Madame de Vendôme le sonrió.
—Vos tenéis más edad que Sylvie, Mademoiselle de Hautefort, y también mayor experiencia de las cosas de la vida y de la corte, donde os sentís como pez en el agua... Ella aún no ha cumplido quince años... Todo lo que desea es servir a la reina lo mejor que pueda.
—En ese caso, seremos amigas. Yo la tomo bajo mi protección y le enseñaré todo lo que le conviene saber. Conocéis mi devoción hacia Su Majestad —añadió en tono más grave Marie de Hautefort. Y luego, bajando la voz hasta el murmullo—: Como procede de vuestra casa, me sorprendería mucho que hubiera aprendido el catecismo del señor cardenal. Y la reina necesita servidores leales. Cuando el rey se haya retirado, la llevaré a los aposentos de las doncellas de honor. Sabéis que no tenemos superintendente desde que Madame de Montmorency se retiró al convento, y yo cuido de este batallón turbulento. ¿No es esta joven precisamente la que...?
Sylvie no escuchó el final de la frase. En efecto, la dama de compañía se había llevado un poco aparte a la duquesa. Aprovechó la ocasión para observar al rey.
Luis XIII no era un hombre guapo, pero poseía ese aire de majestad natural inherente al hecho de llevar la corona. Alto y delgado, de porte elegante a pesar de que prefería los vestidos de caza y los uniformes militares, tenía un rostro flaco y alargado encuadrado por un cabello negro que llevaba largo hasta los hombros y partido en dos por una raya en medio de una frente que revelaba inteligencia. La boca carnosa se adornaba con un hermoso mostacho y una perilla, que con los ojos negros y la gran nariz borbónica componían una fisonomía que al Greco le hubiera gustado pintar. Su salud era frágil, pese a que pasaba a caballo buena parte de su tiempo, ya que padecía de enteritis crónica. Tímido con las mujeres, no por ello carecía de una fuerte independencia de carácter, y no toleraba la menor intrusión en sus prerrogativas reales. Si otorgaba en la actualidad plena confianza al cardenal de Richelieu, era únicamente porque había reconocido en él a un hombre de gobierno excepcional. Y del mismo modo que su ministro, Luis XIII sabía mostrarse despiadado...
Sin embargo, al verle inclinarse hacia Louise de La Fayette para murmurarle unas palabras que, visiblemente, complacían a la joven, Sylvie presintió el encanto que podía llegar a desplegar aquel hombre un tanto apagado en medio de su séquito de magníficos señores. En cuanto a Louise, era fina y bonita sin duda, pero no podía compararse al esplendor de una Chémerault; Sylvie se enteraría muy pronto de que la llamaban «la Bella Babona», en tanto que Mademoiselle de Hautefort recibía el sobrenombre, ampliamente merecido, de «la Aurora»...
Mientras esta última la acompañaba a los aposentos de las doncellas de honor, situados en la planta baja del palacio, Sylvie, con la franqueza ingenua que la caracterizaba, y olvidando ya las recomendaciones de Madame de Vendôme, se atrevió a preguntar:
—¿Cómo es posible que el rey se interese por Mademoiselle de La Fayette, cuando tiene a su disposición tantas damas más bellas?
—Muy sencillo, querida: la ama, y sobre todo es amado por ella. Para él, eso es una experiencia casi inédita...
—Pero ¿la reina...?
—Se quisieron durante un tiempo, cuando su matrimonio se hizo real, hace una veintena de años. Después, tanto él como ella han buscado amor en otras partes. Pero no os equivoquéis, Louise de La Fayette no es la amante del rey. Como yo tampoco lo he sido...
—¿También a vos os ha amado? Eso me sorprende menos. ¡Sois tan bella!
Un cumplido sincero siempre gusta. Marie de Hautefort correspondió a aquél con una sonrisa deslumbrante, y deslizó su brazo bajo el de la recién llegada:
—Sí, pero yo lo traté a la baqueta, y no estoy segura de que no haya llegado a detestarme. ¡Sin duda porque amo demasiado a la reina! Es una mujer maravillosa.
—¿Y Mademoiselle de La Fayette? ¿También la ama?
—Menos que al rey, pero es un alma pura, orgullosa y desinteresada, muy devota. Por mucho que ame al rey (con todo su corazón, estoy segura), nunca aceptará el papel de favorita real, que la horroriza. Dicen que podría dejarnos muy pronto para encerrarse en un convento. El cardenal, por lo demás, la incita a ello por mediación de su confesor...
