—¿Y qué nombre llevará Sylvie?
—Podemos escogerlo juntos, ya que existen tres posibilidades. En primer lugar está Cornevache...
—¡Oh, señora duquesa! ¡No pensaréis llamarla así!
—No, por cierto —contestó Madame de Vendôme con una sonrisa—. También tenemos Puits-Fondu, y finalmente L'Isle, que se encuentra en Saint-Firmin.
—Creo que prefiero el tercero.
—Yo también.
Fue así como la niña de los pies descalzos, huérfana y despojada de todo por la barbarie de los hombres, se encontró con un castillo, tierras y un nuevo nombre que le fue enseñado pacientemente, día tras día. Y con el nombre de Mademoiselle de l'Isle se educó junto a Elisabeth en las mansiones de los Vendôme. El tiempo borró los recuerdos de su primera infancia, o por lo menos consiguió enterrarlos en las profundidades más recónditas de su memoria.
El duque fue devuelto a su familia cuatro años más tarde, el 29 de diciembre de 1630. El mes de marzo siguiente marchó de Francia con sus dos hijos para servir a Holanda. Le fue devuelto el título de gobernador de Bretaña, pero desprovisto de la función correspondiente. Debió esa súbita generosidad por parte del poder a la tragicomedia representada el 10 de noviembre anterior, que había de pasar a la historia con el nombre de jornada de los Dupes (inocentes, embaucados). Ese día María de Médicis, presa de un furor homérico, echó a Richelieu de su casa en presencia del rey y exigió que fuera devuelto a su obispado de Luçon. Sin embargo, no sólo el cardenal no fue destituido, sino que, al salir al día siguiente del pabellón de caza de Versalles, después de mantener allí una conversación secreta con el rey, su poder era mayor que nunca y estaba en condiciones de llevar a cabo una sonada venganza contra sus enemigos.
Quienes habían apoyado a la reina madre en la jornada de los Dupes fueron detenidos, incluidos el canciller de Marillac y su hermano el mariscal, que entregó su cabeza al verdugo. También recibió su castigo el amable Bassompierre, que no había cometido otro delito que recibir de María de Médicis una carta comprometedora. Pero era un sabio: encerrado en la Bastilla, aunque con ciertas consideraciones a su rango, se dedicó allí a escribir sus memorias. La reina madre fue desterrada a Compiègne, de donde, temiendo por su vida, huyó a Holanda. Todos aquellos acontecimientos dieron mucho que pensar a Perceval de Raguenel. Desde ese momento fue evidente para él que al menos uno de los asesinos —el jefe, sin duda— había acabado por encontrar lo que buscaba, y las famosas cartas, en manos del cardenal, habían sido un arma poderosa en el momento de su enfrentamiento con la reina madre. ¿Las había entregado al rey? Era un secreto que tal vez encontraría respuesta cuando éste permitiera a su madre regresar a la corte.[13]
El Gran Prior Alexandre no tuvo tanta suerte como su hermano. Después de dos años de prisión, murió en el torreón de Vincennes, el 8 de febrero de 1629, de una enfermedad de la que algunos pensaron que había intervenido el veneno. Tal vez porque estaba alojado en la misma habitación en que había muerto el mariscal d'Ornano, una estancia de la que Madame de Rambouillet decía que valía «su peso en arsénico»... Madame de Vendôme cuidó de que el cuerpo de su cuñado fuera inhumado en la iglesia colegial de Saint-Georges, vecina al castillo de Vendôme, con todos los honores debidos a su rango.
Así se extendió al paso de los años el poder del cardenal de Richelieu, apoyado por un rey consciente de su valía. La pesada mano del ministro se abatía sin piedad sobre los nobles más grandes, cuyas rebeliones y conspiraciones arrastraban en ocasiones a provincias enteras, cuando no pactaban con el enemigo. Dos Montmorency murieron en el cadalso: el primero, espadachín impenitente, por haber infringido la severa ley que prohibía el duelo (se había batido en plena Place Royale, a mediodía y delante del lugar en que estaba expuesto el edicto), y el segundo, el duque Henri, a causa de una de las eternas conspiraciones a que se dedicaba Gaston d'Orléans, siempre cobarde y siempre impune. Pero la construcción de Francia proseguía. Los protestantes fueron vencidos en La Rochelle, y el duque de Buckingham, aquel loco enamorado de Ana de Austria, fue asesinado por Felton, un hugonote fanático, y ya no podía molestar a nadie. Subsistía España, la enemiga encarnizada a pesar de los lazos familiares, al acecho tanto en las fronteras del norte como en las del sur; la España a la que la reina de Francia favorecía en secreto...
