando la punta de su espada en la garganta del bandido.

—Pues yo...

—No te canses inventando mentiras, sé dónde. Eres uno de los miserables que asesinaron, hace dos días, a Madame de Valaines y a sus hijos en el castillo de La Ferrière. ¡Y te aconsejo que no lo niegues, o te ensarto aquí mismo! —añadió, al tiempo que hacía desaparecer la joya en su bolsillo.

—Yo no he matado a nadie —gruñó el otro—, y esas perlas me las encontré...

—No lo dudo, y puedo decirte dónde: en el buró florentino de su dormitorio.

—¿Y qué? Tenía órdenes, y cuando me pagan bien, hago lo que me mandan.

El tabernero no se había movido. Incluso había apartado las manos de la mesa, como temeroso, pero era un hombre fornido y Perceval no deseaba que se mezclase en su discusión con el bandido.

—Iremos a hablar fuera —dijo, aferrándolo por el cuello del jubón—. Y tú, tabernero, no te muevas si quieres seguir vivo mañana por la mañana.

—¡Voy a llamar a la ronda! —dijo el hombre—. No se puede amenazar así a mis clientes...

—Haces bien en defenderlos, pero no te servirá de nada. Llama a la ronda si quieres, les contaré algo que les gustará. ¡Vamos, tú! ¡De pie! —añadió, obligando a su presa a levantarse del banco—. ¡Y tú, tabernero, no te muevas o lo ensarto, pido socorro y a quien colgarán es a ti!

Dicho lo cual, arrastró a su cautivo hasta la puerta, que le hizo cruzar de un empujón, y luego hacia los dos patíbulos, cuya proximidad arrancó al miserable un gorgoteo horrorizado.

—¿No iréis...?

—¿A colgarte? Eso depende de ti —respondió Perceval, que, envalentonado por su éxito inicial, se sentía con la fuerza del gigante Atlas—. Si contestas a mis preguntas, quizá te deje seguir tu camino.

Lo empujó contra el cadalso de albañilería que servía para apilar troncos y haces de leña cuando se quemaba a algún reo, y lo mantuvo pegado al muro con la punta de su espada.

—¡Ahora, hablemos! Para empezar, ¿cuál es tu nombre?

—No estoy seguro de tener uno. Me llaman Masca-hierro.

Raguenel se echó a reír.

—Puedes intentar morder éste, pero me extrañará que consigas digerirlo. Ahora dime quién os reclutó a ti y a tu hermano... porque supongo que tu doble, que ha desaparecido hace un rato, es tu hermano.

—Sí.

—Bien. Entonces ¿quién era el hombre que os mandaba en el asunto de La Ferrière?

—¡No lo sé!

—¿De verdad?

La punta de la espada le hizo un rasguño en la garganta.

—¡Os juro que no lo sé! —gimió—. Ninguno de los que venían con nosotros lo sabía. Alguien nos reclutó, a mi hermano y a mí, en la taberna de la Truie-qui-file. A los demás no les conocía.

—¿Y al guardia que fue a pagaros en el albergue de Limours tampoco lo conocías?

Una gota de sangre resbaló por el cuello del hombre.

—Sí... Fue él quien vino a la taberna. Se... se llama La Ferrière y nos acompañó.

—¿La Ferrière? —repitió Perceval asombrado—. Pero ¿de dónde sale ese nombre?

—Yo... no lo sé. Sólo dijo que las personas del palacete le habían robado la herencia y que esperaba recuperarla ahora que no quedaba nadie con vida.

El caballero dejó para más tarde el examen de esa extraña pretensión.

—¿Y el jefe? ¿Estás seguro de que no era él?

—¡Oh, seguro! El jefe únicamente nos acompañó la mañana misma, y nadie vio su rostro. Todo lo que puedo decir es que La Ferrière le hablaba con consideración. Cuando todo terminó, desapareció. Soc...

Raguenel no vio llegar el golpe. Únicamente sintió un puñetazo en la espalda, y con un gesto automático hundió su espada en la garganta de Mascahierro. Su grito de agonía fue lo último que oyó antes de sumirse en las tinieblas.


