La recién llegada llevó casi al paroxismo la angustia de Madame de Bure, que oficiaba en cierta manera de ama de casa en ausencia de Madame de Vendôme. ¿Aprobaría ésta, cuya ausencia se estaba prolongando de forma inquietante, que se alojase de esa forma a los supervivientes de La Ferrière? Es verdad que su caridad era inagotable y que, después de todo, se trataba sólo de una pequeña criada para la que siempre se encontraría un empleo al servicio de Elisabeth.

Por su parte, François y su hermana se iban encariñando con su protegida. Su cháchara y sus reflexiones infantiles, el afecto que les mostraba, les distraían un poco de la ansiedad en que los sumía, cada día un poco más, la falta de noticias. Su madre no daba señales de vida y, para colmo, el caballero de Raguenel parecía haberse evaporado en el éter. Todo lo que había podido decir su criado al traer a Jeannette fue que había partido en dirección a París sin precisar adónde iba, contentándose con indicar que después iría a Vendôme.

La inquietud común había acercado a los dos menores a su hermano mayor, del que sabían que en caso de desgracia se convertiría en jefe de la familia. ¡Una pesada carga cuando sólo se tienen catorce años de edad! Louis no podía evitar estremecerse al pensar en la posibilidad de recibir sobre sus hombros una herencia tan pesada. Que por añadidura iba a ser necesario defender, pero ¿contra quién? Si se trataba del rey y de su temible ministro, la partida estaba perdida de antemano, se decía desesperado el adolescente, por más que la villa de Vendôme se alineara al lado de su duque. Lo que era de desear porque, si no, el joven Mercoeur no se imaginaba atrincherado en el inmenso castillo, que había mantenido su aire decididamente feudal a pesar de la vivienda apenas algo menos severa construida en el recinto por su abuela paterna Jeanne d'Albret, y de la decididamente más amable que había ordenado edificar el duque César, pero cuyas paredes se estaban empezando a alzar por entonces. Evidentemente era posible resistir allí mucho tiempo porque la previsión del duque César había abarrotado los almacenes de vituallas, armas y municiones, y los subterráneos daban acceso a una fuente abundante que corría en el nivel del valle. Pero si quería herir a su hermanastro con mayor seguridad aún que arrebatándole Bretaña, el rey no dejaría de atacar Vendôme, símbolo del título ducal y la más amada posesión de César. Amaba su ciudad, y sin embargo, ¡Dios sabía que no le había sido fácil hacerse reconocer por ella!

Incluso después de pasados treinta y siete años, Vendôme no olvidaba el trato que le había hecho sufrir, en noviembre de 1589, el heredero designado por el rey Enrique III, asesinado el 1 de agosto anterior. Enrique IV, todavía protestante por entonces, se había apoderado de la ciudad que le pertenecía por derecho de herencia pero en la que se había hecho fuerte el duque de Mayenne, partidario de la Liga. Y Vendôme había luchado junto al usurpador, grave delito que el rey había castigado entregándola al pillaje, sin excluir sus iglesias y conventos. El gobernador Maillé de Benehart fue decapitado, y el portero del convento de los Cordeliers, ahorcado, Dios sabe por qué.

Una vez pasada la resaca de la borrachera —la guerra es un terrible alcohol—, el Bearnés sintió remordimientos, tanto más vivos por cuanto los curtidores, que representaban la mayor riqueza de Vendôme, habían huido para encontrar refugio en Château-Renault y se negaban a regresar.

Creyendo arreglar las cosas, el rey donó el ducado a su hijo primogénito, César, que tenía entonces cuatro años de edad. Mientras se creyó al niño destinado a convertirse en rey de Francia, los habitantes de Vendôme no pusieron objeciones; pero al morir Gabrielle, y sobre todo cuando Enrique casó con María de Médicis, sopló un viento de revuelta. Hasta entonces villa real y residencia de numerosos hugonotes, a Vendôme no le gustó tener por amo a un medio Borbón, o dicho de otro modo un bastardo, hasta que el matrimonio del joven duque con Mademoiselle de Mercoeur hizo virar el viento. La alta cuna de la nueva duquesa, su profunda piedad y su inagotable caridad, unidas al encanto de César y a su generosidad, atrajeron a muchos corazones. Se fundaron nuevos conventos y sobre todo una ejemplar casa de atención a los enfermos, instalada en el barrio de Chartrain, que fue a inaugurar Monsieur Vincent. En cuanto a los protestantes causantes de los primeros disturbios, fueron expulsados.

