—Como no sabemos por qué ruta regresará, corréis el peligro de no encontrarla, caballero —dijo Madame de Bure—. Lo mejor, dadas las circunstancias, es esperarla aquí con nosotros.

Era un consejo prudente, y Perceval se dejó convencer, feliz en el fondo por prolongar algún tiempo el descanso después de una cabalgata que le había resultado más dura de lo que pensaba. Y también estaba Sylvie, que parecía dispuesta a pegarse a él como si adivinara que era el último lazo que la unía a su mundo desaparecido. Louis de Mercoeur advirtió con satisfacción que se apartaba un poco de François para pasear con su «buen amigo», que sostenía su manita.


Y después, llegó por fin el feliz día en que apareció la carroza del obispo de Nantes —que ya no lo era—, llevando a éste, a Madame de Vendôme y a Mademoiselle de Lichecourt; la primera visiblemente fuera de sí, y la segunda tan imperturbable y, por desgracia, tan fea como siempre.

Las primeras palabras de la duquesa después de bajar y librarse de los guardapolvos y cofias destinados a proteger sus vestidos de las salpicaduras de barro —llovía continuamente desde hacía dos días—, antes incluso de abrazar a sus hijos, fueron para ordenar que se hiciera el equipaje y se preparasen todos para volver a París.

—¿París en este momento? —protestó Louis—. ¡Hace más calor que en cualquier otra parte, y la ciudad apesta!

—No sabía que fuerais tan delicado, Louis. Pues bien, os quedaréis en Anet con vuestra hermana y vuestro hermano, pero yo me voy a donde se encuentra vuestro padre.

Y entró a toda prisa en la casa en busca de un baño y de ropa limpia, sin decir nada más. Fue Philippe de Cospéan quien informó a los niños. Parecía más calmado que la duquesa, pero muy pronto se hizo evidente que esa calma ocultaba graves preocupaciones.

—Los príncipes ya no están en Amboise —explicó—. Los llevan por el río al torreón de Vincennes. No —dijo con un gesto que cortó la palabra a François —, no se te ocurra hablar ahora de escapar, hijo mío. Es imposible. La embarcación que les transporta está protegida, en el interior y desde las orillas del Loira, por los mosqueteros del señor de Tréville, su teniente. En caso de ataque al barco, tienen orden de hacerlo estallar.

—¿Ha podido hablar con el rey nuestra madre? —preguntó Louis.

—Sí. Él le ha hablado con mucha bondad y le ha dado toda clase de seguridades para vosotros y para ella misma. Ningún peligro os amenaza, ni a vuestras personas ni al ducado. ¡Y menos aún a las posesiones de la duquesa!

—¿Y a nuestro padre? —preguntó François, que apenas podía contenerse—. ¿También le ha dado seguridades?

El obispo desvió la mirada:

—Ninguna. El duque y el Gran Prior serán juzgados por el Parlamento.

—¿Y los demás? —preguntó Raguenel—. Nuestros señores no eran los únicos acusados de conspiración: estaban Monsieur, por más que le haya parecido conveniente traicionar a todo el mundo, Madame de Chevreuse, el príncipe de Chalais, del que hemos sabido que estaba detenido...

El rostro austero de Philippe de Cospéan expresó en ese momento un horror extremo, y se estremeció. Después de persignarse, murmuró:

—En cuanto a éste, hay que rogar a Dios que se apiade de él, porque ha sufrido un verdadero martirio. El 18 de este mes fue decapitado en la plaza de Bouffay, en Nantes, a pesar de las súplicas de su madre. ¡Si puede llamarse decapitación a la carnicería que vimos con nuestros propios ojos!

Y contó a los jóvenes horrorizados que, con la esperanza de retrasar al menos la ejecución, los amigos del joven príncipe —sólo tenía dieciocho años— habían secuestrado al verdugo, pero la despiadada justicia del cardenal había encontrado el remedio: se prometió el perdón a un miserable condenado a la horca si se encargaba de la ejecución. Como nunca había manejado la pesada espada del verdugo, el aprendiz, aterrorizado, utilizó una doladera o hacha de tonelero para separar la cabeza del cuerpo, para lo cual hubo de descargar hasta treinta y seis golpes. El condenado gimió hasta el golpe vigésimo...

Un silencio de muerte acogió aquel espantoso relato. Madame de Bure se llevó precipitadamente a Elisabeth, que estaba a punto de desmayarse. Luego François preguntó con un hilo de voz:

—¿Y los demás?