Si Raguenel no fue a reunirse con sus antepasados aquella noche, lo debió ciertamente a su ángel de la guarda, pero sobre todo a la pasión bibliófila del mariscal de Francia, que era uno de los raros militares amigos de la cultura en una época en que los grandes señores valoraban más el arte de manejar la espada que el de manejar la pluma. Esa rareza se llamaba François, barón de Bestein, de Haroué, de Remonville, de Baudricourt y d'Ormes, nombre afrancesado en la forma de Bassompierre por Enrique IV cuando, con diecinueve años de edad, fue llevado a su corte. Leía el latín y el griego, hablaba cuatro lenguas —francés, alemán, italiano y español— con la misma facilidad y poseía una magnífica biblioteca a la que dedicaba todos sus desvelos.

Gran seductor por otra parte, siempre enredado en alguna aventura de faldas, aquella noche se había desplazado hasta una librería del Puits-Certain frecuentada por todos los espíritus cultivados de la colina de Sainte-Geneviève para admirar, y sin duda comprar, una edición de los Comentarios de César impresa en Venecia por Aldo Manuzio.[11] Y también para ver allí a la sobrina del dueño de la librería, a la que hacía asiduamente la corte desde hacía varias semanas. La bella Marguerite era la principal razón que le había inducido a salir de casa a pesar de la tormenta que se preparaba, cruzar el Sena y ascender a la docta colina. Pero si bien los Comentarios acudieron a la cita, no ocurrió lo mismo con Marguerite, que había ido a pasar el día a Suresnes.

Decepcionado, el mariscal no se entretuvo tanto como esperaba y, con sus Comentarios recién adquiridos, se volvió a su mansión. Al aproximarse a la plaza Maubert a la luz de las antorchas que portaban sus lacayos —las calles de París no ofrecían en aquella época más iluminación que las lámparas de aceite encendidas en algunas travesías ante las estatuas de la Virgen o de los santos—, oyó un grito y se dirigió de inmediato al lugar de donde procedía: a falta de ternezas y retozos, siempre podría consolarse con una buena pelea.

Pero la velada decididamente no se le presentaba favorable, porque la aparición de su gente puso a los malandrines en fuga y únicamente pudo encontrar en el lugar dos cuerpos tendidos: uno, un hombre de aspecto sospechoso, estaba muerto, y el otro, con la inconfundible apariencia de un gentilhombre, aún respiraba. Además, el rostro de este último le trajo algún recuerdo impreciso: tenía la impresión de haberlo conocido en alguna parte.

Aporreadas por el puño autoritario de sus lacayos, se abrieron unas puertas. Aparecieron unas parihuelas sobre las que fue colocado el herido inconsciente y llevado a la mansión del mariscal, situada no lejos del Arsenal. El cielo, compadecido, no empezó a descargar sus nubes hasta que arribaron a su destino, de modo que el pequeño cortejo llegó seco, pero no le ocurrió lo mismo al médico que el mariscal envió a buscar de inmediato. En cuanto a Perceval, que había perdido mucha sangre, no tenía conciencia de lo que le había ocurrido y seguiría así durante varios días, presa de una fuerte fiebre.

De modo que, al recuperar de nuevo la conciencia, se sorprendió al encontrarse en una habitación desconocida. Una hermosa habitación, con muebles de madera esculpida, tapicería exquisita y techo de artesones pintados, esculpidos y dorados. Debía de ser de noche porque una lamparilla de aceite ardía en la cabecera y un lacayo dormido en un sillón roncaba con aplicación, hundiendo la nariz en los botones de su librea roja y plata. Era ese ruido el que había despertado a Perceval, pero de inmediato echó de menos su anterior inconsciencia: no se sentía bien y le costaba respirar. Además, tenía sed. Al ver cerca de su cabeza una botella y un vaso, quiso servirse, pero le asaltó un dolor en el pecho tan vivo que no pudo contener un gemido. Enseguida, el lacayo se puso en pie y se inclinó hacia él, totalmente despabilado:

—¿El señor está despierto?

—Sí... Quisiera beber...

—Un instante. Voy a buscar al médico.

Este no debía de estar lejos. Apareció casi de inmediato, y dio muestras de gran satisfacción al encontrar a su paciente con los ojos abiertos. Le tomó el pulso y palpó su frente y sus brazos.

—La fiebre aún persiste —declaró—, pero, gracias a Dios, ha bajado y ya no deliráis.

—¿Delirar?... ¿He delirado mucho tiempo?

—Una semana larga. Hasta el punto de que hemos creído que no podríamos salvaros. La herida es profunda. El pulmón está afectado, pero sois joven y tenéis una buena constitución, de modo que la naturaleza acabará por imponerse. Al menos eso espero... si os mostráis razonable.