Mientras tanto, François se convertía en hombre, en un guerrero tal como deseaban los suyos. Desde hacía mucho tiempo había olvidado a la pequeña Louise Séguier, muerta de viruela en el castillo de Sorel. Otros rostros habían venido a reemplazar el de su primer amor. Bravo hasta la locura y seductor también hasta la locura, acumulaba hechos de armas y conquistas femeninas, pero también heridas, para gran disgusto de la niñita de los pies descalzos. Sylvie, en efecto, también crecía, y el amor que había volcado en él desde la primera vez que lo vio, crecía con ella...
SEGUNDA PARTE
La tempestad
1637
4
El camino del Louvre
Desde los primeros días del año, París tiritaba bajo un frío polar. El Sena acarreaba bloques de hielo tan enormes que habían mandado a pique varias barcazas cargadas de trigo y mercancías perecederas. Largos carámbanos colgaban de los techos de las casas, tan peligrosos como espadas cuando caían de lo alto. El barro erizaba las junturas irregulares de los viejos adoquines con agujas de hielo dolorosas para los pies y peligrosas para los huesos, de modo que los paseantes caminaban como pisando huevos, inclinados y cabizbajos para resguardarse del frío. Sólo los chiquillos se atrevían a patinar temerariamente en el arroyo de las calles.
Los caballos de Madame de Vendôme, calzados con herrajes para el hielo, ignoraban las dificultades de la estación y avanzaban a paso firme. Acababan de pasar la puerta de Saint-Honoré y seguían, al ritmo prudente exigido por el tiempo, la larga calle del mismo nombre que, prolongada por la Rue de la Ferronnerie, la Rue des Lombards y la Rue Saint-Antoine, atravesaba París de oeste a este hasta desembocar delante de la Bastilla. En el interior de la carroza, calentado por unos pequeños braseros, iban solas la duquesa y Sylvie, como en tantas otras ocasiones, salvo que hoy no acudían a visitas de caridad, ni a saludar a Monsieur Vincent en Saint-Lazare ni a esta o aquella iglesia: en breves momentos Mademoiselle de l'Isle iba a ser admitida entre las doncellas de honor de la reina Ana de Austria, un gran honor al que ella no encontraba demasiada explicación. No estaba segura de sentirse realmente satisfecha. Aquello quería decir que ese día cambiaría el hôtel de Vendôme, magnífico y casi nuevo, por las oscuras torres del viejo Louvre; y en los días cálidos del verano, los encantadores castillos de Anet o de Chenonceau por el palacio de Saint-Germain o por Fontainebleau, que aún no conocía. Un cambio de existencia completo.
—La reina es buena —le había asegurado Elisabeth mientras la ayudaba a hacer su equipaje—. Te tratará bien, sobre todo porque ha sido ella, como sabes, la que te ha reclamado desde que en nuestra casa te oyó cantar acompañada a la guitarra. Y también le gusta que hables español. Es un gran favor, y no te sentirás abandonada allí, mi madre y yo iremos con frecuencia. Y como sabes, mis hermanos son visitantes asiduos...
Ésa era la gran ventaja, que tal vez vería con más frecuencia a François. En los últimos años él apenas paraba en casa, excepto cuando tenía que reponerse de alguna herida ante la cual el corazón de Sylvie se sentía desfallecer. Pero estaba contenta de tenerlo allí. En efecto, después de la prisión de su padre, vinieron los dos años pasados en los Países Bajos para aprender el oficio de las armas; ¡dos años de tristeza mortal! Y luego la guerra, la primera gesta heroica ante Casale, en el Piamonte, donde el joven Vendôme se había destacado al cargar a caballo y espada en mano, vestido solamente con las calzas, las botas y una camisa blanca sin abrochar, el largo cabello rubio ondeando al viento. Después, sus hazañas se habían hecho incontables, lo mismo, ay, que sus amantes, porque gustaba a las mujeres mucho más de lo que hubiera deseado la niña a la que dedicaba cada vez menos atención...
