Así amenazado, el médico se encogió de hombros y se contentó con aplicar a su paciente métodos suaves: un poco de miel y una tisana calmante, que le permitieron concluir con un sueño reparador una noche iniciada con los últimos accesos febriles. Pero antes de sumirse en el sueño, se prometió revelarlo todo al salvador que un Dios providencial había colocado en su camino. ¿Qué mejor confidente, qué mejor consejero podía encontrar que aquel hombre valeroso, inteligente, hábil cortesano cuando convenía, dotado para la diplomacia, que había formado parte del círculo de íntimos de la bella Gabrielle y al mismo tiempo había sabido conservar la amistad de un rey propicio a los celos? Fue a él a quien se asignó la misión de escoltar a la futura reina de Fontainebleau a París. Sabemos cómo terminó aquel viaje: con un hijo muerto y una horrible crisis de eclampsia, pero, lejos de mostrar resentimiento a Bassompierre, el Bearnés se encerró con él durante toda una semana para hablar de la desaparecida y llorar su muerte. Y cuando Enrique IV, poco tiempo después, buscó consuelo junto a la bella pero peligrosa Henriette d'Entragues, a la que hizo marquesa de Verneuil, François de Bassompierre juzgó su deber interesarse por la hermana pequeña de Henriette, la atractiva Marie-Charlotte, y tuvo un hijo con ella. Desde hacía quince años, Marie-Charlotte le arrastraba a un juicio tras otro, con la pretensión de que él había firmado una promesa de matrimonio; Bassompierre lo negaba con todas sus fuerzas, pero eso no le libraba de ver envenenada su existencia. Felizmente había sabido conservar apoyos importantes y, después de la muerte del rey, se había atraído la buena voluntad de la regente. A la gorda María de Médicis se le caía la baba al escuchar sus réplicas a menudo procaces. Por ejemplo, el día en que él aseguró que existían pocas mujeres que no fueran putas, a aquella bobalicona le había parecido espiritual preguntarle: «¿Y yo?» Y Bassompierre contestó, con una gran reverencia y una sonrisa: «Vos, madame, sois la reina», haciéndole soltar una gran risotada. Al mismo tiempo se complacía en declararse protector de los jóvenes príncipes bastardos, y después del matrimonio de César con François de Mercoeur se le vio con frecuencia bajo las enramadas de Anet o en los jardines de Chenonceau.


Sabedor de dónde le había conducido la suerte, Perceval esperó con confianza el momento de las explicaciones. Llegó a primera hora de la tarde del siguiente día. Desde el momento en que el mariscal entró en la habitación, el herido comprendió que las cosas no iban bien.

—Teníais razón, las cosas están muy mal —suspiró—. Vengo de casa de la señora princesa de Conti, y allí he encontrado a la señora duquesa d'Elbeuf llorando como todas las fuentes de París, y confieso que con razón. El rey, la corte y, por supuesto, el cardenal se han trasladado a Nantes, donde el joven príncipe de Chalais ha sido arrestado y arrojado a las mazmorras del castillo. Nuestro rey y Richelieu han interrogado a Monsieur acerca de la conspiración que tenía como objetivo impedir su matrimonio, asesinar al cardenal y, si el rey era derrocado, concertar el matrimonio de la joven reina con Monsieur. ¿Y que creéis que respondió nuestro buen príncipe?

—Conociéndole, no es difícil adivinarlo —dijo Raguenel, que tomaba un excelente almuerzo incorporado sobre un montón de almohadas—. Empezó por pedir perdón, juró que nunca estuvo al corriente de nada y acabó por traicionar a todo el mundo.

—¡Exacto! Empezó, por supuesto, por las personas ya arrestadas por el rey. Culpó todo lo posible a los Vendôme, y aseguró que el duque César reunía un ejército en Bretaña para invadir Francia y destronar al rey.

—¡Es abominable! Monseñor el duque únicamente deseaba consolidar su posición en el gobierno de Bretaña para poder afrontar cualquier eventualidad; sabe muy bien que el cardenal lo detesta.

—Y eso no es todo. El joven Chalais, una vez en prisión, ha dicho lo mismo, pero por una razón muy diferente: está perdidamente enamorado de Madame de Chevreuse, que al parecer concedió sus favores al Gran Prior Alexandre. Por tanto, busca vengarse de ellos, sin privarse por otra parte de acusar a la que ama.

—¡Misericordia! ¿Y qué ha ocurrido?

—Se ha despojado al señor de Vendôme del gobierno de Bretaña y el rey ha dado orden de derribar las fortificaciones de sus castillos: Ancenis, Lamballe, Blavet, etc.

—¿Vendôme también?