En ese instante, la mano de un lacayo volvió a abrir la puerta de la habitación para dar paso al señor de la casa, envuelto en una bata rameada de tonos castaños entretejida con hilo de oro.

—¿Me dicen que nuestro invitado se encuentra mejor? —exclamó—. En verdad es una buena noticia, y tal vez ahora podamos saber quién es.

—Poco a poco, señor mariscal, poco a poco —encareció el médico—. Puede hablar, cierto, pero todavía está muy débil.

El herido intentó incorporarse en el lecho para saludar a aquel imponente señor, y lo reconoció de inmediato. Quien hubiera visto en alguna ocasión al antiguo comandante de los suizos de Su Majestad, ya no podría olvidarlo. En efecto, con sus seis pies y varias pulgadas de estatura, su aspecto se adecuaba a la función que desempeñaba. Por lo demás, a pesar de que ya había cumplido cuarenta y seis años, Bassompierre seguía siendo un hombre seductor, con su cabello rubio, sedoso y rizado con apenas algunas hebras plateadas, un rostro a la vez enérgico y afable, y una barbita sedosa siempre perfumada con una mixtura de almizcle y ámbar.

—Señor mariscal —murmuró el herido—, me siento confuso por causaros tantas molestias. ¿Tendréis la bondad de explicarme por qué milagro os debo la vida?

—¡Oh, muy sencillo! —dijo Bassompierre sentándose en el sillón que había dejado libre el lacayo—. Pasaba por allí con mis hombres, oímos un grito, vimos y...

—...vencisteis. Y por añadidura, si he comprendido bien, os habéis cuidado de mí.

—¡No tiene importancia, amigo mío, no tiene importancia! Pero me gustaría que me dijerais quién sois.

—Un fiel servidor de la casa de Vendôme, señor mariscal —dijo Perceval, que, conocedor de los lazos de amistad que unían a Bassompierre y el duque César, no corría el riesgo de equivocarse. Me llamo Perceval de Raguenel, soy gentilhombre y escudero de la señora duquesa...

El resultado fue inmediato:

—¡Consideraos en vuestra casa! Sin embargo, no entiendo bien qué estáis haciendo en París. ¿Acaso ha regresado vuestra ama?

—En estos momentos la señora duquesa debe de encontrarse en Blois, adonde ha ido a implorar la clemencia del rey.

—¿La clemencia del rey? ¿Qué historias me estáis contando?

—La triste verdad. El duque César y monseñor el Gran Prior de Francia han sido arrestados por orden de Su Majestad y conducidos a la prisión de Amboise. ¿No lo sabíais? —preguntó tímidamente Perceval, que conocía los lazos de amistad que unían a la duquesa d'Elbeuf, hermana de los dos presos, y a la princesa de Conti, de la que se rumoreaba que era la esposa secreta de Bassompierre.

¡Pardiez, no! —murmuró éste, y su rostro se ensombreció—. ¡Qué extraño! Debe de haberse hecho en secreto, cuando el rumor aún no ha llegado aquí. Pero ahora que pienso, ¿no deberíais estar en Blois, al lado de vuestra ama?

—Sin duda... Pero he tenido que ocuparme, con su permiso, de un asunto grave...

—¿De verdad? Contadme eso.

El médico intervino:

—Perdonadme, señor mariscal, pero este joven acaba de salir de un desvanecimiento prolongado. No debemos fatigarle, y habréis observado que hablar le resulta penoso...

—Muy cierto. ¡Dormid, muchacho! Comed, bebed, reponed fuerzas. Seguiremos esta conversación mañana... siempre, claro está, que deseéis proseguirla.

—Lo haré con sumo gusto, señor mariscal. Gracias.

Y Bassompierre salió después de recomendar al médico que no se divirtiera en «sangrar a ese infeliz muchacho, siguiendo vuestra consabida costumbre. ¡Ya ha perdido demasiada sangre!».

El hombre de ciencia intentó objetar que era la única manera de «dar salida a los humores nefastos que pueden permanecer en el cuerpo de un paciente, y sólo puede hacerle bien desembarazarse de una sangre sin la menor duda viciada después de tantos días de inconsciencia», pero Bassompierre no quiso atender a razones:

—Ya le proporcionaremos más sangre con la ayuda de buenas carnes y buenos vinos de Borgoña a los que no pueden resistirse los humores más malignos. ¡Haced lo que os digo o enviaré un mensajero al rey pidiéndole que me preste a Bouvard a cambio de un pariente mío!