Por el momento, sentada en la carroza frente a la duquesa, que murmuraba sus oraciones, Sylvie veía desfilar las casas grises, el cielo gris, las gentes grises, y el corazón aceleraba sus latidos mientras se preguntaba qué la esperaba al final del camino.

Súbitamente el pesado vehículo se detuvo, y el cochero asomó por la portezuela, sombrero en mano:

—¿Por dónde pasamos, señora duquesa? La Rue d'Autriche está obstruida por una carreta de coles volcada.

—Ya veo —dijo ésta, ya que el rezo del rosario no le impedía interesarse por lo que pasaba en el exterior—. Ve por la Croix-du-Trahoir, y asunto concluido. No nos retrasará demasiado.

—Es que veo a mucha gente. Quizá nos cueste pasar por ahí...

—Será alguna ejecución. Bien, mientras esperamos rezaremos por el alma del infeliz que nos deja con este tiempo horrible.

En efecto, se trataba de una ejecución. Eran bastante frecuentes en aquella pequeña plaza formada por el cruce de varias calles. Allí se despachaba la morralla indigna de los fastos de la Place de la Grève. Y ese día, como enseguida pudieron ver las ocupantes de la carroza, se preparaban para aplicar la rueda a un malandrín. A pesar del frío, se había reunido una multitud alrededor del cadalso bajo el que estaba instalada una gran rueda a la que el verdugo sujetaría al condenado para romperle los miembros y el tórax, y dejarle después agonizar el tiempo que Dios quisiera... Pero el cochero se había visto obligado a renunciar a la idea de avanzar entre la muchedumbre: el verdugo ocupaba ya su lugar, y una carreta flanqueada por arqueros del prebostazgo traía al desdichado.

Desde el lugar en que el cochero había detenido el carruaje, casi en la esquina de la Rue des Poulies, las pasajeras pudieron ver bastante de cerca el macabro cortejo. El hombre, al que asistía un monje casi congelado, era joven, vigoroso, vestido únicamente con una camisa, y no parecía tener miedo. Miraba aproximarse el cadalso con impasibilidad, y si en ocasiones un temblor sacudía su cuerpo, era debido únicamente al frío. Sobre todo, ni siquiera intentaba volverse para mirar al niño que corría detrás de la carreta gritando y llorando. Era un chiquillo de unos diez años, pobremente vestido y que parecía llegado al último extremo de la desesperación. Una mujer entre la muchedumbre exclamó:

—¡Pobre rapaz! No es culpa suya si su padre es un ladrón. No debe de tener a nadie en el mundo...

Pero el niño acababa de ver a un personaje vestido denegro, montado en un grueso caballo, que vigilaba la ejecución. Se precipitó hacia él, a riesgo de ser pisoteado por la multitud:

—¡Gracia, señor! —imploró—. ¡Perdonadle! Es mi padre y no tengo a nadie más que a él... ¡Por todos los dolores de Nuestro Señor, tened piedad!

—Un ladrón es un ladrón. Debe sufrir el castigo que merece.

—Pero no ha matado a nadie... ¡Encerradlo en prisión, pero no lo matéis!

—¡Basta! ¡Vete! Espantas a mi caballo.

Pero el chicuelo no cejó. El condenado estaba ya en el cadalso, mirando a la muchedumbre. Se le oyó gritar:

—¡Pierdes el tiempo, Pierrot! Es como intentar que se apiaden los muros del Châtelet. ¡Vete, hijo! ¡No es un espectáculo para ti!

Pero el pequeño seguía insistiendo, aferrado al estribo del hombre de negro. Entonces éste alzó su fusta y lo golpeó por dos veces, con tanta fuerza que lo hizo rodar por el barro. No contento con eso, hizo girar su caballo con la intención evidente de pisotear el cuerpo tendido. Fue más de lo que Sylvie podía soportar. Abrir la portezuela, saltar al suelo y colocarse delante del infeliz chico no le costó más que un santiamén.

—¡Retroceded! —gritó—. No es más que un niño y queréis matarlo. ¿Qué clase de monstruo sois?

Sin preocuparse de los estragos que causaba a su atuendo, Sylvie se agachó para ayudar a levantarse al chicuelo, mientras fulminaba al hombre con una mirada indignada. El rostro que vio bajo el sombrero adornado con plumas negras le pareció apropiado al personaje: ancho y grueso, con una gran nariz, bigote y barbita grises y algo ralos. Los ojos infundían temor: inmóviles, de un gris amarillento, tan fríos como los de una serpiente y subrayados por grandes bolsas, no parpadeaban, como si estuvieran esculpidos en piedra.