—¿El cardenal? ¿Y a él qué le importa?
—¡Oh, mucho y por distintas razones! Por lo menos él lo cree así. Louise pertenece a una gran familia de Auvernia, donde no aprecian mucho a Su Eminencia. Y sin embargo, él no desesperaba de convertir a Louise en una aliada. Como ella no se prestó al juego, Richelieu la empuja al convento porque teme demasiado su ascendencia sobre el rey. Podría contrarrestar la suya propia.
Sylvie sintió una pequeña inquietud.
—¿Y Su Eminencia lo intentó también con vos?
—¿En la época en que el rey me distinguía? Por supuesto, pero yo no soy de las que se dejan conducir dócilmente, y así se lo hice entender. Si un día el rey se fija en vos, también os ocurrirá algo parecido —añadió, al tiempo que colocaba en su lugar uno de los bucles de la joven.
—¡Dios me libre! —exclamó ésta con un gesto tan horrorizado que su compañera se echó a reír—. Pero estoy tranquila, no soy lo bastante bella...
—Sois una fruta deliciosa, de momento aún verde. Cuando maduréis, veremos qué ocurre. Hemos llegado a vuestro aposento —añadió, abriendo la puerta de una habitación pequeña en la que Jeannette, que había llegado con el equipaje, se ocupaba ya en vaciar los baúles—. Esta primera noche instalaos a vuestro gusto, ¡y sobre todo libraos de ese barro! Cenaréis aquí, pero estad preparada porque vendré a buscaros para la ceremonia de acostar a la reina.
La Aurora se disponía a alejarse, y Sylvie tuvo la súbita impresión de que se llevaba con ella toda la luz de aquel día tan triste y frío. La detuvo con un gesto:
—Querría daros las gracias. Sois muy buena al preocuparos tanto por una pequeña provinciana como yo.
—¿Provinciana? ¿Cuándo habéis sido educada con los Vendôme? Decidle al duque de Beaufort que es un provinciano. Me gustaría estar presente para ver su reacción...
El nombre de François, pronunciado tan de improviso, hizo que Sylvie se ruborizase. Su aturdimiento no escapó a la mirada sagaz de su compañera, cuyas bellas cejas se alzaron, al tiempo que rompía a reír. Pero tomó entre sus dedos finos el mentón de Sylvie, con el fin de escrutar sus ojos súbitamente extraviados.
—Caramba, ¿amáis al guapo François, pequeña? No es de extrañar, porque habéis crecido cerca de él y posee todos los atractivos que seducen a las mujeres. ¿Os ha hecho ya la corte?
—¡Oh, no, madame! Para él no soy más que una niña, y desde su regreso de los Países Bajos con su hermano y el señor duque apenas lo he visto; con los viajes y las campañas militares, la vida de un joven príncipe transcurre muy alejada de la de una huérfana criada por caridad. Yo tenía cuatro años cuando Madame de Vendôme me recogió, después de la muerte de mis padres, y decidió que me criara en su casa. Otra me habría llevado a un convento... donde habría sido muy desgraciada.
—Es posible amar a Dios y no desear engrosar el ejército de sus esposas. En lo que a mí respecta, también pienso así. Pero volvamos al señor de Beaufort: aquí tendréis ocasión de verle con mucha frecuencia.
Los bellos ojos color avellana se iluminaron.
—¿Viene a menudo?
—Mucho. Más vale que lo sepáis desde ahora: es el favorito de las damas, y la propia reina lo recibe con placer. Así pues, ¡cuidado con vuestro corazón! Deberíais elegir un héroe menos solicitado.
—Dichosa vos, si os es posible dar órdenes a vuestro corazón; yo no puedo. Pero por favor, señora, guardadme el secreto...
—Se os ha escapado, y yo no he hecho otra cosa que atraparlo al vuelo. Os lo devuelvo, con la recomendación de que lo guardéis mejor en adelante. Ya veis, puedo ser odiosa para quienes me disgustan, pero no es vuestro caso. Os ofrezco mi amistad, Sylvie de l'Isle; ¡no la traicionéis!
—Ésa es una palabra que desconozco. Me sentiré feliz y orgullosa de ser vuestra amiga.
—Eso me complace. Necesitaba a alguien como vos: no estaremos de sobra ninguna de las dos para servir a la reina y ayudarla en los momentos difíciles que atraviesa.
—¿Nosotras dos? Pero las demás doncellas de honor...