—No. La orden se ha limitado a Bretaña. Además Vendôme es una gran ciudad, muy leal a su duque. Mientras éste no sea condenado, nadie la tocará, y de momento los dos hermanos siguen en Amboise.

—¿Y la señora duquesa?

—No hay noticias de ella. Madame d'Elbeuf ignora lo que ha sido de su cuñada. Naturalmente, eso la atormenta... Y ya que estamos en ello, contadme vuestra historia.

Raguenel lo hizo, sin ocultar ni olvidar nada. Su amistad con la familia de Valaines, la tragedia que la había aniquilado, la pena que experimentaba, cómo había encontrado a Jeannette en la chimenea y el relato que ella le hizo. Luego, su decisión de seguir la pista aún caliente de los asesinos, el albergue de Limours y finalmente el incidente que le tenía postrado en el lecho con un pulmón perforado. Para concluir, pidió que le trajeran su jubón, del que tomó el sello de lacre rojo despegado de la frente de Chiara y el collar que había quitado a Mascahierro.

Aunque solía ser locuaz, el mariscal escuchó su relato sin decir palabra. Cuando hubo terminado, Bassompierre tomó el collar y lo acarició con los dedos.

—Conocí a la signorina degli Albizzi cuando entró al servicio de la reina madre. ¡Una muchacha muy hermosa... y virtuosa! No me guardaréis rencor, espero, si os confieso que intenté sin éxito obtener sus favores. Cuando la casaron, era pura y luminosa como un hermoso lirio. Nadie comprendió por qué razón se casaba con un hombre mucho mayor que ella.

—Pero que supo hacerla feliz. En agradecimiento, ella le dio tres hijos de los que sólo sobrevive la pequeña Sylvie, confiada en la actualidad a los cuidados de Madame de Vendôme. Pero, señor mariscal, puesto que la conocíais, ¿podríais decirme si, aparte de Jean de Valaines, algún otro hombre pretendía su mano?

—¿Otro hombre? —repitió Bassompierre tomando el sello entre dos dedos—. En verdad, lo ignoro. Cuando una dama me dice no, no me tomo el trabajo de insistir y deposito mis esperanzas en otro lugar. Es extraño este sello. Omega... «Yo soy el alfa y el omega, el primero y el último, el comienzo y el fin», dice el Apocalipsis. Si ha elegido este símbolo, ¿pretende ese hombre ser el fin para otros hombres?

—Eso parece señalar a un verdugo.

—Pero un verdugo culto, y no creo que exista ninguno.

—¿Un juez, entonces? Muchos son personas cultivadas.

—Sin duda. Pero, por lo que sé, no es gente dispuesta a mancharse las manos y, según el relato de la criadita, el asesino bañó sus manos en sangre. Apuesto a que no será fácil encontrarlo, y dado el actual estado de cosas, no seré yo quien os anime a seguir buscando.

—Sin embargo, he jurado vengar a Madame de Valaines y a sus hijos. Es cierto que mi única pista, de momento, es ese guardia llamado La Ferrière. No será muy difícil encontrarlo, y yo...

Inclinándose, Bassompierre colocó su mano sobre la del herido.

—No os lo aconsejo, e incluso, si queréis creerme, dejaréis de investigar en el futuro. A menos que vuestra intención sea la de agravar las desgracias de la casa de Vendôme... y probablemente poner en peligro a la niña que escapó de la carnicería.

—¿Yo? ¡Dios no lo quiera! Pero no veo en qué...

—Los dos asuntos están relacionados. El ataque al castillo tuvo lugar cuando el cardenal se había apoderado de los príncipes, porque, no os engañéis, fue él quien les hizo prender: para eso le bastó pronunciar la palabra «conspiración». ¡Estáis atado de pies y manos, amigo mío!

—¿No puedo hacer nada? —gimió Raguenel, a punto de romper a llorar.

—Sí. Esperar.

—¿Esperar qué? ¿La muerte del cardenal?

—Un día u otro ocurrirá. Su salud no es la mejor, muy al contrario, y desde que detenta el poder se afilan más cuchillos en Francia que en tiempos de la reina Catalina y de las guerras con los protestantes. La espera no será muy larga.

—La suerte lo protege. Y además, ¿le creéis capaz de haber ordenado una matanza dirigida contra una mujer y unos niños? Tendría que ser un monstruo...

—No le conozco lo bastante para juzgar. No me gusta y me he opuesto a él con todas mis fuerzas, pero aprecio mi cabeza y me gustaría disfrutar de ella durante algún tiempo más.

—Sois amigo del rey y mariscal de Francia. No se atrevería.

—¡Se ha atrevido a encerrar en una prisión a los hermanos del rey! Y también al príncipe de Chalais, que acusa a todo el mundo para hacerse perdonar. Dicen que ha confesado haber querido matar a Richelieu. Seguramente será el primero en ser juzgado y veremos cuál es su suerte. ¿Qué edad tiene la niña que se salvó?