Sí, ahora había buenas relaciones entre el castillo y la villa pero, desconfiado por naturaleza, el joven Mercoeur no llegaba a convencerse de que en caso de un ataque real el pueblo se pondría de su lado. Probablemente quedaban aún algunos descontentos, que podían arrastrar a otros. Y cuando oía a Monsieur d'Estrades conversar con Monsieur de Preaulx, el nuevo gobernador, y con su lugarteniente, Monsieur d'Argy, Louis no podía evitar echarse a temblar: no reinaba precisamente el optimismo, entre los tres personajes.

Por su parte, François soñaba con hazañas bélicas. Rogaba cada día, con la inconsciencia de sus pocos años, tener la oportunidad de batirse por un padre al que adoraba y de mostrar el valor que sentía hervir en su interior. Un buen asedio, con su alboroto y su violencia, le parecía preferible con mucho a la calma de un verano sofocante vivido en el interior de una vieja fortaleza colgada del flanco abrupto de un cerro a cuyos pies corría mansamente el Loira y donde nunca pasaba nada.

Los tres jóvenes Vendôme tomaron por costumbre subir cada tarde a la torre de Poitiers, tan alta y sólida que le daban el nombre de torreón, por más que no lo fuera. Desde allí, contemplaban la puesta de sol en toda su gloria incandescente, pero sobre todo tenían la esperanza, una y otra vez decepcionada, de divisar una nube de polvo que revelara la llegada de una carroza o al menos de un jinete. Nadie venía. Monsieur d'Estrades, tan preocupado como sus pupilos, hacía sin embargo todo lo posible por confortarles explicándoles que era necesario cultivar la virtud de la paciencia y que era muy raro que se encerrase a alguien en prisión para sacarlo de allí al día siguiente, pero que podían depositar toda su confianza en que la señora duquesa removería cielo y tierra en favor de su esposo. Si ella no volvía, era sin duda porque aún no había conseguido ser oída por el rey.

Esas ascensiones vespertinas desolaban a Sylvie, que seguía a François como un cachorrillo siempre que le era posible. Y allí, no le era posible sin ayuda: los escalones del «torreón» eran demasiado altos y empinados para sus piernecitas. Intentó escalar los dos o tres primeros, pero sólo consiguió magullarse las manos en aquellas piedras irregulares. La única solución era que la llevaran a cuestas, pero estaba muy alto y nadie se sentía con ánimos. Además Louis, ya en la primera ocasión, había hecho escuchar su voluntad:

—Allí arriba tenemos la oportunidad de estar solos los tres. No quiero que nadie venga a estorbarnos.

—¡Es muy pequeña! —intercedió Elisabeth.

—Precisamente por eso no tiene nada que hacer allí. Y además, François, deberías dejar de llevarla detrás de ti a todas partes. Muy pronto llegará el momento de que ingreses en la Orden de Malta y participes en sus peregrinaciones. No pensarás llevarla, supongo.

El interpelado se echó a reír.

—¡Claro que no! Pero sí me gustaría llevarla a Belle-Isle como hicimos el año pasado, para pasar las vacaciones con el duque de Retz. Es muy buena compañera: no tiene miedo de nada.

—Es verdad —dijo Elisabeth—, pero este año no tenemos vacaciones, y todo lo que podemos hacer es rogar al cielo que vuelvan los tiempos felices. Por esta vez, François, Louis tiene razón: hemos de acostumbrar a Sylvie a separarse de nosotros de vez en cuando.

A pesar de sus lágrimas y chillidos, la pequeña tuvo que quedarse al pie de la torre mientras su ángel subía como si ascendiese al cielo. Cuando volvió a bajar ella seguía allí, tendida sobre un escalón, llorando en silencio. Él se sentó a su lado, la incorporó y la sentó sobre sus rodillas para secarle con su pañuelo la carita sucia de polvo y lágrimas.

—Cuando seas mayor —le dijo— también subirás arriba, pero de momento es imposible.

Ella le tendió sus bracitos.

—¡Llevar! —dijo únicamente, pero François puso su cara más seria.

—No. Una dama debe aprender a esperar. Nuestro padre está preso en una gran torre y nuestra madre no puede estar a su lado, pero no por eso se echa al pie de la escalera a llorar y chillar.

Sylvie se llevó a la boca un dedo sucio, bajó la cabeza y dijo tan sólo:

—¡Ah!