—¡Sal de ahí, muchacha! —rugió—, si no quieres recibir el mismo trato y...

Un grito de indignación le interrumpió. Madame de Vendôme y su cochero entraron en escena. Mientras éste corría a socorrer a Sylvie y a su protegido, aquélla apostrofaba al villano, con la aprobación de la muchedumbre, siempre dispuesta a apreciar los gestos nobles.

—No sé con quién hablo, señor, pero bien se ve que no sois un gentilhombre. No es ésa la manera de dirigirse a una dama noble. Mademoiselle de l'Isle es doncella de honor de Su Majestad la reina, y yo soy la duquesa de Vendôme.

Esta vez el hombre se descubrió, pero no desmontó.

—Soy el nuevo teniente civil de París, señora duquesa. Isaac de Laffemas para serviros... y daros un respetuoso consejo: llevaos de aquí a esa joven. Seguid vuestro camino y dejadme hacer mi trabajo. En cuanto a ese mozuelo...

Sin duda éste no se había hecho mucho daño, porque se levantó no sin depositar, de paso, un rápido beso en el guante de Sylvie. Luego, escurridizo como una anguila, se perdió entre la muchedumbre, que se cerró, protectora, detrás de él. Mientras, Madame de Vendôme y Sylvie volvieron al carruaje seguidas por la mirada impertérrita del teniente civil, que obligó a los mirones a hacer sitio para que el vehículo pudiera seguir su camino. Sólo cuando estuvo de nuevo sentada, se dio cuenta Sylvie de que le habían robado la bolsa. Quedó tan desconsolada que la duquesa se echó a reír.

—Así son las cosas cuando se ejerce la caridad sin discernimiento —dijo—. Ese raterillo ha encontrado con qué sobrevivir, y nosotras estamos tan embarradas como un par de comadres. ¡Bonita aparición vamos a hacer ante la reina!

Sylvie alzó hacia ella sus grandes ojos, que poco a poco recuperaban la alegría, y se encogió de hombros antes de intentar limpiar con su pañuelo las manchas más visibles de su vestido.

—Perdonadme, señora, pero no me arrepiento de nada. Si las pocas monedas que se ha llevado pueden ayudar a ese pequeño a sobrevivir, daré gracias a Dios.

—En verdad, habláis como el propio Monsieur Vincent lo habría hecho en las mismas circunstancias —dijo ella, dándole unas palmaditas en la mejilla—. Estoy orgullosa de vos: en medio de las tentaciones de la corte, sabréis guardar vuestro honor y dignidad. Y recordadlo bien: vuestra única ama allí es la reina. A ella únicamente debéis obediencia ciega. ¿Me habéis comprendido? ¡Ciega!

—Podéis estar segura, señora duquesa, de que no lo olvidaré.


El rodeo no había retrasado mucho a las dos mujeres. Seguían ahora la Rue des Fossés-Saint-Germain y, por encima de los techos y las torrecillas del hôtel d'Alençon podían ver ya las grandes torres del castillo real. Madame de Vendôme se inclinó para posar una mano tranquilizadora sobre las de Sylvie.

—¡Valor, hija mía, ya llegamos! Veréis que los aposentos son menos fúnebres de lo que permiten suponer las fachadas exteriores. Cuando llegó a París, poco después de su boda con el rey Enrique IV, la reina María (¡que Dios se apiade de ella por la indigencia en que la deja su hijo en Colonia!) renovó los aposentos y los decoró con buena parte del lujo florentino al que estaba acostumbrada.

La observación era oportuna. En efecto, la primera impresión era de fortaleza, más que de palacio: los muros cubiertos de una costra de suciedad negruzca, las torres macizas, los fosos llenos de barro helado —lo que disimulaba hasta cierto punto el mal olor—, el puente levadizo y el primer recinto exterior almenado y jalonado por torrecillas de vigilancia, no tenían nada de acogedor. Entre esta muralla y los fosos se encontraban los dos recintos de juego de pelota que habían utilizado en sus momentos de ocio, a lo largo de distintas épocas, los reyes y sus acompañantes.

El acceso al Louvre era libre para quien fuese vestido convenientemente y no exhibiese un aspecto demasiado patibulario, de modo que una marea humana continua cruzaba en uno y otro sentido el puente levadizo. En principio, únicamente la familia real podía entrar en el patio en carroza y los príncipes de sangre a caballo, pero cuando hacía mal tiempo, las princesas estaban autorizadas a seguir en coche por el largo pasillo oscuro y abovedado que daba acceso al amplio patio central. Así lo hizo la carroza de Madame de Vendôme, princesa de sangre por la mano izquierda, pero princesa de sangre a fin de cuentas.