—Parece un príncipe vikingo —decía entre risas Monsieur de Raguenel—. ¡Tiene su estatura y la misma divertida incultura! ¡Pero qué espléndido muchacho!
Ciertamente era guapo aquel François a quien su padre había dado cuatro años antes, al regreso de su campaña italiana, el título de duque de Beaufort, que había llevado antes su abuela, la bella Gabrielle. Con más de seis pies de altura, espaldas de luchador, un cuerpo que habría podido servir de modelo a una estatua griega recubierto por una piel curtida por el sol y la intemperie hasta el punto de no mostrar palidez sino cuando su propietario se veía forzado a pasar una temporada de convalecencia en el lecho o la hamaca, y un rostro risueño en el que destacaba como un trofeo la nariz de los Borbones, iluminado por dos ojos de un azul translúcido, de ese matiz peculiar que puede verse en los glaciares de alta montaña, y por unos dientes de predador, tan blancos que hacían estremecer. El resultado era que la mayoría de las mujeres enloquecía por él, y se susurraba que incluso la reina lo miraba con buenos ojos. Sin contar las numerosas novias que se le adjudicaban. Por supuesto, no se había vuelto a hablar de la peregrinación a Malta, cosa que no hubiera desagradado a su pequeña enamorada: al menos, entre monjes soldados y marinos, no cabría hablar de matrimonio.
Porque eso era lo que más temía. Que François —ahora le llamaba monseñor— se casase y ella, perteneciente a una nobleza demasiado modesta para pretender ser digna de él, lo perdiera para siempre. Ya era demasiado hermoso que Madame de Vendôme y su hija le hubiesen tomado tanto afecto como para renunciar a enviarla a educarse en un convento. Aquello se debía sobre todo al soberbio desprecio que en general sentían los Vendôme por el estudio. Tenían como principio que un hombre de mundo siempre sabía todo cuanto necesitaba saber. El latín, las armas, las Santas Escrituras, el arte de comportarse en la corte, que incluía la música, la danza y por supuesto la equitación, era todo lo que bastaba. Se había juzgado inútil atiborrar el cerebro de los jóvenes Vendôme con historia, geografía, matemáticas, filosofía y otras fantasías. Y si Mademoiselle de l'Isle aprendió más que sus compañeros, lo debió a la persona que se había convertido en su padrino y tutor. Perceval de Raguenel, que por su parte poseía una cultura extensa, le enseñó el español y el italiano, y al descubrir en ella una bonita voz, dulce y pura como el cristal, la inició en el arte del canto, del laúd y la guitarra. Y como además compartía los mismos maestros que Elisabeth, era a los quince años una damita perfecta, que bailaba con gracia y sabía coser, bordar y administrar una casa que jamás podría aspirar a que fuese principesca. Además, era encantadora. No muy alta pero de una figura exquisita, más graciosa que bella, y también de una viveza agradable. Su rostro en forma de corazón seguía siendo infantil, como la naricilla siempre a punto de arrugarse para reír, las graciosas pecas, las mejillas redondeadas, los dientes blancos que mostraba con frecuencia su risa maliciosa. Su mayor belleza eran unos ojos de color avellana claro, y el cabello castaño con reflejos de un rubio casi blanco. Peinado a la última moda, formaba a cada lado del rostro un espeso racimo de bucles brillantes sujeto por una cinta de seda, y el resto se alzaba en un moño por encima de la nuca. Ese día, las cintas eran de raso blanco, a tono con la elegancia del resto del atuendo.
Jeannette, que se había convertido en su camarera y por ello iba a acompañarla en sus nuevas funciones, la había enfundado en un vestido de terciopelo verde oscuro con un gran cuello y puños altos de encaje de Venecia de una blancura deslumbrante, bajo el cual Sylvie llevaba unos botines forrados. Guantes, una cadena de oro y un amplio manto con capuchón doblado y ribeteado de piel de marta completaban el atuendo, porque si bien Madame de Vendôme, al contrario que su esposo, era más bien parca en sus gastos, había querido que su protegida no desentonara en una corte célebre por su elegancia. Además la había provisto de un ajuar lo bastante completo para no desentonar en ninguna circunstancia, incluida la caza. Le había regalado también un ejemplar de la Vida de los santos y uno de esos gruesos misales que habían aparecido a principios del siglo y que toda buena cristiana había de poseer. A condición, obviamente, de que supiera leer.
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