—Madame de Chevreuse está desterrada en su castillo de Dampierre, bajo la custodia de su esposo. En cuanto a los conjurados, aquellos cuyo nombre no ha sido revelado no se atreven a rechistar, y los demás se han dado a la fuga hace mucho tiempo. Monsieur se ha casado con Mademoiselle de Montpensier en petit comité y ha recibido en premio el título de duque de Orleans. Y para terminar, el rey ha dictado un decreto que estipula que quienquiera que atente contra la vida de Su Eminencia será perseguido por crimen de lesa majestad.

—¿Y despedazado por cuatro caballos como Salcède o Ravaillac? —exclamó indignado Monsieur d'Estrades—. ¡Verdaderamente Richelieu es hoy más rey que el rey!

La cena fue triste. Todos seguían sobrecogidos por la terrible historia, cuyo protagonista tomaba en su imaginación los rasgos de César y de Alexandre. El príncipe de Chalais era un gran señor, y su fin tenía que horrorizar a los Vendôme. Más aún por cuanto, en aquella delirante conspiración, era culpable sobre todo de haber amado hasta la locura a una mujer bonita de la que únicamente había sido instrumento. Sin embargo Madame de Chevreuse, a pesar de que el rey la odiaba, escapaba únicamente con una orden de destierro en las tierras de su marido y bajo la guarda de éste. Teniendo en cuenta que siempre lo había manejado a su antojo, no era difícil adivinar que las cadenas que la sujetaban no iban a resultar demasiado pesadas...

—El rey ha querido dar un castigo ejemplar —concluyó Philippe de Cospéan—. Sólo nos queda confiar en que sea el único.

A pesar de su fatiga, aquella misma noche Madame de Vendôme mantuvo una conversación privada con su escudero, y escuchó con atención el relato del drama de La Ferrière y lo que había ocurrido después.

—Habéis corrido peligros muy grandes, amigo mío —le dijo ella, al terminar—. Os lo agradezco, pero supongo que postrado en el lecho habéis tenido tiempo de reflexionar sobre esta triste historia. Me cuesta creer que hayan podido querer la muerte de una familia tan honorable. En lo que respecta al verdugo de Madame de Valaines, es patente el móvil de la venganza, pero ¿por qué matar a los niños?

—Para que no haya herederos, señora. Supongo que alguien codiciaba el castillo y sus posesiones. Tal vez ese La Ferrière, que fue uno de los asesinos y que, curiosamente, tiene el mismo nombre.

—Pero hay una heredera, puesto que mi hijo salvó a la pequeña Sylvie y vos os hicisteis con los documentos del castillo. Y si esas personas no encontraron las famosas cartas...

—Eso no lo sabemos, señora duquesa. En cambio, lo que sí es seguro es que la pequeña Sylvie correría un grave peligro si alguno de los asesinos llegara a saber que sigue viva. Es necesario ocultarla.

La duquesa alzó una ceja inquisitiva.

—¿En qué estáis pensando, en un convento? Dios sabe que venero a las santas vírgenes que viven en ellos, pero nunca se sabe quién se esconde bajo un hábito monacal, ni, sobre todo, quién es pariente de quién. Puede resultar muy peligroso.

—Inscribidla con un nombre falso.

—No me gusta la idea, aunque es cierto que el convento parece el lugar más indicado para ella. Está lejos de ser tan bonita como su madre. Con todo, es encantadora, cariñosa... ¡y tan pequeña! Tendré que pensar con más calma en este asunto. Pero, volviendo a las cartas que buscaban esas personas, ¿no es posible que estuvieran en posesión del barón de Valaines y que su mujer lo ignorara?

—¿Pensáis que también él habría podido ir a registrar el aposento de la Galigai después del paso de su prometida? Chiara era joven y sin duda le asustaron un poco todos los instrumentos de brujería que abarrotaban las habitaciones de Leonora. Valaines, mucho más sereno y reflexivo, pudo encontrarlas y, sabedor de su importancia, limitarse a guardarlas sin decir nada. ¿Qué pensáis?

—Que le habrían proporcionado un buen seguro contra la volubilidad y la ingratitud de la reina María. Después, únicamente tenía que apresurar la boda.

—Todo eso es posible, en efecto... A propósito, ¿puedo preguntaros si nos detendremos en Anet de regreso a París?

—Sí. ¿Por qué?

—Con vuestro permiso, señora duquesa, me gustaría volver a La Ferrière y hacer una nueva visita a la librería.

—Obrad como mejor os parezca.