—No valen gran cosa a excepción de La Fayette, que es lo bastante valerosa para oponerse abiertamente al cardenal. Las demás, sobre todo la Chémerault, están a sueldo de él o son demasiado bobas para tener siquiera una opinión. También está Suzanne de Pons, pero tiene su pensamiento puesto en la Lorena y sólo sueña con casarse con el duque de Guisa, del que es amante...
Al dejar a Sylvie, Marie de Hautefort no estaba lejos de dar gracias al cielo por haberle enviado una ayuda, por pequeña que fuera, fiable sin asomo de duda. Que fuera la pupila de Madame de Vendôme era en sí mismo una garantía, y que además estuviera enamorada de Beaufort era una buena noticia inesperada. Había siempre tanto correo secreto por distribuir, que La Porte y ella misma no daban abasto. Sí, la pequeña de L'Isle sería bien recibida. ¡Sin contar con que era encantadora y, sobre todo, transparente!
Por su parte, Sylvie se puso a ayudar a Jeannette a ordenar su ropa y a examinar con más calma el pequeño aposento, compuesto por un dormitorio no demasiado grande y otro reducido en el que se instalaría la sirvienta. Su conversación con la Aurora la había reconfortado, porque se había sentido un poco perdida cuando Madame de Vendôme se despidió. El antiguo Louvre, solemne, a la vez lujoso y gélido, le había hecho añorar primero el amplio hôtel del faubourg Saint-Honoré, construido en la época de Carlos IX pero restaurado según los gustos del momento y que formaba parte de la dote de Madame de Vendôme cuando se casó con César. La vida allí no era muy alegre porque, desde hacía diez años, el duque César no obtenía el permiso para volver a pisar París, y se escuchaban más oraciones y cánticos religiosos que arietas de concierto. La atmósfera de piedad extremada se acentuaba también por la vecindad inmediata del austero convento de las Capuchinas, construido hacia 1620 por la duquesa de Mercoeur con los fondos legados por su cuñada la reina Louise de Vaudémont-Lorraine, viuda de Enrique III. Un convento que tenía buena parte de culpa de la repugnancia que Sylvie sentía hacia esa clase de instituciones, porque era sin duda el más severo de Francia y Navarra: las monjas iban descalzas tanto en verano como en invierno, no probaban carne ni pescado, hacían penitencia a lo largo de todo el año, y se decía que las primeras que ingresaron para su inauguración llegaron en procesión, coronadas de espinas.
Las estrechas relaciones entre el convento y el hôtel de Vendôme no contribuían a aclarar la atmósfera, pero para Sylvie aquélla era de todos modos «la casa», el lugar donde vivían las tres mujeres que más amaba en el mundo: la querida Elisabeth, un poco seria pero tan buena, la duquesa y la excelente Madame de Bure. Sin contar a Jeannette, que ahora tendría que representar en solitario a todo aquel mundo.
Mademoiselle de l'Isle debía a su juventud y al hecho de casi pertenecer a una familia principesca el favor de tener a su lado a su propia camarera.
—¡Ahora me he convertido en «carabina»! —decía ésta riendo, y en absoluto asustada por la idea de vivir en adelante en el castillo real.
A sus veinticuatro años, Jeannette era una muchacha alta y robusta, de rostro amable y con frecuencia risueño. No había perdido su prodigiosa memoria, con la que hasta cierto punto contaban los Vendôme para recoger los rumores de pasillo, los chismes de palacio cuyo conocimiento podía resultar de gran utilidad. Una circunstancia que Jeannette ignoraba. Su deber, hoy como ayer, era velar por la salud física y moral de Mademoiselle de l'Isle y, en medio de las tentaciones de las residencias reales, guardar pura y sin tacha la fidelidad que había jurado a Corentin Bellec. Por el momento, vestida con un hermoso vestido de Usseau gris oscuro, con manguitos, cuello y cofia de fino hilo blanco ribeteado por una estrecha orla de encaje, Jeannette se disponía a desempeñar un digno papel entre la muchedumbre de sirvientes del Louvre.
Al día siguiente de su llegada, Sylvie vio a François.
Como la víspera, Ana de Austria dirigía la tertulia en la gran sala y el tiempo seguía siendo igual de malo, pero, como el rey había regresado a sus aposentos, las damas eran más numerosas que el día anterior, y varios gentilhombres las acompañaban.
El gran tema de conversación era Le Cid, que muchos habían visto ya y ponían por las nubes.
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