—¡Dios mío, señora! ¿Siempre hay tanta gente? —preguntó Sylvie, un poco asustada al constatar que el coche se abría paso en medio de una muchedumbre.

—Siempre. Incluso cuando el rey no está, como ocurre hoy.

En efecto, los guardias franceses de uniforme azul con bocamangas rojas se las veían y deseaban para contener un gentío variopinto y heteróclito compuesto sobre todo por hombres sobre cuyas cabezas ondulaban los colores de tantas plumas que probablemente habían requerido el sacrificio de todo un rebaño de avestruces. Allí se podía ver a elegantes vestidos de seda y cintas, financieros que exhibían ricas estolas de piel, gacetilleros en busca de chismes noticiosos, provincianos venidos con la esperanza de ver al descendiente de san Luis, extranjeros también, y por supuesto cortesanos que, a falta del rey, se resignaban a recurrir a la reina. Los guardias se esforzaban en empujar a la mayoría hacia la puerta de Borbón, donde los arqueros del prebostazgo, vestidos con chaquetón azul, apostados junto a las puertas rechazaban sin contemplaciones a los visitantes menos encopetados. Los demás pasaban al cuidado de los suizos y después, ya en las puertas reales, al de los guardias de corps.

La recién llegada se sorprendió al comprobar que, de hecho, la gran construcción feudal del palacio comprendía sobre todo la fachada de la entrada. Enfrente, y a lo largo del Sena, se alineaban edificios más modernos, levantados por los reyes Enrique II, Carlos IX, Enrique III y Enrique IV. En cuanto al ala Norte, donde habían derribado la torre de la Librairie y la de la Grande-Vis, no era en ese momento más que un amplio solar en obras momentáneamente paradas debido a las bajas temperaturas. El arquitecto Lemercier, que acababa de concluir las obras del Palais-Cardinal,[14] residencia de Richelieu, y de iniciar la construcción de la iglesia de la Sorbona, era el encargado de la remodelación.

La carroza de la duquesa evitó el Grand-Degré o escalera de Enrique II, que llevaba a la Gran Sala y a los aposentos del rey, y se detuvo en el acceso al Petit-Degré, por donde se subía a la residencia de la reina. En el momento de bajar, Sylvie se atrevió a poner su mano en la de la duquesa:

—Perdonadme, señora, pero quisiera saber...

—¿Qué?

—Tengo... tengo un poco de miedo. No me siento digna de un honor tan grande, porque no soy ni muy bella, ni muy noble, ni muy brillante, ni...

—Elegís muy mal el momento para hacer que os repitan lo que os han dicho ya muchas veces. La reina os quiere debido a vuestra voz y a vuestra facilidad para hablar el español. No exageréis vuestra modestia. No sois ni fea ni boba, y vuestra nobleza es más que suficiente. ¡Vamos!

No añadió que la idea de ver a Sylvie provista de un certificado de doncella de honor complacía mucho a su esposo. Exiliado en sus tierras desde su regreso de Holanda, debido a la prohibición de residir no sólo en la corte, sino tampoco en París, el duque César ansiaba disponer de un oído inocente en el entorno de la reina. Era cierto que sus hijos, en particular Beaufort, eran recibidos con agrado, pero jamás conseguirían enterarse de esos pequeños secretos de la intimidad real que tan útil es conocer cuando se ha caído en desgracia. No con el fin de utilizarlos contra Ana de Austria, por supuesto; pero César, que alimentaba un odio feroz contra la «sotana roja», pensaba que en ocasiones es posible llegar a grandes resultados a partir de pequeños detalles aparentemente sin importancia.

A pesar de aquel consuelo de última hora, el corazón de Sylvie latía con fuerza mientras subía la hermosa escalera y llegaba a la antecámara custodiada por guardias armados con partesanas. Allí las dos mujeres encontraron al jefe de protocolo de la reina, Pierre de La Porte, que era también uno de sus raros confidentes. Se trataba de un hombre joven —unos treinta y cinco años, a lo más—, un normando macizo de rostro amable animado por ojos azul oscuro. Sonrió a la joven inquieta que se adelantaba hacia él, pero, al saludar a la duquesa con gran respeto, no pudo dejar de observar el barro que manchaba los bajos de los vestidos de ambas.