Desde entonces, tarde tras tarde, se quedó sentada sin protestar en el primer escalón, pero poco a poco la torre se convirtió en su enemiga y, para su pequeño cerebro, en un símbolo: le parecía que ella iba a permanecer siempre abajo, en la sombra, mientras él ascendía hacia la luz. Le parecía que, incluso cuando fuera lo bastante grande para subir todos aquellos escalones, nunca iba a poder acompañar al que tanto amaba: él iría más lejos, más arriba, siempre más arriba hasta quedar fuera de su alcance. Por eso, mientras tanto y para aprovechar lo más posible su compañía, se contentaba con trotar incansablemente detrás de sus pasos, con Madame Jolie bien apretada contra su pecho. Y François no tenía valor para ahuyentar a la niña que todo el mundo en el castillo conocía como «la gatita».


Como las cosas nunca ocurren como las imaginamos, los dos hermanos estaban bañándose en el río con su preceptor una tarde de agosto cuando vieron de repente que una gran carroza polvorienta, rodeada de jinetes, cruzaba el puente que llevaba a la rampa de acceso al castillo.

Salir del agua, secarse, vestirse y montar en los caballos para volver apenas les exigió unos minutos. Sin embargo, cuando llegaron al patio, el lacayo del caballero de Raguenel, estaba ya haciendo sus preparativos de marcha. Colorado de júbilo, les gritó:

—Mi amo está en París, en casa del mariscal de Bassompierre, que acaba de darme la noticia. Está herido pero se recupera y voy a reunirme con él...

Aquel atardecer, un soplo de esperanza vino a aliviar a los jóvenes habitantes del castillo. La firme determinación de Bassompierre, su optimismo —que tal vez forzó un poco en beneficio de sus jóvenes anfitriones— eran contagiosos. Prometió hacer lo imposible para abogar por su padre y les tranquilizó, con firme convicción, sobre la suerte de su madre.

—Por graves que sean los cargos que pesan sobre los señores de Vendôme, la señora duquesa no puede ser implicada en ellos. La mujer debe seguir a su esposo allá donde éste vaya, y el rey ha heredado de su padre el respeto por las damas... aunque las ama menos que aquél. Y lo que es más, hay que pensárselo dos veces antes de enemistarse con la casa de Lorena. Creedme, hijos míos —concluyó después de vaciar con evidente agrado una gran copa de vino de Vouvray muy fresco—, volveréis a ver a vuestra madre antes de que pase mucho tiempo.

—¿Y a nuestro padre? —preguntó François.

Los anchos hombros del mariscal alzaron el gran cuello de encaje de Venecia dispuesto sobre el jubón de hilo de Flandes bordado en plata, al tiempo que su amable rostro se ensombrecía levemente.

—Hay que rezar a Dios para que no sufra una prisión muy larga, porque, en lo que respecta a su vida, me niego a creer que pueda estar en peligro: el rey no cargaría su alma con un pecado mortal sólo por ofrecer su cabeza al cardenal.

—El cardenal es un clérigo —exclamó Louis con rabia—. Puede absolver un pecado mortal. ¡Incluso del rey!

El mariscal partió a la mañana siguiente, aprovechando el fresco matutino, y aquella misma tarde Louis, Elisabeth y François volvieron a subir a la torre de Poitiers. Finalmente llegó el día en que quedó recompensada su espera. Vieron llegar a dos jinetes poco antes del crepúsculo, unos días después de la festividad de San Luis, que se celebró en la abadía de la Trinité con una hermosa misa cantada en presencia de toda la villa. Al reconocer al señor de Raguenel, sintieron verdadera alegría.

El caballero se sintió conmovido al recibir sus muestras de afecto, y todavía más cuando una pequeña figura de tafetán rosa y rizos oscuros desordenados se lanzó contra sus piernas llamándole «buen amigo». El hecho de que la niña conservara el recuerdo del nombre que le daba su madre, pudo con su flema habitual. Alzándola del suelo, la estrechó contra sí y enjugó unas lágrimas furtivas en aquella mejilla satinada...

Raguenel habría querido continuar al día siguiente su camino en dirección a Nantes para reunirse con Madame de Vendôme, pero se vio enfrentado a una verdadera coalición formada por los niños, su preceptor, el gobernador del castillo y Madame de Bure: estaba todavía demasiado fatigado para seguir galopando en medio del calor y el polvo en busca de una dama que posiblemente había emprendido ya el camino de vuelta.