—Aún no ha cumplido cuatro años.

—¡Pobrecilla! En cualquier caso, tiene derecho a vivir...

—He jurado por la memoria de su madre protegerla. Y la mejor manera de hacerlo sigue siendo eliminar a sus enemigos...

Bassompierre sacudió la cabeza con desánimo:

—Sois bretón, ¿no es cierto?

—En efecto, y me enorgullezco. ¿Por qué?

—¡Cabeza dura! Me estoy esforzando en explicaros que es necesario que os estéis quieto. Bien sea que Richelieu haya ordenado la matanza (lo que no quiera Dios, y que me resisto a creer), o bien que el hombre encargado de recuperar las cartas de esa reina estúpida haya aprovechado para ajustar sus propias cuentas, en uno u otro caso, detrás de esta horrible historia se adivina la presencia de la sotana púrpura. Y ahora, aceptad un consejo: para empezar, vais a terminar vuestra curación aquí. Por mi parte, voy a reunirme con el rey en Nantes, pero intentaré averiguar qué ha sido de la duquesa François e y en qué puedo servirla. De camino pasaré por Vendôme y allí informaré de lo que os ha sucedido. También os enviaré a vuestro criado para que no estéis solo cuando volváis a emprender viaje. ¿Os parece bien?

—Mi gratitud es inmensa, señor mariscal. No sé si...

—Sobran las explicaciones. Contentaos con darme vuestra palabra de que seguiréis mi consejo y no intentaréis hacer nada que pueda redundar en daño para la casa de Vendôme. ¿Puedo contar con vos?

—No os defraudaré, señor mariscal —murmuró Raguenel vencido—. Tenéis mi palabra: sabré esperar... tanto tiempo como sea preciso.

Bassompierre le dirigió una ancha sonrisa satisfecha y, a falta de poder palmearle la espalda, le dio unos leves golpecitos en la cabeza.

—¡Así me gusta! Por mi lado, como me muevo bastante tanto entre los círculos de los nobles como de la gente de pluma, tal vez consiga averiguar quién es el personaje que se atreve a tomarse por el Ángel Exterminador y coloca omegas en sus cuños. ¡Hasta la vista, muchacho!

Y después de recoger el sombrero emplumado de azul que había arrojado sobre un arcón al entrar, el mariscal efectuó una de esas salidas en tromba a las que era aficionado, obligando a su invitado a adoptar finalmente la prudente resolución de restablecerse cuanto antes a fin de poder volver a ocupar su puesto desde el momento en que Corentin apareciese con su figura de zorro astuto en aquel elegante dormitorio.


En Vendôme, mientras tanto, la pequeña Sylvie empezaba a olvidar lo que para ella se parecía más a una pesadilla que a una realidad. El ángel había aparecido para llevarla a un lugar magnífico lleno de hermosas damas y apuestos caballeros. Después se había enterado de algunas cosas muy agradables. Por ejemplo, que no tenía nada que temer respecto a la duración de la estancia del señor Ángel en la tierra: se llamaba François y era adorable con ella; la instalaba en su caballo para llevarla a pasear a lo largo del río sin preocuparse por los reproches de su hermano mayor, corría con ella por los prados, le contaba historias y después, al desearle las buenas noches, le daba sonoros besos en las mejillas y le decía que olía a manzanas y hierba fresca, dos cosas que gustaban mucho tanto a él como a ella. Ella lo quería mucho, y cada día un poco más porque a su lado se sentía protegida.

Sylvie también quería mucho a Elisabeth, que jugaba con ella como si fuese una muñeca, dándose aires de mamá. Le enseñaba a comer sin mancharse, le probaba vestidos inventados por ella que una sirvienta cosía sin parar para adaptarlos a las dimensiones de su cuerpecito, y pasaba largos ratos, armada con un cepillo, intentando alisarle los bucles morenos, tupidos y rebeldes. En otros momentos, le enseñaba a leer en un libro con bonitas estampas de colores que fascinaban a la pequeña; y también, claro está, la llevaba dos veces al día a la capilla para rezar por todos los ausentes, en particular por dos personajes misteriosos que tenían nombres demasiado complicados para la memoria de Sylvie. Rezaban también por su mamá, de la que le decían que había marchado para un largo viaje. En la capilla sonaba una hermosa música, y eso compensaba un poco el largo rato que había de estar de rodillas sobre las losas del suelo, con las manos juntas. Por fin, una tarde soleada, Jeannette apareció en el castillo y Sylvie se llevó una gran alegría porque era la hija de la Tata, y porque jugaba muchas veces con ella cuando el servicio —bastante despreocupado, todo hay que decirlo— se lo permitía.