Al salir de Vendôme, el día siguiente por la mañana, nadie entendía por qué era tan difícil conseguir que Sylvie se estuviese quieta. La niña, con la mitad del cuerpo asomado por las ventanillas del carruaje,[12] se esforzaba por ver el mayor tiempo posible la torre de Poitiers, su enemiga, una enemiga a la que esperaba vencer algún día. Solamente cuando la torre hubo desaparecido detrás de una loma, se dejó caer sobre los almohadones con un suspiro de satisfacción. Elisabeth le pidió una explicación, pero ella se limitó a sonreírle, cerró los ojos y, acurrucada como un gatito, se durmió con toda la naturalidad del mundo.

Al llegar a Anet, Perceval de Raguenel apenas se concedió un poco de tiempo para refrescarse; buscó las llaves de La Ferrière, eligió un caballo fresco, silbó a Corentin de la forma que habían convenido entre ellos hacía ya mucho tiempo —un silbido largo, uno corto, uno largo— y se encaminó al pequeño castillo. Era media tarde, y pensaba que dispondría de tiempo suficiente para registrar la librería, incluso aunque tuviese que pasar la noche en ella.

Esperaban profanar el silencio y la soledad que siguen a las grandes tragedias, pero encontraron abiertas las puertas de La Ferrière y el lugar lleno de actividad: estaban haciendo limpieza, arrancando las hierbas del patio y aireando los colchones, algunos de los cuales asomaban por las ventanas.

Dado que las llaves estaban en su posesión, Raguenel se dirigía ya a pedir explicaciones a dos hombres vestidos de uniforme gris, con el jubón abierto sobre la camisa, y que paseaban sin prisa charlando entre ellos, cuando Corentin le retuvo asiendo la brida del caballo con mano firme: un tercero acababa de aparecer procedente del jardín. No era otro que el guardia del cardenal que había ido al albergue de Limours a pagar a los hermanos Mascahierro.

—Algo me dice que vais a cometer una imprudencia —susurró el criado.

—Pero tengo que enterarme de lo que ocurre —gruñó Perceval, que había palidecido.

—Intentaremos informarnos, pero sin alboroto. Es preferible no llamar la atención.

Así pues, dieron la vuelta y guiaron sus caballos hacia la aldea, pero no habían dado más de cinco pasos en esa dirección cuando vieron al viejo que les había informado la vez anterior, detrás del mismo árbol. Debía de tener buena memoria porque no intentó escapar sino que, al contrario, se acercó a su encuentro.

—¿Todavía estás aquí? —dijo Raguenel—. ¿Es que te has venido a vivir?

—No, pero es un buen sitio para ver cosas...

—En ese caso quizá puedas informarme. ¿Quiénes son esas personas del castillo?

—El nuevo dueño y unos amigos suyos...

—¿Cómo el nuevo dueño? ¿Quién le ha permitido entrar?

—Nuestro sire, el rey, al parecer. Es el señor de La Ferrière y dice que el lugar perteneció en otro tiempo a sus antepasados. Así pues, como ahora no queda nadie, el rey se lo ha dado. Parece que es primo de los infelices que murieron aquí... y además, según dice, ha prestado un gran servicio a monseñor el cardenal. Y como monseñor el cardenal y el rey son uno y lo mismo...

Perceval no preguntó más. Había comprendido:

—¡Vamos, Corentin! Nos volvemos. ¡Muchas gracias, amigo! —añadió, y lanzó al anciano una moneda de plata.

—Pero bueno, ¿qué significa todo esto? —preguntó Corentin cuando estuvieron de nuevo en el bosque.

—Muy sencillo. Significa que la matanza no fue inútil, que han encontrado las cartas y que el cardenal no es un ingrato.

Eso fue lo que repitió a Madame de Vendôme a su regreso a Anet. La duquesa torció el gesto y dijo:

—¿De modo que Richelieu coloca a uno de sus hombres a nuestra puerta? No me gusta nada. Podría significar que pretende irse apoderando poco a poco de todo el principado.

—Habremos de andarnos con cuidado, pero lo que más me inquieta es Sylvie. ¿Qué le ocurrirá si ese La Ferrière se entera de que existe todavía una Valaines?

—Ya lo he pensado. Lo mejor es cambiarle el nombre. Tenemos en el Vendômois tres feudos sin titular, y estoy segura de que mi esposo no verá inconveniente, cuando le permitan regresar junto a nosotros, en donarle uno. Hablaré con nuestro canciller, y él se encargará de las escrituras necesarias.